Название | Firma con mi nombre |
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Автор произведения | Héctor Caro Quilodrán |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789568675905 |
El día de la fiesta, Agustina contempló a su hija colocarse la túnica, un calorcito ardió dulcemente en su pecho, cerró los ojos y, al abrirlos, la vio convertida en una muchacha con un cintillo de rosas en su pelo castaño, imagen que guardó para acompañarse el día de su muerte, pero se llevó la mano derecha a su cara para espantarla.
Las muchachas de Cantarrana se encontraron donde doña Josefina el día del evento ataviadas con sus túnicas, sus cintillos de rosas, mirándose sorprendidas entre sí. Y los niños, con sus ponchos verdes, daban forma a una pradera verde llena de rosas.
—¡A estas niñas, por Dios, les falta algo! —exclamó doña Josefina.
Y corrió en busca de carmín, polvos de arroz y las maquilló con sus manos suaves y blandas como masa leudada y pintó también sus labios una por una y cuando llegó el turno de Lucinda, algo le dijo al oído que la hizo ponerse colorada.
—¿Quién irá arriba? —preguntó doña Josefina, no quiso decir «de princesa» para no herir a nadie.
—Que sea Lucinda —dijo Clarisa, la mayor entre las chicas, y estuvieron de acuerdo.
La mencionada dudó, pero al final aceptó, diciéndose que ese día podía ser otra, una que nadie conocía.
Los cascos de los percherones sonaron en el pavimento. El alumbrado tornó irreal al carro y a la muchedumbre apostada en la plaza. Lucinda miró a Clarisa y la vio transformada por la luz artificial y ella misma se vio desprendida de la tierra, navegando contra la noche, con un canastillo en el brazo, lanzando pétalos de rosas a la gente a su paso. ¿Dónde estaría cuando fuera grande? Estaba empezando a vivir y ya se hacía esta pregunta como si para hacérsela fuera necesario no pisar la tierra, con la sensación de estar entre ella y el cielo, maquillada, con los labios pintados, en un pueblo donde no había nacido y ya lo estaba queriendo como suyo. «Lo vas a querer como a un padre, aunque sea feo y pequeño», le dijo una vez Agustina y tenía razón. Lanzó un puñado de pétalos al aire y otra vez se le vino la misma pregunta. En ese momento apareció un dragón, echando fuego por sus fauces, en medio de un estruendo infernal, mientras desde su lomo, unos dragones enmascarados lanzaban petardos al aire y otros se movían a pie entre el público. El desconcierto fue total. Lucinda dio un grito al reventar uno de los artefactos cerca de ella. El dragón desapareció tan rápido como había llegado envuelto en llamaradas y humo a esconderse en su cueva. Todos los años salía esta comparsa, se decía, conformaba por los hijos de las familias más pudientes del lugar. El aire lo dejaron a pólvora y azufre.
La música los sacó del susto y los invitó a bailar, a celebrar el arribo de la primavera, porque, sin ella, como decían los viejos, las cosechas no serían buenas, ni habrían romances al amparo de los árboles, donde más de un futuro cantarrano sería engendrado para reemplazar a los muertos del invierno, aunque la fiesta se hubiera atrasado por el robo de los votos y más bien despedían la primavera y recibían el verano al mismo tiempo.
Ramoncito aparcó el carro. Las niñas bajaron cuidadosamente. Lucinda no escuchó el sonido de sus huesos al pisar el suelo como creía. Quería decir que se habían asentado y no los escucharía más. Un dragón le tendió la mano y la invitó a bailar.
—No sé —respondió ella.
—Yo sí.
Ese sería su primer baile, lo haría con un dragón impregnado de azufre y ella con un cintillo de rosas en su cabeza.
Más allá, una gruesa lupa se centró en Manuel, desfigurando su rostro.
—¡Finalmente te vine a encontrar hecho una hoja!
