construido por él mismo, con una barba blanca, rodeado de los doce apósteles esculpidos con sus propias manos. Su madre se hizo cargo del cadáver y, por primera vez, le vio el famoso chivato pecador, -debía creerle porque, quizás, ella también le conoció los secretos al hombre-, con las cicatrices dejadas por los dientes de Tegualda, cuando los tuvo, reducido a una miseria inútil. Su mujer y su hijo no derramaron lágrimas al enterrarlo. Raimundo, el vástago, quedó como cabeza de los culebrones. Su mamita Meche conocía a los Pérez-Azaña al revés y al derecho, y lo mismo cada rincón de la casa, hasta el más lejano, solo visitado por los ratones. No por nada cuando era ama de llaves, función que solamente se le concede a personas de extrema confianza, el llavero no se lo quitaba de encima, su sonido la acompañaba cuando hacía sus rondas nocturnas, comprobando si las puertas estaban bien cerradas. ¿Qué habrá sido de su manojo de llaves? Los contínuos cambios de puertas y reparaciones del niño Raimundo deben haberlas dejado inútiles, porque le dio por echar abajo lo hecho por su padre, borrar sus huellas, aunque él, por ser su hijo, era la más importante. Trajo carpinteros, albañiles, con los cuales discutía por querer hacer las cosas a su manera. Cuando ordenaba disminuir la altura de las torres, se las hacían más altas; cuando pedía sacar las ranas de las escaleras, le colocaban más. Los tildaba de desobedientes y los maestros alegaban que los entuertos se debían al espíritu de los culebrones opuestos a todo tipo de cambios. Don Raimundo, borracho, se iba a la biblioteca a insultar a don Dionisio de las Marías pintado en tres retratos: de joven, de libertino y de santo. Una vez los quiso quemar, no se atrevió, le dio miedo cuando pensó que podría encontrarse con los tres Dionisios en la otra vida, le dijo su madre, repasando las cuentas del rosario por las noches. Don Raimundo se casó con su prima Sofía solo para acrecentar Cantarrana con las tierras del vecino y así llegar a ser más poderoso que su padre. La rueda de la fortuna fue generosa con él, pero lo castigó con sus hijos. Su primogénito ni siquiera lloró al nacer. Era un monstruito sin cerebro. A doña Sofía, inconsciente a causa de sus dolores, no se lo pasaron, se lo dieron por muerto. Su madre Meche se hizo cargo de él, lo recibió en sus brazos y se esforzó tanto en cuidarlo que el niño vivió dos días más y le puso por nombre Inocente. Don Raimundo sacó de noche el bultito muerto, enterrándolo en alguna parte de Cantarrana. Eso creía su madre. Cuando doña Sofía quedó encinta de nuevo fue tratada con puro algodones. Esta vez dio a luz a una niña sana, rojita, con llanto y pataleo. Don Raimundo dio gracias al divino por no castigarlo con un hijo fallado. Esa niña se llamó Genoveva y pasó a ser el tesoro más preciado de los Pérez-Azaña y con razón: no hubo ningún otro hijo. Su madre Meche fue el perro guardián de la familia, los vio nacer y morir, y ella, como buena hija, continuó sus pasos con la misma lealtad hacia sus patrones. La muerte de don Raimundo fue memorable, cómo no recordarla, si ocurrió cuando llegaron esos cantantes hablando a gritos en lengua de gitanos. Se construyó, para la ocasión, un escenario en el jardín, con una carpa al lado del magnolio, llena de refrescos, vinos, mistelas, canapés. Los invitados -¿quizás doscientos o más?- colmaron el lugar. Aparecieron todos los Urruztía. La señorita Paulina se hizo presente con su marido e hijos. Llegaron los Benavente, los Subiabre, el alcalde, el cura, hasta los Cotapo, quienes no aceptaron la ayuda de los Pérez-Azaña cuando se les quemó la casa, por puro orgullo, pero la novedad de los cantantes italianos los hizo olvidar por un momento las afrentas sufridas por sus mujeres en manos de Dionisio de las Marías. Don Raimundo, que ya cojeaba, quiso darse un gusto ese día. Los pulmones le silbaban, pero aún así sacó fuerzas para dar la bienvenida a sus invitados. Él mismo dio la señal para iniciar la opera de Sansón. Ese pobre hombre daba alaridos de dolor, berridos atronadores como los del cerdo cuando le clavan el cuchillo en el cuello. La música atronaba, nunca en Cantarrana se había escuchado algo parecido. Al final el templo se vino abajo. El susto del público fue grande como si fuera un terremoto. Tal vez don Raimundo se identificó con Sansón y, ya sin fuerza, felicitó a los cantores, quienes le pagaron cantándoles unas canciones muy bonitas, llenas de emoción. Esa misma noche murió don Raimundo. Los invitados habían venido a una fiesta y terminaron quedándose para el velorio y al entierro del anfitrión. Don Raimundo murió con ruido. En cambio, doña Sofía se fue calladita, como fue toda su vida. Y, al poco tiempo, su mamita también