Firma con mi nombre. Héctor Caro Quilodrán

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Название Firma con mi nombre
Автор произведения Héctor Caro Quilodrán
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789568675905



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unas tras otras. La presencia de su padre, grande, imponente, con sus mejillas rojas, siempre agitado, colmaba los espacios, dando órdenes y contraórdenes, para caer desplomado y dormirse y despertar preguntando por ella, con amor y un dejo de tristeza en la voz. ¿Por qué? Más tarde lo entendió. Los Pérez-Azaña terminaban con ella. Ella debió haber sido hombre para prolongar el apellido. Su alegría más grande era verla vestida de amazona arriba de un corcel. Ni las pesadas cortinas ni las alfombras pudieron ahogar los pasos de la familia Urruztía cuando hicieron su ingreso a la residencia, encabezada por doña Alonsa, de piel blanca, nariz aguileña, pesado collar de oro en torno al cuello, una cinta de color verde le subía el pecho de matrona y a su lado su marido, detrás venían su hija Carlota y Pablo, su hijo, que había suavizado la forma de la nariz de su madre. La vieja Meche los encontró divinos y se lo confidenció como buena observadora de cada detalle concerniente a su persona cuando se vestía para la cena con la cual su padre se celebraba a sí mismo rodeado de «su gente», así llamaba a sus amigos y no tantos a los que invitaba a su mesa para deslumbrarlos con alguna sorpresa solo conocida por él. Su corazón latía de un modo distinto en la mesa, rodeada de las familias más tradicionales de Cantarrana. Pablo se ubicaba a su lado; al frente doña Alonsa, celebrando cada salida del anfitrión con risas y comentarios. A los Urruztía se les conocía por su calidad de comerciantes. A ellos, los Pérez-Azaña y a los Vegochea, las dos ramas de la familia, por el lado paterno y materno, no se le hacía este tipo de preguntas. Todos sabían que la fortuna de los Pérez-Azaña provenía de los buenos tiempos de la agricultura y la minería, invertidos en papeles, propiedades y dueños de la mejor tierra. Todos habían estudiado internados en colegios religiosos, con profesores, tutores privados; no necesitaban más, el resto se aprendía conociendo y el dinero, por alguna ley vinculada con la ley de los imanes, siempre atraía al dinero y lo multiplicaba. «Cuando se nace con cuchara de oro en la boca, ya no se puede usar otra», se solía decir en las cenas. Ella misma era un buen ejemplo: estudió con las monjas y su pasión por los pura sangre venía de antaño y en cuanto a la ópera, se la inculcó su padre quien la descubrió en Buenos Aires, en su único viaje al extranjero. El sonido de la cuchara contra el cristal detuvo la conversación en la mesa. Su padre pidió silencio para retirar el velo de un objeto a sus espaldas. Era su última adquisición. El más moderno de los gramófonos visto hasta entonces en Cantarrana. Uno de los Benavente preguntó, ingenuo o por hacerse el gracioso, si era un instrumento para hacer longanizas, indicando con el dedo la bocina del instrumento, pero se arrepintió cuando vio el ceño duro de su padre, quien, con gesto propio de mago, colocó el disco sobre la plataforma y la aguja buscó el surco. Cuando parecía que no funcionaba, una voz maravillosa inundó el recinto.

      —¡Es el gran Caruso! —exclamó su padre.

