Название | Más allá de las caracolas |
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Автор произведения | Marga Serrano |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788416164776 |
Lucía y Amanda son dos de las mujeres jóvenes de la aldea, de unos 35 años. Lucía es seria y de carácter fuerte, pero muy amable. No conocía que tuviese pareja, cosa que me extrañó, pues es muy muy atractiva. De cara alargada, piel morena, estatura mediana (1,60 aproximadamente), esbelta, con el pelo rubio oscuro, muy corto, y unos ojos del color de la miel. Me gustaba mucho y había accedido a que le hiciese varias sesiones fotográficas. Me llevo muy bien con ella, aunque en lo referente a su vida íntima es un poco… no sé si misteriosa o introvertida, pero en ese terreno aún no he conseguido ganarme su confianza. Todo lo contrario que Amanda, su más íntima amiga, que es un auténtico vendaval que vuelve locos a los del pueblo, incluido su marido, Miguel, el encargado de la gasolinera y el taller, a quien no le falta trabajo, teniendo siempre a punto tanto los vehículos comunitarios como los motores de las dos barcas de pesca y de las dos zódiacs que completan su escuadra marinera o cualquier otro utensilio mecánico o eléctrico que exista en la aldea. Amanda es muy vital y divertida. También es bastante morena, más que Lucía, de rostro redondeado, pómulos muy marcados y media melena de pelo negro. Sus ojos negros y vivarachos irradian alegría y cualquier motivo es más que suficiente para organizar una comida o un baile comunal. Le gusta el teatro y es la encargada de montar y dirigir alguna pequeña obra que los improvisados actores representan para el resto del pueblo, bien en el salón comunitario o, si el tiempo es bueno, en la diminuta playa, a la que se accede zigzagueando, como ya he dicho, por los senderos de una empinada ladera. También hace lecturas para los mayores o escenifica cuentos para los niños, que la adoran. Es la madre de Martina, una traviesa y bulliciosa niña de cinco años que domina la pandilla infantil. Con Amanda he hecho bastante amistad y a veces colaboro en la escenificación de algún cuento. Me divierte mucho, aunque a veces es un torbellino que me agota. Tanto ella como Miguel son de ese tipo de seres humanos que sientes como si los conocieras de toda la vida y en los que sabes que puedes confiar.
Cuando entré en el bar, los saludé con la mano y me dirigí a la barra. María se acercó y me pidió que me sentase con ellos. La seguí, con los duendecillos de mi estómago un pelín inquietos, pero con satisfacción disimulada. Por fin iba a conocer a Nina. Me senté y nos presentaron. Entonces la miré. Su rostro era más alargado que los de María y Amanda, parecido al de Lucía, con la barbilla más pronunciada y los pómulos marcados, pero sus ojos me alucinaron. No había podido darme cuenta en nuestro fugaz cruce de miradas, durante la asamblea, de que no eran negros como los de casi todos los habitantes de la aldea, sino verdes, de un verde oliva intenso que, al contrastar con su tez morena y su pelo negro, me dejó sin habla. Me pareció la mujer más preciosa y fascinante que había visto nunca. Creo que en aquel momento los duendecillos de mi estómago querían trepar por mi esófago para asomarse desde mi boca y comprobar qué era lo que me había impactado tanto como para hacerlos brincar.
No podía dejar de mirarla, pero ella tampoco. Su penetrante mirada me conturbó totalmente y me llenó de confusión, no exenta de cierto temor, por la zozobra que me produjo. Cuando la miré a los ojos, aquellos ojos, noté que su mirada, a través de los míos, me desnudaba el alma. Me dejó con tal desconcierto que fui incapaz de reaccionar y no recuerdo si conseguí decir alguna frase. Fue Amanda, como no podía ser de otra manera, la que llevó el peso de la conversación. Al cabo de un tiempo Nina, que no había dejado de traspasarme con su mirada, dijo que tenía que irse. Se levantó y, tras darme la bienvenida a la aldea y desearme que fuese feliz en ella, se marchó con Lucía, no sin antes, ya de pie, volver a mirarme, esta vez con una sonrisa en su cara, que me pareció la sonrisa más cautivadora que me habían dedicado en toda mi vida.
Aquella noche apenas si pude dormir. Cuanto más pensaba en ella, mayores eran mi interés y mi curiosidad. Pensar en ella me hacía sentir una sorprendente paz, lo que me confundió un poco, pero también excitó bastante más mi intriga y mi atracción por ella.
