Firma con mi nombre. Héctor Caro Quilodrán

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Название Firma con mi nombre
Автор произведения Héctor Caro Quilodrán
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789568675905



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se secó la frente y se acordó de algo.

      —¿Pusiste un cubierto extra, Brunilda? —preguntó.

      —No lo olvidé, aunque tengo mis aprensiones. ¿Qué cree usted? ¿Vendrá el hijo de Juan?

      —Tengo el pálpito de que sí. ¿Lo sabe la señora Genoveva?

      —Sí, está chocha con su nieto. Le consiente todo. Dice cosas que no le entiendo, parece que no solo está casi ciega, sino que también se le iría la memoria. A Cristiancito, lo confunde con un Francisco. ¿Sabe de quién habla?

      La mujer no respondió.

      —¿Pasa algo?

      —Nada, chiquilla, pensaba en el nombre de Francisco.

      —Me voy, Meche, le contaré los entretelones después de la cena.

      —Si sobrevives a ella —dijo la cocinera, pasándose la mano por la frente.

      «Cristian prefirió ir a pescar y no acompañarla donde las Subiabre, una cosa así no se le podía hacer a ella», Adela, refunfuñaba, ofendida. Cuando visitó sola a las Subiabre, lo primero que hicieron fue preguntarle por él, dónde estaba, qué hacía, si estaba agripado... Acaparó toda la atención sin estar presente, tuvo que inventar una excusa para justificar su ausencia que las tontas creyeron a pie juntillas. «No, no bajaría a cenar. No celebraría las dotes de pescador de su hermano y menos compartiría la mesa con el hijo de un caballerizo. Nunca se había visto algo semejante». Su enojo se lo demostraría no yendo a cenar. Pero tocada por un rayo se dio cuenta de que podría reírse en sus narices cuando ese Manuelillo, -ya lo estaba viendo-, no supiera cómo comportarse en la mesa. No sabría cómo usar los tenedores, cuchillos, cucharas, copas y, avergonzado, bajo la mirada de los comensales, rompería en llanto y abandonaría la mesa. Tras sí, dejaría solamente olor a pescado y a lombrices. ¿O qué diría Cristian si el tal Manuelillo sorbiese la sopa directamente del plato, secándose la boca con el reverso de la mano? Miss Winter, que no dejaba pasar las malas costumbres, no diría nada, pero lo mataría con su mirada pedagógica. Ella, en cambio, sería generosa. «No es tu culpa, hermanito querido», diría. Y, luego, hasta alabaría su altruismo. «Pero hay un límite y tú lo sobrepasaste», lo increparía con el dedo levantado. «Ya ves cuáles son las consecuencias».

      Bajó de su habitación dispuesta a pasar un rato memorable en torno a la mesa. La señorita Winter sentada ya junto a la vieja chimenea de piedra anotaba algo en su diario de vida. Ella ocupó un sillón y esperó hojeando una revista de moda. Cristian asomó doradito y guapo. Detrás llegó la tía Bárbara con una amplia falda de media estación y una blusa con lunares negros. «¿Qué hará Cristian si el tal Manuelillo no asoma su nariz?», pensaba mientras miraba sin leer la revista. El reloj dio la hora. «El tal Manuelillo no viene», se dijo y cerró la revista. Brunilda, en ese momento, anunció su presencia.

      —Ve a buscarle, Cristian —ordenó Bárbara.

      Cristian volvió con Manuel calzado con los mismos zapatos con que fue a pescar, lustrados nuevamente y la misma camisa lavada y secada contra el tiempo.

      Pasaron a la mesa. A Manuel lo ubicaron al lado de Cristian, al frente de Adela.

      Brunilda, de uniforme y con el pelo tomado en un precioso moño, sirvió el primer plato: sopa de espárragos. Adela esperó atenta la reacción de Manuel, mientras por debajo se frotaba las rodillas. No se resistió a decir:

      —Te esperamos, Manuel.

      —Perdón, señorita —contestó y cogió la cuchara de la sopa. Se la llevó a la boca tal como le enseñó don Olaberry, preguntándole a la miss:

      —¿Viene usted del mismo país del señor Olaberry?

      La institutriz, sorprendida con la cuchara a medio camino de la boca, dijo:

      —No, soy inglesa.

