Los hijos del caos. Pablo Cea Ochoa

Читать онлайн.
Название Los hijos del caos
Автор произведения Pablo Cea Ochoa
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418730344



Скачать книгу

lo que le ocurría, pero no llegaba a entender a qué venía tanta desconfianza hacia mí. Después de todo, yo era quien había estado con ella siempre, el que la había ayudado y la había apoyado en todo momento.

      Tras un par de minutos pensando, resoplé y me puse las botas y mi abrigo de pieles, me revisé la herida del muslo y vi que ya estaba completamente curada. Algo extrañado, salí de la tienda para hablar con ella.

      Fuera hacía bastante frío, aunque yo no lo sentía, pero sí notaba cómo se me dormían algunas partes del cuerpo que no estaban bien abrigadas. Ya era de noche y las únicas luces que quedaban encendidas eran la de la luna, decreciente, la cual al mirarla me provocaba un buen mareo; la de los farolillos de la entrada de nuestra tienda, que pronto se acabarían quedando sin aceite; las linternas de la tienda de Kika y Cristina y, por último, la luz que aportaba la hoguera.

      Cuando me acerqué vi que Natalie estaba sentada, tratando de avivar las llamas para que el fuego no se apagara mientras se cubría el cuerpo con una manta de pieles sacada de nuestra tienda. Poco a poco me aproximé a ella, que estaba algo más calmada, así que cogí uno de nuestros farolillos y me senté a su lado para quedarnos varios minutos contemplando las llamas sin hablar ni decir nada.

      —Te voy a contar una de esas historias. Si quieres escucharla, claro —le propuse a Natalie tras un buen rato.

      —¿Y si no quiero escucharla? —me replicó ella irónica. Yo la miré muy serio y me dejó continuar, ya que hablar de mi pasado no me gustaba.

      —Bien, pues… era un día oscuro, más o menos como estos últimos días. Soplaba en la calle un viento huracanado. Incluso los árboles más sólidos y fuertes daban la impresión de poder partirse en dos en cualquier momento. Ese día me quedé solo en casa después de haber estado durante todo el verano de campamento. Mis padres se solían ir de vacaciones con el resto de mis hermanos y a mí me mandaban a esa especie de campamentos militares para chicos problemáticos, en los que nos obligaban a madrugar, levantándonos a las cinco de la mañana, y nos daban bazofia para comer. Había acabado el campamento y volví en autobús a casa. Vi que mis padres y hermanos aún no habían llegado de sus vacaciones. No me dejaron ni una nota ni nada, así que fui a tumbarme en el colchón de mis padres, que comparado con el mío, roto y deshilachado, era el cielo. Y ahí, tumbado, me puse a pensar en todas las experiencias que había vivido ese último verano —narré para empezar y vi que Natalie me estaba mirando muy fijamente. Había conseguido captar su atención.

      —¿Siempre hablas tan dramáticamente cuando hablas de tu pasado? Venga, sigue. No te pares ahora —me respondió cuando dejé de hablar por un momento para coger aire.

