El castillo de cristal I. Nina Rose

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Название El castillo de cristal I
Автор произведения Nina Rose
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789561709249



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sintió cómo Ánuk se erguía, orgullosa. Sonrió para sus adentros.

      —Es la mejor —suspiró—. ¿Dónde estoy? ¿Qué pasó?

      —Estás en el campamento que ayudaste a salvar —sus ojos habían comenzado a enfocarse mientras miraba al hombre—, aún no sabemos si alguien te aturdió en medio de la confusión o si te desmayaste simplemente. ¿Recuerdas algo? —dijo mientras le entregaba un cuenco de sopa, que Rylee rápidamente aceptó.

      “El frío”.

      —No, lo siento. De repente todo se fue a negro.

      Su vista ya estaba bien. Observó al hombre a su lado; no parecía demasiado mayor, quizá unos cuarenta años. Era robusto, cabello castaño entrecano y vestía un sencillo traje de campesino. Su único rasgo destacable era una serie de marcas que bajaban por un costado de su rostro

      —¿Es un mago?

      El hombre rió.

      —Bueno, ya no vivo con los de mi Orden, pero sí, soy un mago.

      Rylee se enderezó en la cama para ver mejor los símbolos, frunciendo el ceño llena de curiosidad. El mago la miraba, fascinado con su actitud.

      —Defensa y Protección, ¿es un Especialista? El grabado de Pociones esta hecho solo a medias —dijo la muchacha, indicando los símbolos.

      Eso dejó al mago aún más sorprendido. ¿Cómo sabía una niña leer el maggena?

      —¿Cómo supiste eso?

      —Lo leí una vez, en unos antiguos manuscritos de magia básica traducidos. Memoricé algunos, para distinguir...

      “Para distinguir cuando estaba frente a objetos de magia falsificados”

      El hombre esperaba que la muchacha continuara, pero Rylee, después de titubear, calló y bajó la cabeza, un tanto avergonzada.

      —Está bien —susurró el hombre—, no tienes que hablar ahora. Pero el general querrá que le cuentes todo, así que te recomiendo que pienses en lo que le dirás. ¿Puedes levantarte?

      —Sí, por supuesto —respondió incorporándose con cautela.

      —Bien, sujétate de mí, te llevaré.

      —No, gracias. Si lo necesito, me sujetaré de mi loba —avanzó hacia la salida de la enorme carpa. Había caído recién en cuenta de dónde estaba y tomó nota de todo: las estanterías con libros, los frascos con líquidos y, supuso, ingredientes para pociones; los pergaminos, la armadura a un costado de las mantas en las que había estado y el báculo que acababa de tomar su cuidador.

      —Bien —la actitud de la chica era extremadamente divertida y desconcertante—, entonces vamos.

      La luz de una fogata la reconfortó al salir. A su alrededor había decenas de pequeñas tiendas y un montón de personas andando de aquí para allá, puliendo armas, sanando heridas, comiendo, charlando, vigilando. Rylee trató de distinguir a que raza correspondían: había varios humanos, algunos elfos, un grupo de cinco enanos trabajando en una improvisada fragua; también, en la oscuridad, distinguió lo que creyó era un centauro, además de caballos. Frente a ella, una enorme ave pasó volando y se posó en el hombro de una mujer humana, quien desató un papel que traía en la pata y se perdió entre las tiendas.

      —¿Qué fue...? —preguntó Rylee sin dejar de mirar el ave. ¿Era lo que pensaba?

      —Es un fénix. Son excelentes mensajeros, en el campamento mantenemos unos pocos. Sígueme.

      El mago comenzó a guiarla por donde se había ido la mujer.

      —Me llamo Gwain, a propósito. Gwain Tellaris.

      —Rylee Mackenzie. Y ella —apuntó a la loba— es Ánuk.