      —Miss Winter lleva muchos años con nosotros, ha llegado a ser un miembro más de la familia —Bárbara puntualizó.

      —Así es —reafirmó Cristian.

      Miss Winter miró con ojos agradecidos a quienes les había entregado su juventud y, después, se fijó en Manuel.

      —Y tú, ¿de dónde eres? Entiendo que no naciste en Cantarrana.

      —Me siento como si fuera de aquí —y se secó los labios con la servilleta.

      —Tiene una hermana —contó Cristian.

      —¿Quién es? —Adela se arrepintió de la pregunta.

      —Era una de las chicas que lanzaba pétalos al público en la fiesta —contestó su hermano.

      —¿Cómo lo sabes? —otra vez la curiosidad traicionó a Adela.

      —Lo comentó la señora Josefina —Cristian disolvió la mentira, revolviendo la sopa.

      Bárbara hizo sonar su pequeña campanilla. Brunilda retiró los platos. Cuando volvió, traía el salmón al horno servido en hermosos platos con sus guarniciones, oloroso, bello a la vista. Adela no se sirvió, para ella habían dispuesto otro guiso.

      Manuel no se equivocó, tomó el cuchillo y tenedor correctos, bajo la mirada inquisidora de Adela.

      —Un brindis por la faena del día —Bárbara levantó su copa, exhibiendo la piel blanca de su brazo y el ángulo de su axila.

      Manuel hizo uso del agua manil, mojando la punta de sus dedos y se los secó con la servilleta.

      Miss Winter comentó cada uno de los trozos de salmón que se llevó a la boca.

      A la hora de los postres, Brunilda llegó con frutas y helados de lúcuma con sorbete de guinda.

      Manuel disfrutó cada porción de helado, su paso fresco por la garganta, la deliciosa sensación de lo dulce mezclado con el sabor un tanto ácido del sorbete.

      —¿No le parece, señorita Adela, que es un helado exquisito? —preguntó Manuel con los labios enrojecidos y los ojos llenos de placer.

      Adela se olvidó de su encono. El rostro bondadoso de Manuel, sin mancha, la desarmó.

      —Cuando Meche está de humor hace cosas deliciosas —dijo, sonriendo.

      —Hay que darle las gracias por sus helados —repuso Manuel.

      Manuel se retiró terminada la cena. Se llevó en su boca el sabor del salmón adobado en sus propios jugos y la frescura del helado. Cristian lo dejó en la puerta. Ya afuera, Manuel se percató que de nuevo no había mirado cómo era la casa por dentro, ocupado en conocer a sus moradores.

      Meche lavó la cocina con jabón y lejía, luego la fregó con cenizas. El olor del animal del agua desapareció, no así de sus pensamientos, sentándose, rodeada de sus ollas de cobre reluciente, se acordó de su madre. Por ella sabe gran parte de la historia de los Pérez-Azaña. Su madre no era nada de tonta, sabía escuchar y grabarse en su memoria lo oído, lo visto, igual que ella, por algo son como una gota de agua, según la señora Genoveva y tienen el mismo nombre. Todo comenzó con un caballo traído de las Españas -un país de gente atormentada, así dicen que son-, con ese caballo, como único capital, el primero de los Pérez-Azaña cultivó estas tierras, taló bosques, persiguió a los indios, pero terminó ahogado durante un invierno muy crudo, solo hallaron la mitad de su cuerpo y la otra se convirtió en culebrón. Eso lo sabe todo el mundo y desde entonces a los Pérez-Azaña se les conoce como «Los culebrones». El segundo culebrón construyó la primera casa patronal con adobes de un metro de grosor. El tercero la agrandó más, le agregó un cepo a donde iban a parar los castigados por robo o los borrachos. Aplicaba justicia con sus propias manos, a su modo: unos días de encierro o unos azotes bastaban para poner en orden a su gente. Así eran las cosas. Las reglas eran muy claras. El de arriba siempre arriba y el de abajo siempre abajo. Un rayo quemó el mentado cepo, pero su madre le dijo que eran puras mentiras porque fueron los campesinos quienes le prendieron fuego y le echaron la culpa a un rayo. El rayo fue real, pero cayó en