Quien le hablaba era Sherlock Holmes, o más precisamente Benavides, irreconocible, vestido con el abrigo a cuadros de su madre, el gorro de un vecino y otros atuendos propios del famoso detective conseguidos por aquí y por allá gracias a la generosidad de la gente. Benavides vivía su «período sherlockiano» a tal extremo que pensaba aclarar el misterioso crimen de las señoritas Angulo, no resuelto, y sobre el cual se barajaban las más increíbles teorías. Romerito, disfrazado o, mejor dicho, «desnudado» de Tarzán, tiritaba de frío.
—Bailemos —propuso—, me estoy congelando.
Los tres se sumaron a una fila de danzarines encabezados por una mujer disfrazada de locomotora, con Romerito de último vagón, agitando su taparrabo al ritmo de la música.
Al otro día, Lucinda colgó su cintillo de rosas en la puerta de su habitación, construida por Juan en un tramo del corredor. En su noche inaugural le dio la menstruación, el primer gran susto de su vida, ya que ni su madre ni en la escuela le habían hablado que eso le pudiera ocurrir, desde ese instante se interesó por su cuerpo, tomó conciencia de su feminidad, aunque siempre sería una niña a los ojos de sus padres.
Ella no estaba al tanto de lo que Juan y su madre conversaron una noche en voz baja como Juan solía hacerlo en sus horas de confesiones íntimas. Ella y Manuel dormían en la misma pieza, eran como hermanos sin serlo. «Es hora de separarlos», coincidieron ambos. «Lucinda crecerá y dejará atrás a Manuel», dijo Agustina y añadió: «no le diré nada del futuro para que se sorprenda con las cosas de la vida».
—¡Lucinda, ¿quieres ir a comprar al boliche de la señora Basilia? Dile a Manuel que te acompañe? —dijo Agustina alzando la voz al otro día de la fiesta.
Lucinda fue en busca del Manuel, encontrándolo en el patio, absorto en la lectura. Permaneció unos segundos a su lado, sin que él se percatara.
—Lamento interrumpirte —dijo—, pero vamos al boliche.
Manuel cerró el libro, marcando la página con una hoja.
En el camino vieron el auto negro de los Pérez-Azaña no por «La avenida de los aromos», sino viniendo del norte por el camino hacia el cementerio. Han vuelto los Pérez-Azaña ¿Estarían anoche en la fiesta?
—Seguramente, Manuel —afirmó ella—. Apuesto que la señora Basilia te da un caramelo. Si te da uno, dile que deben ser dos. No te olvides.
La señora Basilia se parecía a su caligrafía pequeñita, pero clarísima con la que anotaba las compras de sus clientes, con sus precios, cantidades y fechas en su libreta. Vestía siempre de riguroso luto en memoria de su marido muerto tempranamente que no alcanzó a darle un hijo, pero, en su lugar, le dejó un ahijado muy parecido a él. El almacén de la señora Basilia, situado en una de las salidas -o entrada- del pueblo, se le conocía como «El boliche», aunque más apropiado sería llamarlo «La aduana», porque nadie que entrara o saliera escapaba de su control. Su propietaria estaba todo el día apostada detrás del mostrador, en medio de mercaderías procedentes de los cuatro puntos cardinales: yerba mate del Paraguay guardada en olorosas barricas; especias asiáticas; conservas con nombres extraños; alpargatas; clavos; harina en quintales; aceite; cajas de velas o caramelos en frascos transparentes para tentar a los niños. No cerraba nunca, salvo para ir a misa los domingos, vestida con un traje negro finísimo, sombrerito de malla negra que le cubría los ojos y parte de su cara, caminaba derechita por la vereda, trazando una línea recta por la que volvía sin salirse un centímetro. De vuelta de la iglesia cambiaba sus prendas por otras igualmente de luto y retomaba a su puesto en el mostrador, saludando y siendo saludada. Los campesinos llegaban con sus carretas a venderle sus productos y si les faltaba dinero para cubrir sus compras, ella les fiaba, anotando el monto en su famosa libreta con su letra conocida en los lugares más apartados hacia el poniente. Nadie había dejado de pagarle ni faltado el respeto a pesar