El Hispano. José Ángel Mañas

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Название El Hispano
Автор произведения José Ángel Mañas
Жанр Языкознание
Серия Arzalia Novela
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417241827



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las dos principales, que miraban al septentrión, y que en los cruces rompían la alineación para formar esquinas que cortaban el helado viento que corría en invierno, el temido cierzo.

      Seguido cada vez por más gente, el recién llegado guio su caballo thieldón hasta el umbral mismo de la casa paterna, que estaba en el mejor barrio de Numancia, hacia el sureste, y descabalgó.

      Sujetando al animal entró en el patio donde de inmediato quedó encarado con su hermano Retógenes, que salió sin siquiera dirigirle la palabra.

       5

      —Veo que te alegras de verme —dijo Idris. ¿Dónde está padre?

      Aunque nacidos de la misma simiente, no podía haber mayor contraste entre dos hermanos.

      Los ojos de Idris eran zarcos, fríos. Su tez, clara. El cabello rubio y tan largo como el de los guerreros arévacos. Medía más de cinco pies y su físico musculoso estaba lleno de cicatrices. Se cubría con un sago desgastado que medio escondía la espada sujeta al cuerpo por un tahalí, y del ancho cinturón de cuero pendía por el otro lado un puñal.

      Retógenes, en cambio, era barbudo y ancho de espaldas. Tenía el pelo oscuro y enmarañado, sujeto por una fina cinta sobre la frente. Andaba en túnica corta. Llevaba a su costado una larga espada suspendida por anillas al tahalí. Y nada en su presencia lo distinguía, salvo sus ojos oscuros y penetrantes como dagas en los que anidaba siempre una sorda amenaza.

      —No está nuestro padre. Y no lo estará nunca para ti, bien lo sabes. No entiendo cómo tienes la desfachatez de presentarte aquí. ¿No aprendiste que el exilio, según nuestras costumbres, es irrevocable?

      —Regreso —replicó Idris—, porque he tenido noticia de que Roma ha movilizado un ejército de más de sesenta mil hombres para atacar Numancia. El general que los lidera es el cónsul que destruyó Cartago. Y tiene órdenes de hacer lo mismo con vosotros. Estáis en grave peligro. Os harán falta todos los apoyos que podáis tener.

      La confrontación seguía atrayendo gente. A los numantinos congregados en la calle les llegaban las voces de los dos hermanos.

      —Numancia lleva mucho tiempo resistiendo los envites de Roma —dijo Retógenes—. Y volverá a hacerlo, hermano. Llevamos años sin tu presencia. Y ni se te ha echado en falta ni se te echará cuando te marches por donde has venido. Te ruego por lo tanto que des media vuelta, montes en ese caballo y no regreses jamás, pues ese es el deseo de nuestro padre.

      El caballo que Idris tenía sujeto por la brida era una hermosa yegua de pelaje moteado con cola y crines oscuras. El animal se removió inquieto y soltó un relincho. Era como si entendiera lo que se hablaba. Idris la tranquilizó acariciándole el morro.

      —Te repito que no me iré sin haber hablado con él.

      Retógenes meneó la cabeza. Él conocía bien la terquedad de Idris. Por unos momentos estuvo tentado de echar mano a la espada, tal como tenía encomendado. Pero justo entonces se oyó una voz ronca a sus espaldas.

      —No desenvaines el arma, hijo. Déjale hablar. Quiere hablar conmigo. Sea —dijo Leukón, surgiendo de la penumbra.

       6

      Leukón había vivido diez largos lustros y, pese a que hacía un par de inviernos que la nieve no abandonaba su barba y que su pelo era cada día más escaso por encima de su amplia frente, aún mantenía el vigor suficiente para matar, cuando era necesario, hombres tres veces más jóvenes.

      Veinte años hacía que había luchado junto a Caro el día en que ambos comandaron a los arévacos en la grandiosa emboscada que destrozó al ejército de Nobilior y que ya era cantada por toda la Celtiberia.