Ya me había dado cuenta, y me había extrañado, de que algunas personas de la aldea, solamente unas quince, aunque tenían la piel morena, era más clara que la del resto, tirando un poco a cetrina, y aunque la mayoría tenía el pelo negro, no era tan liso, y había además seis o siete que tenían el cabello rubio oscuro. Sus rostros eran más alargados, no tan redondeados como los de la mayoría, y unos cuantos tenían también los ojos verdes, aunque ninguno tan bonitos y profundos como los de Nina.
Cuando advertí esta diferencia pensé que pertenecerían a etnias distintas, pero me sorprendió que viviesen juntos en aquella perdida aldea. Una tarde lo comenté con Amanda, con quien tenía más confianza y más tiempo pasaba, y su respuesta aumentó más mi intriga. Vino a decirme que, según contaban las personas más ancianas, a las que a su vez se lo habían contado sus antepasados, cuando ellos llegaron de las montañas buscando un lugar menos inhóspito para vivir, encontraron una diminuta aldea habitada por una docena de pescadores de piel algo más clara y unas cuantas mujeres. Algunos tenían el pelo negro y los ojos verdes, mientras que otros eran rubios y con los ojos del color de la miel. Finalmente, decidieron quedarse a vivir con ellos. Algunos de los habitantes actuales de la aldea son descendientes de la unión entre personas de aquellas dos etnias, pero Nina, así como Lucía, Manuel (el marido de Elena), Miguel (el marido de Amanda), María, Víctor y unas cuantas personas más son los que más directamente están relacionados con aquellos misteriosos y antiguos pobladores de la aldea. No hará falta decir que la historia fue otro ingrediente más para aumentar mi interés y fascinación por Nina.
A los tres días del episodio del bar, tres días que pasé pensando en ella, Nina, por medio de Lucía, nos invitó a comer en su casa, por lo que estuve todo un día, otra vez, con los duendecillos de mi estómago bastante alterados. Al llegar a su casa, Nina salió a recibirnos con una sonrisa. Yo quería contemplar otra vez sus ojos, pero no me atrevía a mirarla directamente. Pasamos a la salita, donde Lucía preparaba la mesa. En un rincón, al lado de la ventana, una anciana hablaba con Miguel. Nina me tomo suavemente del brazo y me llevó hasta ellos.
—Mi madre quiere conocerte. Ella se llama Yanira.
Saludé a ambos con una sonrisa y Miguel me cedió el asiento a su lado. Nina nos presentó y se fue a la cocina para terminar de preparar la comida.
—¡Hola, Yanira! Tiene un nombre precioso —le dije mientras contemplaba los mismos ojos de Nina en un rostro de unos setenta años (tenía ochenta) con una piel tersa y suave, lo cual disimulaba su verdadera edad. Debía de haber sido muy guapa, pues aún conservaba gran parte de su belleza, la que había heredado Nina, y su misma sonrisa cautivadora.
—¡Hola! ¿Todo bien? —preguntó mientras me cogía las manos—. Te he visto trabajar tu huerto y jugar con tus perros. Desde esta ventana veo tu casa.
—Sí, yo también la he visto alguna vez sentada en la puerta, pero no sabía que fuese la madre de Nina.
En ese momento Nina se acercó.
—Ya podemos sentarnos a la mesa.
La comida fue muy agradable. Yanira resultó ser una gran conversadora y demostró que la cabeza le funcionaba muy bien. Tenía mucha complicidad con Amanda y su sentido del humor. Noté que, de vez en cuando, me miraba con interés y me animaba a que le contase cosas de mi vida antes de recalar en su aldea. Aquello me hizo relajarme un poco con respecto a Nina, aunque nuestras miradas se habían cruzado en varios momentos de la comida, agitando de nuevo a mis duendecillos.
Después de tomar el café y el té de la sobremesa, Miguel y Amanda se fueron para recoger a su hija, que se había quedado con los hijos de María y Víctor, y Lucía se fue con ellos. Yo también me levanté con la intención de irme, pero Yanira me pidió que me quedase un poco más. Me senté con ella al lado de la ventana, desde la que también se veían la parte alta de los acantilados y el océano, y continuamos charlando mientras Nina recogía la cocina.