El Hispano. José Ángel Mañas

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Название El Hispano
Автор произведения José Ángel Mañas
Жанр Языкознание
Серия Arzalia Novela
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417241827



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formación cada vez más suelta.

      Desde los muros de Numancia, tanto Idris como los demás muchachos pudieron ver cómo la caballería númida se lanzaba a galope tendido por delante del ejército romano y caía sobre los fugitivos haciendo destrozos tremendos.

      —¡Que alguien abra las puertas de la ciudad! ¡Los están masacrando! —se lamentó Olónico.

      El resto de las tropas consulares seguían a los elefantes. Todos avanzaban hacia Numancia por su ladera menos escarpada. La batalla parecía ganada por la legión. Los numantinos se refugiaban en su ciudad.

      Y ya empezaban los romanos a preparar el asalto final, con el sol en su cénit, después de haber matado mucho arévaco por el camino, cuando desde lo alto de las murallas Leukón y otros tres hombres de los que habían regresado a Numancia, con gran esfuerzo empujaron una gran piedra y la hicieron caer sobre un elefante que embestía con la cabeza contra el muro.

      —¡Ahí va!

       11

      La roca cayó sobre la pierna del animal, hiriéndolo. La bestia soltó un tremendo gemido y se tambaleó, desconcertado por la agresión.

      Por suerte para los numantinos, el conductor africano no supo apartar al elefante. Viendo que este se retorcía de dolor, los defensores rociaron al animal herido con una lluvia de jabalinas que lo irritó más aún.

      Mientras tanto, Idris y Retógenes y el resto de los chiquillos en lo alto de las murallas empezaron a participar en la batalla. Lanzaban piedras. Las mujeres sacaban cuchillos y dagas para defenderse o ayudar a los hombres. Comprobar que era posible herir a una de las grandes bestias suponía una inyección de moral.

      —¡Continuad! ¡Continuad! —gritaban los hombres con un entusiasmo renovado.

      Y es que la veleidosa fortuna daba señales otra vez más de su intención de cambiar de bando.

      Aunque parecía que el elefante herido fuera a derrumbarse, finalmente se enderezó. Con paso cojeante y sin hacer caso a las indicaciones del conductor, empezó a huir cerro abajo entre tremendos barritos.

      Las orejas que agitaba —una de las partes más blandas de su anatomía— estaban erizadas de jabalinas. Al africano que lo cabalgaba no le fue posible detenerlo. Con lo mucho que se agitaba la bestia no lograba clavarle en la cerviz la estaca prevista para ello. Era el modo de proceder cuando un elefante enloquecía.

      Enseguida los demás elefantes, que detrás de esas caretas monstruosas son seres inteligentes y sensibles, se contagiaron del pánico del herido. Ellos también empezaron a alejarse. Trotaron rompiendo con sus grandes patas las líneas de la infantería de Nobilior que los tribunos procuraban en vano organizar en medio del desconcierto general.

      Así fue como en medio de la confusión los propios romanos, sin atender a las voces de los centuriones, se desbandaron por las cercanías.

      Al ver lo que estaba sucediendo, Leukón mandó abrir las puertas y permitió que los numantinos y sus aliados saliesen nuevamente con furiosa alegría de las murallas y acometiesen por los pinares y encinares vecinos a los extranjeros que huían hacia el levante.

      —¡Matadlos a todos! —gritó mientras sus hombres corrían en pos de los vencidos.

      Él mismo salió con el gentío al campo de batalla. Viendo a Idris cerca, en medio de un grupo de muchachos, le obligó a avanzar hasta un tribuno romano que había caído al pie de las murallas, no lejos de la puerta.

      —¡Está muerto! —exclamó, cogiéndole del brazo y alargándole su espada—. ¡Córtale la mano derecha y después la cabeza!

      Idris nunca olvidaría el momento. De repente sintió una humedad por la pierna. Leukón se le quedó mirando. Al darse cuenta soltó una carcajada. Los hombres que había cerca también se rieron. El niño se había meado encima.

       12

      La vacilación de Idris a la hora de mutilar al tribuno romano caído había irritado al padre y provocó un nuevo disgusto.

      Pasó el tiempo, y cada vez que Leukón lo veía observar el cráneo que desde entonces colgaba de un gancho en la pared junto con del resto de romanos, al menos una docena, que había matado en combate singular, y que siempre enseñaba orgulloso a los visitantes de la casa, no podía disimular su contrariedad.

      —Este hijo mío no tiene el suficiente odio a Roma… Así no podrá liderar nunca a los numantinos.

      Idris no contestaba, pero sufría la frialdad de Leukón y, a medida que crecía, la animadversión se hizo cada vez más evidente. Ya ni siquiera la intervención de Stena limaba las aristas.

      —Ya es hora de que salgas de las faldas de las mujeres —decía Leukón, quien con la edad le exigía cada vez más.

      Ni siquiera constatar que la pericia de su hijo con las armas crecía y que superaba con facilidad a su hermano Retógenes, o que montaba tan bien a caballo como él mismo, bastaba para suscitar en Leukón algo parecido al cariño. Ni aun así pudo Idris ganar el afecto paterno.

      Llegó el momento en el que habiendo cumplido Idris los dieciséis años y Retógenes quince, Leukón consideró que era hora de buscarles esposa.

      Hacía ya un tiempo que reflexionaba sobre la cuestión. Siguiendo una antigua tradición numantina se consideraba que, al ser Ávaros el jefe del segundo clan, correspondía que los vástagos de uno y otro se enlazasen. Y Ávaros tenía tres hijas en edad de matrimoniar.

      —Así se sellará la alianza entre las dos familias. Es la manera de evitar futuros enfrentamientos —dijo Olónico.

      Ávaros y Leukón se habían reunido en reiteradas ocasiones. El enlace quedó pactado a gusto de todos, salvo de los principales concernidos. Idris oyó a los ancianos hablar a sus espaldas, pero solo acabó de entender qué tramaban los dos jefes cuando se lo anunció su padre.

      —Hijos míos. La decisión está tomada. Os casaréis esta primavera con las hijas de Ávaros.

      En ese momento, Idris sintió una tremenda alegría. Aunia y él eran bastante más que amigos y, aunque no lo hubiera manifestado abiertamente, creyó que su padre lo había entendido. Pero el gozo duró poco.

      —Se enlazará primogénito con primogénita y cadete con cadete —dijo Leukón—. Idris con Anna y Retógenes con Aunia.

      Retógenes, que nunca se había interesado por ninguna de las dos, no dijo nada.

      Y sin embargo Idris respondió como si le acabara de picar una avispa.

      —¿Por qué?

       13

      —Por cuestión de edad —dijo Leukón—. Es natural que el primogénito enlace con la primogénita. Ávaros insiste en que sea así. Es una de las condiciones que impone. Quiere ver casada a la coja primero.

      Idris le mantuvo la mirada. Pensó que en lo muy profundo a Leukón aquello le satisfacía.

      —De todas formas, no te debo ninguna explicación —continuó Leukón—. Como jefe de Numancia te digo lo que ha de ser y tú obedeces. Te casarás con Anna y tu hermano con Aunia.

      —No me casaré con ella, no.

      —¿Qué acabas de decir?

      Leukón no esperaba que el polluelo le replicase. Era la primera vez que Idris le plantaba cara y le miró con incredulidad.

      —He dicho que no me casaré con ella —dijo Idris—. No me casaré con Anna. Y no por coja, sino porque es a Aunia a quien quiero.

      Leukón hizo como si no le hubiese oído. Repitió marcando cada sílaba que era una decisión tomada.