El Hispano. José Ángel Mañas

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Название El Hispano
Автор произведения José Ángel Mañas
Жанр Языкознание
Серия Arzalia Novela
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417241827



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enemigos, pero le aventajaba en el arte de la diplomacia. Los hombres de la asamblea se hallaban divididos entre aquellos dos caudillos que rivalizaban abiertamente por la jefatura.

      La naturaleza zanjó la disputa: Leukón engendraba varones, Ávaros solo hijas. Sus tres primeros retoños fueron hembras. Solo al cuarto intento nació un varón que en un futuro defendería su nombre y llevaría el estandarte del clan.

      Pero ya entonces los dos hijos de Leukón inspiraban más confianza, y eran más numerosos quienes entendían que la ciudad estaría mejor protegida con él. Como la hija mayor de Ávaros, Anna, nació coja y contrahecha, las viejas rumorearon que algo había en la semilla de Ávaros que parecía invalidarlo para regir los destinos de la ciudad.

      Esas tres hijas estaban entre los chiquillos que pasaban el tiempo con Idris y Retógenes durante los días en que los hombres salían a cazar o a guerrear, cuando Olónico se encargaba de educarlos en el respeto a los dioses e iniciarlos en los secretos de la naturaleza. Y como para compensar la pasión que sentía Leukón por Retógenes, los dioses le concedieron a Idris la belleza de su madre. Más de una numantina suspiraba tras sus pasos a medida que crecía.

      Anna había venido al mundo con la columna vertebral dañada, y a los pocos años contrajo una enfermedad que no le permitió desarrollar sus extremidades inferiores.

      Sus dos piernas eran tan delgadas que parecía que cualquier golpe las fuese a quebrar. Aunque las cubría con la túnica, se notaba siempre esa debilidad. El dolor era tal que para andar se vio obligada a utilizar dos muletas que le fabricó el carpintero de su familia.

      En cambio, Aunia era la más hermosa de las numantinas. Desde muy pronto desarrolló una querencia por Idris y él por ella, que se acrecentaba con la compasión que ambos mostraban hacia Anna. Aunia e Idris se emparejaban siempre y podían pasar muchas horas a orillas del río o en la cabaña de Olónico bajo su mirada siempre vigilante.

      Aquella querencia con la pubertad se convirtió en algo más. La intimidad fue desarrollando unos vínculos que las escapadas en las noche de verano y el descubrimiento del cuerpo del otro transformaron pronto en un amor incipiente y juvenil, pero amor al fin y al cabo, aunque se contuvo durante mucho tiempo dentro de los lindes de la inocencia.

      Ese fue el refugio que permitió a Idris sobrellevar esos primeros años en los que su pequeño mundo se vio amenazado por aquel imperio lejano cuyo nombre estaba cada vez más presente en los hogares celtíberos: Roma.

       4

      La primera vez que Idris tuvo una noción del poder de Roma fue un día que Olónico dibujó con un palo, sobre la arena húmeda junto a la laguna, un esbozo del mundo conocido.

      El adivino de Numancia enseñaba cuanto necesitaba ser sabido a los niños de los principales clanes. Ese día les estaba mostrando dónde encontrar setas y cuáles se podían comer sin peligro. Y ya con las cestas llenas aprovechó para instruirlos sobre el mundo.

      —Aquí están los arévacos. Aquí, hacia poniente, los lusitanos. Más arriba, pasadas unas montañas muy altas, los celtas. Al otro lado del mar también hay celtas. Y lo mismo aquí en Hibernia y en otra isla que hay hacia el oriente. Hacia el occidente nadie sabe lo que hay. Y hacia el sur, al otro lado del mar, está la Numidia…

      —Pero Roma… ¿Dónde está Roma? —preguntó Idris.

      —Roma está hacia el levante. Aquí.

      —¿Y cuáles son los territorios que controla?

      —Todas estas islas y todo esto que dominaba en su día Cartago. También Grecia, que está un poco más allá, en otra península. Y ahora Roma amenaza con expandirse hacia el Asia, que es inmensa.

      —¿Cómo sabes tanto? ¿Cómo conoces todos esos sitios? —preguntó Aunia.

