Название | Los hijos del caos |
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Автор произведения | Pablo Cea Ochoa |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418730344 |
Los semidioses que quedaban volvieron al combate y cargaron contra los ocho titánides y sus hordas de inferis. A pesar de la corta edad de los jóvenes griegos, plantaron cara a los gigantes y se lo pusieron difícil para matarlos.
—¿Quién vence? —preguntó Kika impaciente, ya que el combate empezó a alargarse, tras unos cuantos minutos viendo a los chicos matando inferis y correteando entre los pies de los titánides.
—Solamente seguid mirando… —respondió el viejo.
Los niños habían conseguido dejar fuera de combate a varios de los gigantes a pesar de no ser lo suficientemente fuertes como para matarlos. Pero cuando parecía que la balanza de la batalla se decantaba por el lado de los semidioses Gerges se agachó y, con toda la tranquilidad del mundo, tocó el suelo con la palma de su mano y este volvió a temblar, pero con aún más fuerza.
Muy próximas a los adolescentes comenzaron a brotar docenas de raíces que se movían violentamente, como si fueran los tentáculos de un pulpo, y tras unos segundos consiguieron inmovilizar a todos los semidioses que aún seguían con vida.
Gerges sonrió y se paseó por delante de sus enemigos, luciendo su extremadamente musculado y escamoso cuerpo repleto de tatuajes dorados. Se rio un buen rato de ellos y de su triste intento de derrotarlo solos y sin ayuda. Pero cuando pasó frente a un niño, el más joven de todos, este consiguió sacar su brazo de entre las raíces y hundió la hoja de una pequeña espada curva en el gemelo del titánide. Al contacto con la hoja de la espada, al gigante se le empezó a ennegrecer la piel de toda la pierna progresivamente. Gerges gritó y su grito retumbó e hizo temblar las piedras y los cadáveres del suelo. Cuando se alejó del niño, rápidamente se sacó la espada del gemelo y la arrojó todo lo lejos que pudo. La lanzó con tanta fuerza que la vimos desaparecer en el cielo sin saber dónde cayó.
—Te arrepentirás de eso —le advirtió con su voz grave y profunda—. Pero antes deja que te muestre cómo mueren todos tus amigos —dijo mientras alzaba su mano abierta.
Cuando cerró su puño, las raíces que inmovilizaban a los semidioses se movieron para estrangularlos, no sin antes partirles todos y cada uno de los huesos de sus cuerpos, y no pararon hasta que se dejaron de escuchar gritos. Entonces fue cuando desaparecieron, dejando a la vista los cadáveres de los chicos, totalmente aplastados y destrozados.
Todos habían muerto. Todos, excepto una chica algo mayor que los demás, de unos veinticuatro o veinticinco años, la cual se arrastraba por el suelo, dejando un rastro de sangre tras de sí, ya que tenía ambas piernas partidas y aplastadas. Era una imagen bastante dura y desagradable de ver. Pero enseguida Gerges se percató de que había quedado una superviviente y se acercó para atraparla con una de sus enormes manos mientras ella gritaba y agonizaba. Cuando la puso frente a frente con su cara, la chica consiguió reunir las fuerzas y el valor suficientes como para escupirle en un ojo.
—Una pena —lamentó el gigante, limpiándose el escupitajo del ojo con la mano que tenía libre. Cuando terminó puso a la chica frente al niño, que aún seguía atrapado en las raíces, y con ambas manos comenzó a doblar el cuerpo de la joven como si de plastilina se tratara—. Demasiado valiente —terminó de decir.
—¡No! ¡Sarah! —gritaba el niño una y otra vez mientras desde el cielo, que se había cubierto de nubes negras, se empezaron a escuchar truenos. Cuando Gerges terminó con ella dejó caer su cadáver destrozado al suelo para que estuviera al alcance de la vista del niño, el cual seguía pataleando y gritando el nombre de su amiga sin parar.
A Gerges parecía divertirle la situación. Se lo pasaba bien viendo el sufrimiento del niño, pero cuando se hubo aburrido de escucharle gritar alzó de nuevo su mano y cerró el puño. Nuevamente las raíces empezaron a moverse como si fueran boas, ejerciendo una presión tal sobre el cuerpo del adolescente que en cuestión de pocos segundos ya no se escuchaba ningún grito. Cuando vimos que Gerges dejó atrás los cuerpos de sus enemigos y que se alejaba caminando junto con el resto de sus hermanos, aquella nube de polvo negro y brasas comenzó a envolvernos de nuevo mientras veíamos cómo las raíces desaparecían y dejaban el cadáver del niño en el suelo.