      Gwain siguió caminando, pendiente de que Rylee no perdiese el equilibrio o se desmayase de nuevo. Pero la muchacha parecía estar bien, lo que lo dejó aún más perplejo; esa niña no era una campesina ordinaria, pero no detectaba magia natural en ella. Se fijó en cómo caminaba entre los soldados, pisando firme y sin bajar la vista cuando la miraban. No era altanería, sin embargo: era confianza. La exudaba, la trasmitía; una muchacha que no dejaba que se metieran con ella.

      Rylee intentaba no tropezarse. Aunque se había acostumbrado a las penumbras, no conocía el terreno y esperaba que Gwain no la hiciese pasar por un hoyo o algo por el estilo. Sentía a varias personas mirándola, pero no se intimidó; había recibido miradas mucho más hostiles y, francamente, desde que había visto los fríos ojos verdes del nigromante ya no encontraba nada peor.

      Llegaron finalmente a una enorme tienda, el doble de grande de la de Gwain, que era, a su vez, el doble de las tiendas de los soldados; el estandarte del Rey ondeaba afuera, donde dos hombres montaban guardia. Al ver al mago, le cedieron inmediatamente el paso, no sin antes mirar con una mezcla de desconfianza y curiosidad, a la chica y a su amiga.

      Al entrar a la carpa, tomó nota una vez más. Había dos montones de mantas, una a cada lado del lugar; una hermosa armadura, con su espada y su escudo, reposaban cerca de una, mientras que el perchero de la otra estaba vacío. Al centro, una mesa redonda de madera con el símbolo del Rey y siete humildes banquillos dispuestos alrededor. Vio mapas y algunos libros; brújulas mágicas, como la que ella tenía, y varios objetos que había visto se usaban para medir distancias en los mapas.

      Allí estaba sentada la mujer que había visto; era morena, de ojos chocolate, piel canela y complexión fuerte. Vestía ropas sencillas, de tonos oscuros y terrosos; en el cinto tenía una espada de mango azul. Frente a ella, Rylee vio al dueño de la armadura y quien supo era el que mandaba en el campamento.

      El hombre parecía ser más joven de lo que era, como todos los elfos, pero sus ojos azules contaban historias centenarias; sus orejas puntiagudas tenían una ligera curvatura en los extremos y parecían estar atentas al más ligero sonido. Al ver a los recién llegados, se levantó y Rylee vio que era robusto; era alto y su porte trasmitía majestuosidad y un innato talento para liderar.

      Rylee se sintió intimidada por él. No era miedo, sino algo mucho peor: inferioridad. Era como si alguien tan poco digno como ella no pudiese estar en presencia de alguien tan solemne.

      —Ah, Gwain —habló, con una voz masculina pero sorpresivamente cálida—, gracias por traerla acá. Ya iba a ir yo a verlos.

      —Me retiro, señor —habló la mujer morena.

      —Claro, gracias Comandante. Pasen, por favor, tomen asiento— cuando la mujer pasó por su lado, Rylee sintió su escrutinio y su desconfianza, pero intentó ignorarla. Se sentó donde le indicaban, en silencio, pensando qué decir, analizando al elfo frente a ella.

      —Bien, primero me gustaría saber tu nombre —dijo el general.

      —Rylee Mackenzie —contestó con firmeza.

      —¿Y de dónde vienes, Rylee?

      —Villethund.

      —¿Cómo supiste del ataque?

      “Bien, Rylee, llegó el momento. Sé convincente”.

      —Escuché a un par cuando estaban hablando en el bosque, en las afueras. Pasé cerca de ellos, pero no me vieron. Los oí hablar del campamento de los rebeldes que se encontraba en el bosque y de cómo habían adquirido una poción para quebrar barreras mágicas.

      —¿Y tú decidiste avisarnos por...?

      —No soy adepta al Yuiddhas. No comparto su visión. Por su causa perdí muchas cosas en el pasado y aunque nunca me había involucrado con nada relacionado a la rebelión, pensé que ya que había escuchado la información, no perdería nada con intentar advertirles.

      El general no parecía sospechar, aunque tampoco parecía demasiado convencido. Vio la duda en sus ojos azules.

      —¿Y puedo saber qué hacía una muchacha como tú sola en el bosque?

      Rylee