Firma con mi nombre. Héctor Caro Quilodrán

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Название Firma con mi nombre
Автор произведения Héctor Caro Quilodrán
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789568675905



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de pescar como si fuera la prolongación de sus cuerpos. No había pasado media hora cuando Manuel levantó un pez. Cristian enterró su caña en la tierra y fue a verlo. Manuel golpeó al pez con un palo y Cristian le ofreció su morral para guardarlo, pero este desistió al verlo nuevo e impecable.

      —No lo ensuciemos —dijo—. Lo atamos de las agallas y lo dejamos en el agua, así no se pondrá tieso.

      Cristian aceptó y volvió a su sitio. Pensó en Adela. Su hermana debería estar sentida porque no la acompañó a visitar a la familia Subiabre. Un hecho así para ella era un acto de deslealtad pura. Manuel sacó otro pez. Cristian, esta vez, no fue a verlo. La pesca se estaba transformando en una competencia silenciosa con Manuel, aunque él no lo supiera. «Paciencia, debo tener», se dijo cuando Manuel sacó el tercer pez y él no tenía ninguno a su haber, salvo su estómago vacío.

      —Manuel, me muero de hambre —dijo.

      —Tengo comida, hagamos un alto — y buscó su merienda—. La señora Josefina nos hizo unos sánguches.

      Cristian hundió los dientes en el pan con arrollado y queso. Tras el primer bocado, dijo:

      —Está exquisito.

      Y limpiándose la boca, miró fijamente a Manuel.

      —¿Nunca me habías visto antes, Manuel?

      —No como ahora, de lejos —respondió, dejando de masticar.

      —No tenías, entonces, la más remota idea de cómo era yo.

      —Sí, la de un marciano que no pisaba tierra.

      —Me sorprendes —«¿Así me verá la gente?», se preguntó.

      —No, tanto como Lucinda.

      —¿Quién es Lucinda?

      Manuel no supo explicarle quién era. No sabía cómo hacerla visible a los ojos de Cristiancito y dijo lo primero que se le vino a la mente:

      —Iba en el carro alegórico de Cantarrana para la fiesta.

      —El carro lo vimos, muy hermoso.

      Terminado el frugal almuerzo, volvieron a sus lugares a la orilla del cauce. Al poco rato Manuel sacó otro pez. Cristian observó la escena ya con envidia. «Me cambiaré de lugar por si tengo suerte», se dijo. Y, luego, se preguntó: «¿Qué haré si no pesco nada? Le compraría a Manuel la mitad de su pesca o todos o le diría que se los diera. Volvería con su morral repleto de peces, pero no con los suyos. ¿Sería capaz de vestirse con ropa ajena? No, esa ropa ensucia a quien se la pone», se dijo. Por venir a pescar se estaba viendo confrontado con sus principios. Todo por un pez desconocido que se negaba a morder su anzuelo. Rogó: «Oh, pez, ayúdame, no quiero ser el hazmerreir cuando llegue a casa con las manos vacías». De pronto, una fuerte sacudida casi le arrebató la caña de sus manos. La aferró con más fuerza. Algo vivo tensó la lienza. Tiró. El espinazo brillante de un pez asomó en la superficie para hundirse de nuevo. Se notaba que luchaba contra el anzuelo opresor. No cejó. Entonces, sin saber cómo, lo arrastró hacia la orilla. Una vez fuera de su hábitat, la presa dio saltos desesperados en el pasto. Cristian, triunfante, se dejó caer al suelo a todo lo largo, miró al cielo, relajado, ya no sería el hazmerreír del día.

      —¡Cinco kilos ochocientos cincuenta gramos! Es lo más grande que he visto en Cantarrana, Cristiancito —exclamó el capataz, media hora después

      Bárbara, Adela, miss Winter, el chofer, el jardinero, Brunilda, Meche, cada uno reaccionó a su manera al ver el pez en el mesón de la cocina. Adela lo hizo con cierto desdén. Meche, con recelo, dijo:

      —Esto no es un salmón, sino un monstruo del agua.

      —Lo que sea —afirmó Cristian—, es mío. Prepáralo para la cena, quiero servirme por primera vez algo que yo mismo capturé, aunque sea un monstruo, como dices.

      Luego, volviéndose a Manuel, dijo:

      —Ven a cenar conmigo para celebrar.

      Al rato, Meche recibió la orden de mala gana.

      —¿Debo cocinarlo? —preguntó a Bárbara.