Unos instantes después volvíamos a estar todos frente a la hoguera, que ya estaba casi apagada.
—¿Qué ha sido todo eso? —preguntó Cristina, que aún estaba intentando asimilar lo que acababa de presenciar.
—¿Cómo coño has hecho eso? Percy, Natalie, ¿por qué no decís nada sobre esto? —nos interrogó Kika con impaciencia. Se sentía incómoda al no entender nada.
—Esto es a lo que os enfrentáis. Y os lo he enseñado para poder concienciaros de que esos monstruos realmente existen y que son un mal muy real. Tras esos acontecimientos los dioses consiguieron encerrarlos en el Tártaro, pero se han vuelto a escapar y esta vez no pueden contenerlos los dioses en persona. Necesitan que seáis vosotros quienes les plantéis cara —aseguró el viejo.
—¿Dioses? ¿Titánides? ¿De qué va todo esto? ¿Que nosotros qué? —seguía preguntando Kika incesantemente. Entonces mi mirada y la del anciano se cruzaron y supe que había llegado la hora de aceptar mi papel en esta historia de manera definitiva aunque no me hiciera ninguna gracia tener esa responsabilidad.
—Esto va de que sois especiales, porque los cuatro sois semidioses, frutos de la unión entre un dios y un humano, y va de que ahora mismo solo vosotros podéis derrotar a los titánides —explicó el viejo algo cansado. Cuando le miramos todos con caras extrañas siguió hablando—. Sí, en efecto, tal y como lo escucháis: semidioses. Es más, tú seguramente te llames Kika, hija de Zeus —dijo el anciano, animado y con mucha ilusión, dirigiéndose a Kika. En ese momento el premio para la mejor cara de asombro seguramente hubiera sido para mí y no para Kika—. Y, por lo tanto, debes empuñar esta espada. —El hombre extrajo de su túnica una reluciente espada que parecía estar bañada en oro y se la entregó con sumo cuidado a Kika, la cual seguía sin creerse todo lo que estaba pasando.
—Este hombre está delirando, y mucho. Mira, no sé qué tipo de droga nos habrás dado para que veamos eso, pero… —afirmó Cristina, que se levantó del tocón en el que estaba sentada y empezó a dar vueltas, consternada e incrédula, sin apartar la vista del extraño viejo, el cual ahora la miraba a ella sonriente.
—A pesar de mi avanzada edad, yo no deliro, hija de Poseidón — le respondió rápidamente y también sacó de su túnica una especie de tridente no muy largo, pero sí extremadamente pesado (o eso parecía), que tenía un zafiro incrustado en el medio. Se lo entregó a Cristina, la cual aún seguía incrédula con todo lo que estaba ocurriendo—. Es más, creo que estoy muy bien para la edad que tengo, ¿no es así? —dijo mirándonos a Natalie y a mí. Los dos ya sabíamos perfectamente lo que se nos venía encima, pero desde hacía tiempo éramos conscientes de que ese momento acabaría llegando tarde o temprano—. Natalie, la hija de Artemisa. A ti te hago entrega de este pequeño frasco, cuyo líquido puede curar, sanar e incluso cerrar cualquier herida, aunque sea mortal. Empléalo bien y con sabiduría, porque lo necesitarás —le sugirió al entregarle un frasco de cristal rojo, dentro del cual ondeaba un líquido azul muy espeso. Natalie no dijo nada. Se guardó el frasco en su abrigo para después encogerse de hombros y mirar al suelo. Con esa historia, ver de nuevo a Gerges y ahora esto, ese hombre estaba reabriendo heridas que ya estaban casi cerradas dentro de la mente de Natalie. Y eso no podía traerle nada bueno, ni a ella ni a nadie—. Y cómo no… —agregó mirándome a mí—. Resulta irónico que el hijo de Hades sea licántropo, ya que fue tu padre el que creó esa maldición hace algo más de un par de milenios por encargo de su propio hermano, Zeus. Pero igualmente quiere que tengas