Название | Firma con mi nombre |
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Автор произведения | Héctor Caro Quilodrán |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789568675905 |
—¿A dónde va? Ese no es el camino, señorita.
Escuchó, sin atreverse a mirar atrás. Atravesó el jardín de vuelta, pisando sus propios huesos, no las piedrecillas del sendero. ¿Dónde estaba, Genovita? Ya me estaba preocupando. Era Meche quien preguntaba, no la de ahora, sino su madre, porque su deber era cuidarla. Eso decía siempre con mucho orgullo. Lo dijo también antes de morir, dejándole de herencia a su hija con su mismo nombre para que la siguiera cuidando. Es ella, quien, ahora encarnada en su hija, le da la bienvenida a los niños, mientras se seca los ojos humedecidos con la punta de su delantal de eterna cocinera. ¡Oh, la vida no es más que una rueda que gira en torno al mismo centro! Ahora lo ve cuando ya no le quedan ojos. Escuchó abrirse una puerta a lo lejos. Es Elías, el jardinero, seguido de Jacinto. Voces presurosas suben la escalera, las de Bárbara, Adela, también la de él, que viene cuando no puede ofrecerle más que un cuerpo reducido a un mapa de estrías, manos escondidas debajo de guantes de seda, viene ahora a su encuentro, cuando es pura levedad, una que solo soporta recuerdos y sin poder controlarse pronuncia su nombre:
—¡Franciscooo!
—Madre, es Cristian —dijo Bárbara, encendiendo las luces.
Genoveva, apoyada en los almohadones, estiró sus manos para aferrar el vacío. Su pelo plateado resalta sobre los almohadones y los arabescos de la colcha de damasco se enredan en sus manos, haciéndola parte de una estampa que representa la vejez, una sin miedo ni desesperación, aclarada, aclarándose.
—Soy Cristian, abuela —dijo un joven con la altura de la adolescencia.
—Oh, Cristian, has cambiado la voz…me recuerda a una persona.
—Abuela, ya está con sus confusiones —y la besó.
—Te has convertido en un hombrecito, hasta con barba incipiente —rió, pasándole sus manos por las mejillas.
Cristian, rojo, dijo:
—Soy el mismo, abuela.
—Y yo, Adelita —se adelantó su nieta girando sobre sus talones.
—Déjame besarte, preciosa.
—Ya, es suficiente por ahora, mañana tienen todo el día para conversar —dijo Bárbara y apagó las luces, menos la del velador.
La suave luz de la lámpara acarició su rostro como si fuera una mano, sensación que le trajo ciertas palabras de Francisco: «El amor deja una cicatriz». Ella había replicado: «Es una herida, entonces». Y él agregó: «Pero la más hermosa de todas». ¿La herida o la cicatriz? No se lo preguntó. Al día siguiente cabalgó hasta el final de sus dominios. Regresó galopando como si las espaldas de Francisco fueran la meta de su carrera. El caballo sudaba; ella también. Cuando llegó subió a su cuarto. Ordenó agua caliente. Con la bañera a punto se sumergió en ella, sintió cómo el agua la cubría bajo un mar de espuma, siendo invadida por una sensación de abandono, mientras su cuerpo se hacía pez, con su propia vida, escapándose y, antes de que se fuera, dejándola con la añoranza de su existencia, emergió del agua, atrapándolo con la toalla, aprisionó su calor, recompuso sus latidos, poniéndose de pie, de nuevo entera, hecha una, frente al espejo empañado por el vapor del agua, trazó en él, inconsciente, la cruz sobre su superficie, sacrificó su cara a su signo, signo que se transformó en barrotes de una celda, viéndose prisionera, bajo la mirada de los retratos de sus antepasados, severos, rígidos, imponiendo autoridad, temor, poder, conceptos que su padre quiso representar en la casaquilla de los jinetes de Cantarrana, pero las ranas se impusieron como los símbolos para ser paseados victoriosos por los pura sangre en los