Firma con mi nombre. Héctor Caro Quilodrán

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Название Firma con mi nombre
Автор произведения Héctor Caro Quilodrán
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789568675905



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su mujer no se sabía mucho, salvo que fue la madre de su único hijo vivo, pues tuvo varias pérdidas, Dionisio de las Marías, el más famoso de todos los culebrones. Su mamá se cubría la boca al nombrarlo, miraba hacia al cielo, disculpándose por las palabrotas que le saldrían de su boca por su causa. «Ese hombre fue un chusco insaciable, hija, conocido por tener un miembro más de animal que de gente. Un pervertido. Las mujeres le temían, pero igual más de alguna tontona lo buscó para probar suerte, queriendo saber hasta donde era cierto lo del chivato pecador. Hacía el amor solo una vez y después, si te he visto no me acuerdo. A eso no se le puede llamar amor, sino simples calenturas. No se le escapaban ni las novicias del convento en sus correrías». Su madre dudaba por eso de que las monjas fueran vírgenes, porque alguna vez fueron jóvenes y con necesidades humanas como cualquiera, a menos que fueran viejas, feas y con bigote. Una de las señoritas Cotapo, enamorada del hombre hasta el dedo chico, no calló, diciendo a todos los vientos -sin importarle su honra- que su miembro de toro y gallo era una pura invención; en el fondo, afirmó, el tal María no era más que un impotente llegado el momento. Calló cuando su hermana la trató de mentirosa. Yo -dijo- también le conozco los misterios del hombre y espero mi segunda oportunidad. Esas Cotapo no pensaban, el cerebro lo tenían entre las piernas. El padre de las Cotapo, herido en su orgullo, quiso salvar el honor de sus hijas, ya que no podía casar a las dos al mismo tiempo con el autor de la deshonra, porque aquí la honra de las mujeres está debajo del ombligo y no en el corazón y solo se lava con casamiento. El Cotapo viejo eligió la violencia, la del huaso bruto, para lavar el honor de sus hijas; lo esperó oculto en la sombra de los aromos, le lanzó su caballo encima y unos argollazos de medio de kilo de puro fierro directos a la cabeza. Viejo tonto, cuando pudo haberle pegado un tiro y punto; no, lo quiso matar a fierrazos. El caballo de don Dionisio se paró en dos patas y, gracias a eso, se salvó. Apenas repuesto de la emboscada, devolvió el golpe con otro argollazo de medio kilo. Saltó sangre, se dieron duro, sin quejarse, a lo macho, hasta que perdieron el conocimiento. Al padre de las Cotapo, cubierto de sangre, lo llevó el caballo a su casa. Su madre encontró a don Dionisio colgado de un estribo al lado de la puerta. Nadie dijo nada, todos murieron calladitos en la rueda, pero el odio de los Cotapo hacia los culebrones siguió vivito y caliente hasta el día de hoy. Las señoritas Cotapo, con el tiempo, se casaron con unos novios venidos de lejos. Para los varones de Cantarrana, ya eran fruta picada, solo buenas para las moscas. Así son los hombres: les gusta pasarlo bien a costa de las mujeres, pero no consienten que sea al revés. Que era chusco y pecador lo reconocía el hombre sin inmutarse. Cuando lo atacaban los remordimientos se flagelaba, no comía ni veía gente. Su fervor religioso lo demostraba para Semana Santa, yendo de rodillas hasta la iglesia, seguido de su caballo adornado con crespones negros, listo para traerlo de vuelta. Subía los peldaños de la iglesia con las rodillas llenas de sangre y caía tendido delante del Señor. La iglesia recibía ese día unos cuantos pesotes de ese tiempo para lavar el piso, pagar las maldades cometidas y las venideras, ya que vendrían otras apenas le diera la calentura. Los curas, sabedores de las costumbres del hombre, recibían con una sonrisa el diezmo del pecado. La gente de Cantarrana no hablaba para Semana Santa, se saludaba solo con los ojos, no se decía palabra mala. El tiempo tomaba color ceniza. Los gallos se olvidaban de cantar por la mañana. «Puro silencio para que la gente escuchara en su corazón que Jesús murió a manos de esos fariseos por culpa de nuestros pecados y para salvar las almas de los hijos de Adán, la mía incluida, que me sostiene y alumbra cuando cierro los ojos y me los abre cuando sueño», me decía, y continuaba, antes de romper la tierra se escuchaba misa a cabeza descubierta, se pedía ayuda a Dios para que las cosechas fueran buenas, porque a la santa tierra no le bastaba la semilla, también requería del Todopoderoso para florecer. Lo mismo que con los hijos, no basta con los jugos del pecado, también deben ser bendecidos con Amor para crecer como buenos hijos de Dios. Una vez la gente comulgada, la tierra bendecida, dicho amén, partían los percherones trazando los surcos con el arado. Apenas los granos estaban bajo la tierra, a don Dionisio volvía a salirle la diablura y ensillaba su caballo para salir en busca de carne nueva. A mujer que se le