Más allá de las caracolas. Marga Serrano

Читать онлайн.
Название Más allá de las caracolas
Автор произведения Marga Serrano
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788416164776



Скачать книгу

puedo decirles que para mí este relato es real, mucho más real que muchas de las vivencias que he tenido estando despierta. Les aseguro que he estado en esa aldea, que he visto sus acantilados, su bosque, su mar, sus cuevas, que he convivido con sus gentes, que he sentido todo lo que les cuento… Pero sobre todo he aprendido lo que es el AMOR, el verdadero amor por la vida, por las personas, por la naturaleza, y la conexión espiritual con todo el universo, con todos los seres, con la energía presente en todo lo creado, con la fuente, con el hogar al que todos volveremos algún día… Y eso solamente se consigue a través del amor, porque el propio amor nos irá desvelando el conocimiento necesario para seguir avanzando en nuestra evolución como SER, en nuestra evolución para llegar al centro de nuestra consciencia. No hay otro camino.

      Cuando comencé a escribir esta narración, simplemente quería hacer un relato corto sobre caracolas y sirenas, es decir, desarrollar en un cuento el nanorrelato que encabeza esta introducción. Pero sin darme cuenta estaba en la página 50… hasta llegar a esto que tienen ante ustedes.

      Día a día me iba sumergiendo en la historia y tengo que confesarles, aunque es muy posible que no me crean, que en compañía de Ángela he ido también evolucionando a la par que ella y he tenido bastantes señales, conforme iba avanzando mi relato, de esa magia, a veces imperceptible, que nos rodea continuamente, esperando a que le abramos la puerta de nuestra mente. Y eso es lo que me gustaría que ustedes hicieran al leer este libro. No lo vean como un relato de ficción, porque a lo mejor no lo es. Les ruego que se sumerjan en la historia sin prejuicios, sin estereotipos. Desnuden su alma y déjense llevar por la aventura de la lectura. Métanse en la piel de Ángela y sientan a través de ella. Que lo disfruten. Solo espero haber sido capaz de despertar su interés… y su consciencia. Solo espero y deseo haberles hecho entender que hay «algo» más que lo que llamamos vida real, que la vida no es solamente lo que vemos y tocamos. Quizás en lo que no vemos es donde están las respuestas.

      PRIMERA PARTE

      El amanecer y el anochecer son mis momentos preferidos para perderme por estos grandiosos y casi desiertos parajes. Estos paseos me ayudan a desconectar del mundo cercano y conectar con otras sensaciones más espirituales, más íntimas o más emocionales mientras me dejo llevar por los sonidos del mar, el susurro del viento, el graznido de las gaviotas y, a veces, por los recuerdos, esa memoria del corazón que es como una segunda piel, en ocasiones abrasada por el sol de la vida. Me acompañan mis dos perros, Tao y Greta, un lhasa y una shih tzu, que corretean libres y alegres, y junto a ellos me lleno de la paz y la serenidad que me transmite todo este entorno.

      Conocí este lugar con unas amigas en unas extrañas vacaciones en las que casi nada salió como habíamos programado. Desde fallos con la agencia de viajes y descoordinación con los guías hasta un pequeño seísmo que, aunque no fue grave, hacía temer nuevas réplicas, por lo que nos aconsejaron cambiar el itinerario, dejar de lado la visita prevista a una ciudad del centro del país y decantarnos por otra zona mucho más al sur, donde nos habían informado de la existencia de unas ruinas antiquísimas y dos parques naturales que merecían una visita. Como remate de aquel pequeño caos viajero, por una avería en el coche que habíamos alquilado tuvimos que quedarnos tres días en una pequeña aldea mientras nos traían la pieza rota de un pueblo más grande y el mecánico de la gasolinera, el único en setenta kilómetros, reparaba el auto.