hipódromos. Borró la cruz y en su lugar se encontró con los ojos de alguien hablándole desde las aguas del azogue: «¡ve a verle!» La toalla cayó al piso, de sus pies nació su propia escultura puesta allí para ser contemplada, joven, naciente hacia el futuro. «Ve a verle», insistió su otro yo, con su piel brillante, pelo húmedo, mejillas tersas, encendidas, recto el tabique nasal, ojos grandes. Así fue. Esa imagen conserva. «¡Oh, Dios, qué cosas tenía guardadas!». Las puertas se cierran. Ya no hay signos de vida en la casa. Los niños dormirían cansados después del largo viaje. Meche se habría ido a la cama, dichas sus oraciones. El chofer estaría por ahí, inquieto, fumando quizás antes de acostarse. La casa duerme; ella recuerda. ¿Qué hora sería? Solamente el pitazo de los trenes, el relincho de los caballos le recuerda el paso del tiempo. Esa misma noche, una distinta a todas, con el pelo recién lavado, con olor a jabón, esencias en el cuerpo, bajó al jardín, cruzó sus senderos en dirección al haras. Salía luz por el despacho de Francisco. Allí lo vio absorto. Dos líneas recorrían su frente limpia y amplia. Sus manos reposaban sobre la madera del escritorio. ¿Qué pretendía ella? ¿Buscaba lo inesperado por si desde él nacía lo nuevo?
—¡Señorita! —exclamó él al verla de pronto surgir casi de la nada.
Ella no supo si avanzar o darse vuelta, si dijo algo, lo dijo con los ojos. Escuchó el tren cruzar la noche en su punto culminante, cuando las ruedas detenidas por los frenos, hierro contra hierro, revientan en una lluvia de chispas. Dio media vuelta y regresó asustada. Las primeras voces le llegan por la mañana. La de Juan, uno de los caballerizos; la voz inconfundible de Eugene; la de Bruno. El relincho vital de los potrillos da comienzo a la jornada. Meche, lejos, abre grifos, llena con agua su tetera gigante. Escucha los pasos tenues de Brunilda, sabe que tocará la puerta suavemente y dirá: «soy yo, señora». ¿Cuántos años lleva Brunilda con ella? Toda su vida. Si nació prácticamente en esta casa. ¿Quién es su padre? ¿Qué fue lo que dijo Zuni cuando mostró su embarazo? Que un afuerino la había dejado con «encargo». Afuerinos eran aquellos hombres que trabajaban días, semanas, meses y se iban, dejando tras sí un hijo en el camino; Brunilda fue uno de ellos, o, a veces un muerto con arma blanca. Brunilda preparó su baño. La espuma volvió a borrar su cuerpo menudo, ya no se iba como antaño en busca del mar, reducido a nada, pero aún así, le hacía falta, porque solo bajo su escasa sombra, podía dormir y sacar de su pozo casi seco la última agua para mojar las palabras que le quedan por decir, entonces, cuando esté completamente seco, ella se diluirá como sal en otra agua que no conoce. Ya limpia, perfumada, se creyó joven como Brunilda, pero al mirarse a sus manos, volvió a lo que era. Pronto vendrán los niños a saludarla. «¿Dónde se ubicará la memoria?», se pregunta. «¿Debajo de los párpados, por lo visto; debajo de la piel, por las caricias o en la saliva, por las palabras dichas?». Esa mañana al despertar creyó haber soñado, solamente en sueños podía escabullirse de la servidumbre sin ser descubierta. Se miró en el espejo. Era la misma, pero con otra mirada. Se dijo: «ensillaré de nuevo mi caballo para ir a su encuentro». No pudo ser. Sus padres regresaron. Volvió a su habitación lejos del picadero. Recibió muchos regalos: trajes nuevos, zapatos, sombreros y su padre anunciaba una fiesta para celebrar su arribo a Cantarrana. Con su madre tenían un rito. De frente, ambas de pie, se tocaban con las yemas de los dedos, extendiendo sus brazos. Las dos eran una copia cortada por la misma tijera. Daban unos pasos en una especie de ballet, al ritmo de la respiración