aparecía en el camino, le tiraba el caballo. Algunas se echaban como si fueran gallinas con el gallo; otras, sorprendidas, hacían el signo de la cruz. El chusco se las llevaba a la tierra recién sembrada para darle, decía él, más fuerza a los granos con los espinazos de las mujeres. Y era cierto. Donde hacía sus cochinadas el trigo se daba firme y bueno. Los campesinos se hacían los tontos cuando descubrían sus andadas, pues creían más en el semental de Dionisio de las Marías que en las bendiciones del cura. Las cosechas, qué tiempos aquellos, decía su mamá, entornando los ojos, días duros de trabajo, pero llegada la noche, los sacrificios se olvidaban con harta comida y trago. Estando la cosecha ensacada, bajo techo, la fiesta no tenía límites. Su mamá escuchaba los alegres gritos de la gente, a veces incluso se daban cuchilladas de puro contento y más de uno murió riéndose. La gente ya con harto trago en el cuerpo le juraba fidelidad a don Dionisio, llorando a moco tendido con él, porque, a pesar de su chusquería, lo querían a su manera. Lo querían con la alegría del vino y sin él, lo odiaban. Reconocían que abrió las bodegas cuando ya faltos de pan se habían comido casi todas las ranas y las que se salvaron se fueron a vivir en un pantano medio escondido y, otras se subieron a los trenes en búsqueda de un lugar en donde no las persiguieran. «Las ranas nos salvaron de la hambruna», le decía su madre dando gracias a Dios una vez más. Don Dionisio, en reconocimiento a las ranas sacrificadas por sus hombres, mandó a forjar una de bronce con otra a cuesta, la que se conserva todavía en el descansillo de la escalera de la casa. Por esa época o quizás más tarde, construyó dos altísimas torres a la casa, quizás con la idea de darle forma de iglesia. Solo cuando echaron humo, la gente supo que servían para calentar la casona llena de corrientes de aire. Más tarde, se hizo levantar una capilla al lado de las cocheras, pintada con cal, de piso rojo y bancos oscuros igual que el manto de los franciscanos, la erigió para que su mujer, una beata de misa y rezo diarios, rogara por la salvación de su alma y la suya. La capilla servía también para que los peones, creyentes y sufridos, tuvieran donde alimentar la esperanza de una vida mejor más allá de la muerte, escuchando misa cada domingo. La capilla era fresca en verano y sombría en invierno. Uno podía morirse de una pulmonía si no entraba abrigado hasta las orejas. No así don Dionisio que lo hacía con camisa abierta, desafiante. Era un lunático. «Así era», afirmaba su mamita con cara de horror y fascinación por ese hombre que de arrepentido pasaba a Diablo y de Diablo a Santo de un día para otro. Cuando los aromos florecían, se volvía chusco y salía en busca de polleras. Una se le escapó. La había visto cuando muchachita y volvió haciéndose el tonto para comprobar si era la misma y era la mismita, pero, ahora convertida en la muchacha más hermosa vista por sus ojos de lince. Quiso hacerle la gracia, pero la chiquilla huyó a campo traviesa. La persiguió por los barbechos, por el maizal, por los matorrales, se bajó del caballo para buscarla y, al final, la encontró oculta en la orilla del raudal. Se le tiró encima y la chiquilla se resistió, no le abrió las piernas. Se defendió. Le hundió los dientes en su chivato pecador. El grito de dolor de don Dionisio espantó al caballo. Cuando recuperó el habla le ofreció la mitad de Cantarrana a la chiquilla, pero fue inútil. La muchacha logró liberarse de su opresor, manchada no con su sangre, sino con la del chivato pecador, y corrió sin mirar hacia atrás. La chiquilla se llamaba Tegualda y estaba ya de novia, cuando el novio lo supo, se casó con ella, la llenó de hijos, mató su belleza haciéndole críos uno tras otro, perdió sus dientes de tanto amamantar chiquillos, hasta de a dos, uno en cada teta, poniéndose vieja muy pronto y con los años terminaría siendo una pasa arrugada. El orgullo de macho de Dionisio de las Marías quedó herido, herido de muerte por causa de esa niña. Se encerró con la imagen de la belleza de Tegualda en la cabeza. Lo suyo, entonces, no fue una simple pataleta, propia de sus lunas, sino, quizás, amor o, simplemente, orgullo herido. Quién iba a creer que por una simple muchachita perdería la cabeza, que lo llevaría a hacerse santo de verdad. Imposible, pero fue así, renunció a los placeres de la carne, comía poco, se aisló, no permitió la entrada de nadie a sus recintos. Mandó a pedir cosas raras: libros, mapas, compases, telescopios. «Vienen del extranjero», decía el cartero cuando llegaba con los paquetes o cajones. Después pidió herramientas, maderas, clavos, nadie sabía para qué. Al único que le permitió entrar fue a un pintor para que le hiciera su retrato. Debe haberle pagado muy bien, porque, apenas terminó la obra, partió a estudiar a Europa. Su madre le llevaba la comida, retiraba los platos vacíos, le recogía la ropa sucia y la viruta.