      Esa voz voló por los rincones de Cantarrana. Ella pensó en Francisco. ¿Lo habría alcanzado también a él la fabulosa voz del cantante? A ella, esa voz le tocó el corazón con una palabra en especial: «lágrima». Una lágrima furtiva tal como lo decía la letra, pero llorada hacia adentro. Doña Alonsa cantó a capella para hacerse notar a los ojos de su anfitrión. La velada terminó muy tarde. Pablo se despidió besándole la mano. ¿Qué hizo los días siguientes? A Francisco no lo vio por el camino ocupado en atender los requerimientos de su padre. Su prima Paulina se casaba por esos días. Fueron a la boda. La palma de su mano roza, el relieve del cobertor y sus líneas la llevan hacia esos días de boda, música, danza, tertulias, veladas en el Teatro Municipal. Sus padres no pensaban en fijar fecha de regreso a Cantarrana. Eran así cuando algo les gustaba, se quedaban mientras el gusto les durase, porque para las cosas triviales estaba el capataz, los peones, el contador, don Olaberry, la servidumbre. Cierra los ojos, por sus párpados pasan las imágenes. Su padre, una vez ahíto de la capital, decidió volver. Al despedirse de la familia y de los amigos, les recordó a viva voz desde la pisadera del tren que los esperaba para su «veranazo» en Cantarrana, expresión muy propia de su vocabulario para designar las cosas de acuerdo a su genio y gusto. Mucha gente ha pasado por Cantarrana: senadores, obispos y más de un presidente de la República ha dormido la siesta en sus dominios. De pronto, escucha voces, pasos, acercándose. ¡Son los niños! La abrazan, la besan, quieren hacer muchas cosas con ella y para ella, pero les pide solamente: «pongan el gramófono, antes de retirarse». La música toma posesión de su cuarto. Las cuerdas la mecen, los bronces la levantan por el aire, la voz del cantante la crucifica a sus huesos. Se ve volando por el aire, sobre el paisaje conocido entre la vía férrea y el cementerio clavado con cruces a la tierra parda, donde el mausoleo de los Pérez-Azaña sobresale por sus dimensiones. La música se apaga. Volvieron a Cantarrana. Despertó con Meche a su lado al otro día. Le traía el desayuno a la cama para que le contase las cosas bonitas vividas en la capital. Una vez satisfecha su curiosidad, preguntó por el señorito Pablo con cierta malicia. Su caballo «Paloma» la esperaba ensillado, un mozo la ayudó a montar, cogió la brida y cabalgó hasta el final del camino con la esperanza de encontrar a Francisco. Llegó de nuevo a la línea de eucaliptos y se volvió. Distinguió las espaldas de Francisco, galopó para alcanzarlo, el viento peinó sus cabellos y sintió la sangre del animal pasar por su venas y tocarle su piel. Cuando estuvo a su altura, quiso contarle cómo había sido la boda de su prima, pero él, nervioso, apuró el paso cuando vio a su padre conversando con el capataz casi en medio del camino.

      —¡Señorita, no bajamos de los 38 grados a la sombra! —dijo como si la casualidad los hubiera puesto allí en ese momento.

      —¡Tanto calor que hace! —exclamó su padre.

      —Sí, patrón, la tierra tiene fiebre —replicó prontamente el capataz.

      —Genoveva, ponte sombrero —ordenó su padre—; estos solazos derriten el seso a la gente.

      El silencio inunda la casa. Los niños han salido. Se frota la yema de los dedos, los entrecruza, nota su rigidez al hacerlo. Una vez más la consumió la osadía. Buscó la complicidad de las sombras en busca de la puerta del haras. A mitad de camino, sus fuerzas flaquearon. Volvióse antes de ser descubierta. Ahogó un grito en el jardín cuando vio dos luces incandescentes impidiéndole el paso: eran, por suerte, los ojos del gato de Meche. Al otro día, encontró una vez más a Meche a su lado como si viniera saliendo de sus sueños. «Señorita, perdone, le traía su desayuno». «Dormí mal, Meche». «Yo también. Mi gato desapareció y lo encontré aullando en el jardín; debe ser este calor el que lo pone inquieto. El capataz dice que la causa es la sequía; yo creo que nos caerá un chaparrón o bien tendremos un temblor». Meche tuvo razón. Se desató una tormenta de verano. Cayó una verdadera tromba de agua sobre la tierra sedienta, cerrándole sus heridas. Las plantas se enderezaron, las hojas se abrieron. Su padre gritó de alegría, llamándola:

      —¡Ven a mojarte conmigo, Genoveva!

      Ella le hizo caso y gritó mientras el agua la mojaba. Necesitaba danzar, dar vueltas, correr. Paulina fue la primera en llegar para el «veranazo». El mozo la fue a buscar en el Landó, el más elegante de los coches de Cantarrana, con la heráldica de la familia grabada en sus puertas. El estilo del carruaje debe haber influído en ella porque se bajó diciendo que le había hecho recordar el día de su boda y, haciendo alusión a su vientre, dijo:

      —Vengo con novedades, prima: ¡seré madre! Necesito aire, descanso y escuchar a este pajarito.

      —Mientras lo haces —respondió su marido, un luterano, algo muy raro en su medio—, me gustaría visitar el haras, tío Raimundo.

      —Eso lo haremos cuando vuelva Francisco —adujo el padre—. Lo mandé al Club Hípico con mis últimos ejemplares. Ella sintió un sobresalto al escuchar el nombre de Francisco. Le dolió cómo lo nombró, como un simple subalterno. Más tarde llegaron los Benavente, los Subiabre, los Meléndez y muchos más cuyos nombres no recuerda. Los últimos fueron los Urruztía, otra vez comandados por la madre del clan. Pablo, al darle la mano, atenazó la suya. Su padre puso la mano en su hombro y lo llevó a la biblioteca, «a conversar cosas de hombres». Ella no sabía que su nombre estuviera presente en las conversaciones de ambos. La noche la pasaron en el jardín. Entonces su diseño era distinto al actual, contaba con una fuente hacia donde convergían los senderos, pero su aroma sigue siendo el mismo, salvo cuando los hombres fuman. Al otro día se desplazaron al estero en un desfile de coches. Su prima Paulina lo hizo