murió, dejándole a ella en su remplazo. Pronto le tocará el turno a doña Genoveva, porque nadie es inmortal. Ella, fiel al legado de su madre, continuó sirviendo dentro de estas cuatro paredes sin salir de ellas; su madre las dejó solo dos veces en su vida, la primera fue para la foto de la inauguración del criadero, es ella la que está detrás del cura Parada, conocido como el «Potro Parada» por tentarse con las devotas y la segunda fue cuando cuando el hijo de los Arruztía, Pablo, andaba detrás de Genoveva. Al comienzo este Pablo le cayó bien y hasta rezó para que hicieran una buena pareja, pero muy pronto se dio cuenta que los Urruztía buscaban solamente la riqueza de los Pérez-Azaña con engaño e hipocrecía, tratando de llevarse a Genovita para su corral, quiso borrar lo rezado, algo que se hace rezando de atrás para adelante para sacarle el Demonio a los poseídos y no fue capaz. Ella jamás había puesto un pie fuera de la casa, ni siquiera ha ido a la estación estando muy cerca, pero la conoce al dedillo gracias a su imaginación, lo mismo pasa con las calles del pueblo, igual sabe donde vive la gente y con quién, sabe quién muere, quién nace, quién le pone el gorro a quién. No necesita conocerlos personalmente, para saber quiénes son llegado el momento. Eso le pasó con el notario, cuando le abrió la puerta, le dijo «pase, señor Evaristo», al viejito se le cayó el monóculo de saberse conocido hasta por la cocinera. ¿Cómo sabes tanto, Meche? le preguntó una vez Brunilda. «Muy sencillo, le respondió, todas las personas tocan la puerta de los Pérez-Azaña cuando necesitan algún favor ya sea por plata, por una recomendación, por un trabajito, por las malas cosechas. Yo veo, escucho y callo. Hasta conozco cada árbol de la plaza. Ahora lo sabes, niña preguntona». Cuando moría un conocido, lo lamentaba, acompañándolo con el pensamiento en su funeral. Nunca sintió necesidad de hombre. Eso no le impide saber qué es el amor, de oídas al menos. Gracias a Dios se había librado de los hombres que buscan a las mujeres para una sola cosa. La chiquilla del lavado, sin ir más lejos, perdió su pega por tentarse con el chofer. ¿Dónde estaría ahora? Por ahí lavando lo ajeno para alimentar a Ovidio, un flojo descarado que robaba cosas de la despensa, cuando ella le hubiera dado conservas, fideos, porotos e, incluso, unos pesos si se lo hubiera pedido con buenas palabras. Ella no ha pasado hambre. No podía quejarse, ni necesitaba pensar en su sepultura. Sus huesos, llegado el momento, se irán al panteón de los Pérez-Azaña, donde ya reposan los de su madre, porque donde se sepulta al patrón, se entierra también al criado, así lo dispuso la señora Genoveva. «Esta casa es tu casa y así será hasta tu último día», le aseguró y su palabra vale y la dejó establecida en su testamento. A su madre Meche no le gustaban los cambios y a ella tampoco. Por suerte, la viejita no alcanzó a ver la piscina en el jardín, le habría dado un patatús y más al descubrir a las visitas en paños menores. La palabra «visitas» le recordó a Francisco y el viaje a Europa de Genoveva con su madre. Fue en un período con muchas visitas cuando pasó algo entre Genoveva y ese tal Francisco. Su madre lo sospechó, le dijo, cuando salió a buscar a su gato en la noche y vio una sombra pegada al muro, le dio mucho miedo, pensó en un espíritu, quizás era el alma del monstruito Inocente que andaba penando, pero no, era la señorita Genoveva. Su mamá tenía un olfato muy delicado para saber cuándo una mujer se chiflaba por un hombre. El tal Francisco debió de haber sido buen mozo, capaz de dejar húmeda a una mujer con solo mirarla. Era raro que doña Genoveva a esas alturas de su vida pronunciara su nombre, pero como se dice que los niños y los viejos no mienten, algo debe haber de cierto. No hacía mucho vio al doctor hablar con Bárbara en voz baja. La señorita se puso triste. Si se muere doña Genoveva lloraría mucho, pues qué pasará si no está ella. La señora Genoveva vivía de sus recuerdos, que los tiene y muchos, no como ella que no ha sido quemada por las llamas de la vida, tan solo ha sido chamuscada un poco al vivir dentro de los muros de la casa de los Pérez-Azaña. Nació en esta casa para servir a los Pérez-Azaña y eso no se paga con dinero, así se lo dijo agradecida la señora Genoveva y con sus cinco sentidos en orden, agregó para dejarla más tranquila: «seguirimos juntas en la otra vida». Y más encima recibía mes a mes unos pesitos que los ahorra en el banco gracias a la ayuda de Barbarita. Esa niña la quería como si fuera su madre y en cierto modo lo era: cuando bebé le cambió los pañales, le secó las nalgas, solo le faltó amamantarla, pero la consoló con sus pechos cuando echaba de menos los de la señora Genoveva, secos