      —Porque los hombres viajan y cuando se encuentran con otros hombres gustan de contar lo que han visto.

      —¿Has visto todas esas tierras con tus ojos?

      —No. Pero he hablado con suficientes viajeros para saber cómo son esos lugares y las gentes que los pueblan. ¿A vosotros os gustaría conocerlos? Por vuestras caras, Anna, Aunia y Ama, parece que no. Pero la expresión de Idris es diferente…

      —A mí me gustaría ver países lejanos. Quiero descubrir qué hay más allá de los mares.

      —Algún día viajarás por tierras remotas e incluso cruzarás algún mar, antes de llegar a la morada de Lugh. Pero no olvidéis ninguno que los hombres somos como las plantas. Igual no se ven nuestras raíces, pero existen. Nos atan a nuestra tierra. ¿Y qué pasa cuando se cortan las raíces? ¿Veis ese nenúfar, en ese estanque que se ha formado ahí? ¿Sabéis por qué está quieto? La raíz lo sujeta al fondo. Si esa raíz se cortase, la planta iría a la deriva y se perdería en el río. Quedaría a la merced de la corriente.

      —¿Como un milano soplado por el viento?

      —Así es. Pero Lugh, a todo le da sentido aunque nosotros no lo entendamos. Cuando nosotros, débiles mortales, no vemos la razón de un suceso, como las lluvias torrenciales, la sequía que destruye las cosechas o las epidemias, solo nos queda confiar en Lugh porque todas esas cosas ocurren por su designio.

      —Si Idris se fuera a un lugar lejano, yo me iría con él —dijo Aunia.

      —Yo también —apuntó Kara, la hija del herrero, que también asistía a las lecciones del sacerdote, tras un momento de duda.

      El sol se estaba poniendo. Se encendía por encima del robledal al otro lado de la laguna.

      —Ya es tarde —concluyó Olónico—. Volvamos a Numancia. Volvamos con vuestras familias.

       5

      Los romanos siempre fueron el principal enemigo de los arévacos. Con ellos habían estado en guerra desde que Leukón se erigió en jefe militar, y con ellos seguirían en guerra cuando Leukón muriese.

      Durante la infancia de Idris, Roma estuvo en el centro de todas las discusiones que mantenía el consejo de ancianos en casa de Leukón al calor de las brasas o a la luz de la luna, cuando se reunía en las cálidas noches de verano.

      ¡Roma! La lejana ciudad hacía más de dos décadas que mantenía la paz firmada por Sempronio Graco con los pueblos de Hispania. Los ejércitos romanos que controlaban el territorio se habían mantenido mucho tiempo inactivos. Y sin embargo Segeda, la ciudad de los belos, aliada de los numantinos, osó desafiar al lejano poder construyendo una muralla que, decían los invasores, violaba los términos de la paz.

      Aquel incidente inflamó los ánimos de los segedenses y el Senado de Roma ordenó a sus legiones marchar contra la ciudad. Ante la presencia de un ejército tan numeroso, los segedenses optaron por refugiarse en territorio de los arévacos, en las faldas de los cerros de Numancia, bajo la protección de Leukón, quien al enfrentarse a la potencia extranjera buscó alianzas con las ciudades vecinas.

      De entre todas ellas, Termancia, hacia el suroeste, era con la que mejores relaciones mantenían. Termancia nunca capituló ante Roma. Por eso Leukón viajó hasta allí con sus dos hijos. El jefe Babpo los acogió en su casa y allí compartieron la carne asada de un ciervo. Entre jarra y jarra de cerveza, los dos caudillos intercambiaron las esteras de hospitalidad y se juraron fidelidad mutua y odio eterno a Roma.

      En Termancia Idris y Retógenes vieron por primera vez a un legionario.

      Ese año los romanos llevaban desde la primavera en la región. Habían plantado ante la cara sur de Termancia, no lejos del río, un campamento fortificado. Los termantinos, jactándose de la inaccesibilidad de su ciudad, tenían por costumbre salir de las murallas a la caída del sol y acercarse a provocar. Había entre ellos un guerrero que medía más de seis pies. Era fornido como ninguno y llegaba hasta casi las puertas del campamento enemigo, donde increpaba a los legionarios