      —Como Cristiancito dice —respondió la aludida y Meche, desolada, puso los ojos en blanco.

      Manuel llegó sucio y pasado a olor a pescado y a lombrices a su casa y con una invitación a cenar. Debió haber dicho no, pero no pudo. Cristian le había caído bien, tan bien que ni siquiera miró cómo era la casa por dentro, aunque estuvo solamente en la cocina.

      Lucinda al verlo indeciso, adivinó lo que pensaba.

      —Vamos donde don Olaberry —dijo—, él tiene el deber de ayudarte.

      Don Olaberry los vio entrar rumbo a él, y pensó: «Juan se habrá enfermado, pero no hacía mucho que lo había visto sano». Tras unos segundos de vacilación, Lucinda lo emplazó:

      —Don Olaberry, necesitamos su ayuda: díganos cómo son las costumbres de los Pérez-Azaña. Manuel está invitado a cenar con Cristiancito, ¿me entiende? Manuel no puede hacer el ridículo.

      El gringo los llevó a su casa. Los instaló en su comedor y les dio un curso sobre las buenas maneras y la etiqueta propia de esa familia y los suyos. Los Pérez-Azaña eran una mezcla de convenciones añejas y exquisitas a la vez, y otras no tanto para su gusto. Don Olaberry aprovechó la ocasión para recordar algunas de sus experiencias vividas a la mesa con gente diversa, echando de menos las veladas con Genoveva cuando ella era el centro de la vida social.

      —Manuel, sigue mis instrucciones y te convertirás en un gentleman —dijo—. Ya me contarás cómo te fue, no me dejes mal —y le pasó la mano por el pelo, dando por terminado el curso.

      Meche miró el enorme pez, sus ojos acuosos, las agallas todavía abiertas, las aletas duras, las escamas verdosas, rosadas, azuladas, grises, y pensó: «Por diosito... perdona que te invoque, pero esto no puede ser sino obra de un espíritu maligno. Cristiancito lo sacó justo donde se ahogó aquel Pérez-Azaña. No se sabe cómo se ahogó el pobre, solo que encontraron la mitad de su cuerpo, sin ojos y destripado. La otra mitad se perdió en el fondo fangoso, convirtiéndose en un culebrón, una cosa maligna, entre pescado, culebra y lagarto, que sale a tomar el sol y acecha a las mujeres desprevenidas. Así fue como agarró a la hija de Benítez -eso dijo ella, llorando- y a los nueve meses dio a luz un hijo con cara de pescado, que es el actual regente del Club Nacional con mucho éxito. El culebrón cantaba por las noches, no lo había escuchado, pero lo sabía. Los Pérez-Azaña eran todos culebrones, grandes y colorados, aunque por la sangre de los Urruztías ya no lo eran tanto, pero seguirán siéndolo hasta cuando estiren la pata. Cristiancito y Manuel, como no sabían lo peligroso del lugar, fueron a pescar allí sin pensar en las consecuencias».

      El animal del agua miraba el vacío con sus ojos mustios sobre el mesón. Meche no quiso verlo más, tomó el machete y de un solo golpe le cortó la cabeza para matarlo de nuevo. Envolvió la cabeza en papel de diario, temerosa, y la tiró a la basura. No quiso dársela a su gato para no envenenarlo. Luego lo abrió con el cuchillo de arriba abajo e hizo desaparecer los interiores de su vista. No sabía si cocinarlo a la olla o al horno. Para convertirlo en una cosa distinta a un culebrón, lo cubrió con perejil, cebolla, zanahorias, laurel y ajos en una enorme asadera de hierro, lo roció, luego, con harto vino blanco para matarlo de una borrachera por tercera vez. Sudaba cuando terminó la operación. Así, desfigurada por el esfuerzo y el miedo, la encontró Brunilda en la cocina.

      —¿Ya está el salmón en el horno? —preguntó.

      —Todavía no, pero yo no comeré —contestó—. Nadie me saca de mis creencias: esto no es un salmón, aunque huela a pescado. Adelita no lo comerá ni por asomo, la conozco, haré otro plato para ella. Tú tendrás que probarlo cuando esté listo para saber cómo quedó el animalejo. Estás obligada.

      —Lo haré con gusto, Meche, me encomiendo a mi santo San Sebastián para no envenenarme —rió con franqueza y agregó—. Iré a pagarle mi manda al santo y Ceferina vendrá en mi ausencia.