      Aprovechamos aquellos días para recorrer aquel espacio escondido entre ásperos acantilados y una floresta indómita. Y así descubrimos aquellos maravillosos rincones. Y me sedujo. Me enamoré del mar, de la luz, del bosque que rodeaba la pequeñísima aldea, de aquella diminuta ensenada que invitaba al baño, a la que se llegaba a través de una escarpada ladera; de las distintas tonalidades del azul de sus aguas y de las caracolas traídas por las olas y esparcidas por la arena. Nunca había visto tantas. Siempre me había gustado pasear por la orilla de los mares que había conocido mientras miraba primero, y empecé a buscar y coleccionar después, distintos tipos de conchas y hasta pequeñas piedras pulidas por el agua que me llamaban la atención. Más tarde, en casa, llenaba con ellas bandejas, tarros de cristal y todo lo que se me ocurría. Era una forma de tener el mar cerca. Siempre me ha encantado y cautivado el mar, aunque en realidad viviese a muchos kilómetros de distancia. Pero en aquellos mares no solía haber caracolas en las playas, aunque en las del sur de mi país descubrí unas diminutas que me parecían preciosas. Me fascinan las caracolas. Siempre me han parecido misteriosas, tan misteriosamente arcanas como una llamada de lo desconocido, de la aventura del conocimiento… Tan misteriosas e incomprensiblemente mágicas como el amor. Como las espirales grabadas en cuevas y rocas prehistóricas, un símbolo que la naturaleza nos regala en multitud de formas y que intenta transmitirnos algún secreto relacionado con el origen de la vida, pero que nunca hemos sabido interpretar del todo. Por eso, cuando vi tantas, aunque ninguna de las más grandes, de esas que venden en algunos establecimientos turísticos, se removieron mi curiosidad infantil y mi fascinación adulta.

      Entre los recuerdos de mi niñez hay uno muy nítido: la alcoba de mis abuelos maternos, una habitación que comunicaba con el dormitorio, y en ella una gran cómoda con varios cajones. La parte superior, cubierta con un fino tapete de encaje blanco, estaba llena de fotografías familiares y, en los dos extremos, sendas caracolas gigantes que mi abuela tenía como oro en paño. Desconocía su origen, pues por aquellas tierras no había mar, aunque había oído contar a mi madre que mis abuelos vivieron una temporada en Galicia, por lo que es posible que alguien se las regalase o las hubiesen comprado allí.

      Siempre que entraba en aquel aposento, mis ojos infantiles se quedaban hipnotizados con aquellas preciosas y enormes caracolas. No alcanzaba a cogerlas y, aunque hubiese alcanzado, tampoco me lo habrían permitido. Pero de vez en cuando, tanto mi abuela como mi madre me las acercaban al oído para que oyese, según ellas, el ruido del mar, el ruido de las olas al chocar con las rocas o los sonidos que producían los delfines y las sirenas al intentar comunicarse con los seres humanos. Ni que decir tiene que mi curiosidad e imaginación infantil me hacían oír con fascinación todos esos sonidos, intentando entender el lenguaje de esas sirenas que, anteriormente, había visto dibujadas en un libro que mi abuela me dejaba hojear, también de vez en cuando. Supongo que de ahí me viene mi atracción por las caracolas y el irreprimible deseo de llevármelas al oído en cuanto veo alguna.

      Aquel pueblecito semicostero era pequeño, muy pequeño, apenas unas veinte casas. Algunas de ellas eran de adobe, aunque había otras construidas con una mezcla de piedras, barro y madera. Era todo, incluidos sus habitantes, muy sencillo y pobre, si por pobre entendemos que había un cafetín donde tenían el único televisor que existía y donde solo había un teléfono, el de la gasolinera. La gasolinera estaba a unos diez kilómetros, en la estrecha y sinuosa carretera que llevaba a dos parques naturales situados tras las dos grandes montañas que dominaban el este de la zona. Si por pobre entendemos que había solamente una pequeña camioneta, dos furgonetas y tres lavadoras que utilizaban todas las familias, y que no se veía ningún objeto más o menos lujoso. Todo era antiguo, pero no inservible, pues eran los reyes del reciclaje y del aprovechamiento de cualquier utensilio. El aspecto de la aldea no podía ser más alegre, ya que las viviendas estaban conservadas perfectamente y pintadas de colores diversos, como una representación del arco iris. Todas las casas eran independientes y todas ellas tenían un pequeño jardín delantero, sin vallas, y un huerto detrás de la vivienda.

      Eran pobres en artículos de lujo, pero eran ricos en todo lo que es realmente importante en la vida. Su trabajo en los huertos, o la pesca en el mar, y los animales como gallinas, ovejas, cabras y algunas vacas les proporcionaban todo lo necesario para alimentarse, y si había excedentes se vendían o intercambiaban en el mercado que cada domingo se celebraba en el pueblo más cercano, situado a unos setenta kilómetros, que casi parecían doscientos por aquella tortuosa y peligrosa carretera, y muchísimo más grande que aquella diminuta y perdida aldea. No entiendo cómo los turistas pueden pasar de largo por este enclave, cuyos alrededores son, al menos para mí, un verdadero paraíso. Quizás es un lugar para viajeros y no para turistas, aunque la aldea, en realidad, no se ve desde la carretera. Pero me alegro de ello, es mejor así, aunque no sé si dentro de unos cuantos años el auge del turismo y los especuladores que surgen con esas nuevas tendencias sociales terminarán con la magia de este precioso lugar.

      Sus