      Cuando Nobilior lanzó sus elefantes contra Numancia, él mismo lideró la coalición celtíbera durante la persecución de las tropas invasoras y pudo pagarse el lujo de rematar a una de aquellas bestias que después de ser herida terminó por doblar las rodillas en medio de un enjambre de hombres que atacaba sus ojos y hurgaba con sus armas hasta encontrar los resquicios más blandos de su piel.

      Leukón también estuvo al frente de la ciudad cuando, tras la derrota imprevista del cónsul Mancino, los romanos lo trajeron de vuelta desde Roma y lo dejaron maniatado a las puertas de Numancia.

      Por su mano habían perecido centenas de legionarios a lo largo de las décadas. Y todos habían aprendido que la consigna arévaca de morir durante el combate antes que aceptar la derrota no era ninguna broma.

      Bajo esa máxima, Numancia se había hecho célebre, respetada.

      Aquel era el hombre que, avanzando unos pasos, se encaraba con su hijo apoyado en un báculo de autoridad que remataban en su parte superior dos bustos de caballo mirando cada cual hacia un lado.

      Resultaba claro que su rostro envejecido era más parecido al de Retógenes que al de Idris, y casi se diría que la expresión se contagiaba del uno al otro.

      Diez largos años habían pasado desde la última vez que Leukón e Idris habían estado frente a frente, y durante unos instantes eternos los dos mantuvieron la mirada con una tremenda dureza, sin apartarla ni uno ni otro.

      La cicatriz que le había hecho al padre el hijo seguía visible en la mejilla del jefe.

      —¿Qué es lo que quieres? —dijo Leukón.

      —Solo ayudaros. En todas las poblaciones que nos rodean, en Uxama, en Termancia, en Lutia, se habla del enorme ejército movilizado por Roma. Os habrá llegado noticia de que Uxama les ha rendido vuestro depósito de trigo. Todos dan a Numancia por destruida. Yo no podía quedarme cruzado de brazos. Por eso estoy aquí. No exigiré honores de jefe, solo derecho a guerrear por mi gente.

      —Esta ya no es tu gente.

      Aquellas seis palabras pronunciadas por Leukón hirieron profundamente a Idris, quien por un instante lamentó haberse decidido a volver.

      —Lo queráis o no lo sigue siendo.

      —Nosotros te decimos que no —respondió Retógenes.

      —¡Calla, déjame hablar! —exclamó Leukón.

       7

      Retógenes retrocedió un paso visiblemente enojado por la manera en la que su padre le retiraba toda autoridad ahora que era él su sucesor y el hombre destinado a ejercer la jefatura cuando desapareciese. Su orgullo se resintió vivamente.

      Pero antes de que pudiese replicar nada, salió del interior de la casa su madre.

      A Stena la seguían sus dos hijas pequeñas, las últimas que había alumbrado y que se agarraban a su cintura. Cada una llevaba consigo la pequeña muñeca de madera que les había entregado Olónico y que Idris reconoció enseguida: eran idénticas a las que acariciaron en su día las hijas de Ávaros.

      Stena, que era tres lustros más joven que Leukón, había parido ocho criaturas, de las cuales solo tres habían sobrevivido. Pese a ello y pese a que estaba cada vez más entrada en carnes, aún se adivinaba en ella la belleza de su juventud.

      Aquella mujer que le había permitido compartir el pecho destinado a su hijo se había ganado un cariño que asomó por un momento a los ojos de Idris.

      La antigua esclava llevaba el pelo grisáceo cubierto por una toquilla prendida a los hombros de su túnica con fíbulas de bronce, y un pectoral dorado decorado con esvásticas brillaba en su pecho colgando de una cadena. A Idris le dolió constatar el efecto que el tiempo había tenido sobre ella.

      —Idris tiene razón —dijo Stena—. No es el momento de nuevas divisiones. Hemos de enterrar lo pasado. Diez años han sido suficiente castigo.

      Leukón se volvió hacia su esposa con una mirada reprobatoria. La clemencia femenina