      —Me puse a pensar y la experiencia que más me había marcado con diferencia había sido pasar esos meses junto a una chica llamada Kika. Desde el primer año que nos encontramos en esos campamentos nos llevamos bien e íbamos juntos a casi todos lados: a las actividades, a las comidas… Incluso llegamos a dormir juntos sin que nadie lo supiera. Éramos como uña y carne y, aunque los monitores trataran de separarnos porque éramos unos trastos, nosotros siempre encontrábamos la manera de pasar tiempo juntos. Lo que más nos gustaba era desesperar a los responsables del campamento. Nos pasamos así esos tres meses y los veranos de los dos años anteriores. No sé, supongo que de pasar todo ese tiempo juntos acabé por quererla como algo más que una amiga —expliqué intentando no trabarme, ya que cada vez que había tratado de hablar de ello con alguien nunca pude acabar la historia. Natalie asintió con la cabeza sin dejar de mirarme ni un solo segundo, como si supiera cómo iba a terminar la historia. Pero seguía interesada en escucharme—. Kika era una chica bastante tímida, por lo que hacer amigos o hablar de tener algo juntos eran cosas que estaban del todo descartadas. Y, bueno, pues ese día en casa me puse a pensar en todo aquello que pudimos haber dicho al otro y que al final no hicimos. Lo único que tenía de ella era una foto montando a caballo y una dirección de correo electrónico, desde la que me mandaba un par de correos a la semana preguntándome cómo me iba y contándome un poco sus continuos viajes por el mundo, aunque nunca me llegó a contar nada acerca de sus padres o del sitio en el que vivía. Pero poco a poco pasaron las semanas y los dos correos semanales se convirtieron en uno. Y más tarde, en ninguno. Llevábamos ya un mes sin hablarnos y sin saber nada uno del otro cuando un día, nada más salir del instituto, la vi. Durante unos breves instantes me emocioné muchísimo al ver su cara entre la multitud, pero enseguida me di cuenta de que no estaba allí por mí. Cuando llegué hasta ella vi que estaba besando a un chico, que resultó ser otro de los que fueron al campamento ese último año. En ese momento no lo pensé, así que me acerqué corriendo hacia ellos y aparté al chaval con un empujón. Kika me miró atónita y el chico me respondió con otro empujón, por lo que, presa de la ira, le di un puñetazo en la cara con el que creo que le partí la nariz, si no lo recuerdo mal. Después de ese incidente me expulsaron del instituto dos semanas y los padres del chico me pusieron una denuncia por agresión, que acabé pagando con servicios a la comunidad durante esas dos semanas, recogiendo la basura del pueblo. Y eso por no hablar de que el castigo en casa fue monumental. Pero no me arrepentí ni un solo segundo de lo que había hecho. Tras lo sucedido aquel día, nadie volvió a ver a Kika por el pueblo ni en ninguna parte, tampoco en la ciudad. Nadie supo nada de ella, ni de dónde era, ni dónde vivía, ni nada acerca de su familia; y yo lo único que tenía era esa maldita dirección de correo, pero, a pesar de que le envié muchos mensajes, nunca más volví a recibir uno suyo. Aún puedo recordar cómo me gritaba mientras le limpiaba la nariz de sangre al otro chaval de mi instituto. Con él tampoco volví a hablar hasta lo que pasó hace unos meses en ese campo de Praga. Le encontré entre la multitud e intenté ayudarle, como a todos, pero llegué demasiado tarde. Y unos segundos después aparecisteis tú y tus padres. Creo que el resto ya te lo sabes… y, bueno, supongo que es por lo que pasó aquel día por lo que ahora Kika no me dirige la palabra. Pero bueno, ya sabes cómo sigue esa historia. Unos meses después de aquello te conocí a ti y todo empezó a ir mejor —terminé de contar la historia muy forzosamente.

      —Ya, bueno… Hasta que se fue todo a la mierda —añadió ella para rematar la historia con ese toque irónico que tanto le gustaba y que yo no llegaba a entender en la mayoría de las ocasiones.

      —Sí… Hasta que todo se fue a la mierda —repetí para que ella creyera que captaba su sentido de la ironía aunque no fuese verdad.

      —¿Así que esa es tu historia con esa chica? —me preguntó ella muy pensativa, a lo que yo asentí. Parecía casi como si me hubiera estado psicoanalizando desde que empecé a contarle la historia—. Nunca me lo habías contado —agregó tras un rato, dando a entender que se había quedado un poco descolocada.

      —Nunca ha sido un asunto relevante en lo que se refiere a nosotros —le respondí algo a la defensiva. Natalie agachó la cabeza y, no sé muy bien cómo, en ese momento pude sentir lo que ella sentía. No era empatía, era… algo diferente, mucho más específico, como si estuviera dentro de su cabeza y pudiera intuir cosas respecto a sus sentimientos. Me sentía como si estuviera en su piel, literalmente, sintiendo vergüenza, enfado y una inmensa tristeza, que eran las sensaciones que pude cap-tar—. Es una historia que, como bien sabes, ocurrió hace unos cuantos años. Aún éramos niños. Y desde entonces he cambiado bastante, en gran parte gracias a ti. Así que hazme el favor y deja de pensar en cosas del pasado y pensemos en las cosas del presente, como en nosotros, en ti y en mí… ¿Te parece bien? —terminé y miré a Natalie, que aún tenía los ojos llorosos mientras seguía sin desviar su mirada de la hoguera. Pero tras unos segundos acabó por asentir en respuesta a mi pregunta y me abrazó durante varios minutos seguidos, como solía hacer cada vez que nos sentábamos juntos frente al fuego por las noches.

      —Sería un buen puñetazo, ¿no? —dijo ella intentando esbozar una sonrisa.

      —El mejor que he dado nunca —confirmé entre risas. Parecía que Nat había recuperado su sentido del humor, porque se estaba riendo conmigo.

      Todo esto me hizo pensar en cómo le afectó la muerte de su familia. A veces podía volverse algo bipolar e insoportablemente inmadura, pero no la culpaba por ello. Después de todo lo que habíamos visto, creía que era algo completamente normal y, aunque la muerte de nuestros padres nos hubiera