El Hispano. José Ángel Mañas

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Название El Hispano
Автор произведения José Ángel Mañas
Жанр Языкознание
Серия Arzalia Novela
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417241827



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les lanzaba en su tosco latín.

      —¡Esos son los romanos! Cobardes como ellos solos.

      Al cuarto día de repetirse la provocación, de repente sonaron las bucinas en el interior del campamento. La puerta se abrió para dejar salir a un único legionario que, poco a poco, con su gladius en la mano, se acercó al gigante.

      —¿Y ese es el campeón que enviáis? —se burló el termantino. Y bajó de su carro.

      Al correrse la voz, los arévacos acudieron a las murallas.

      Leukón subió a lo alto de uno de los farallones de arenisca que sobresalía de la fortificación con Babpo y sus hijos para presenciar la escena. Pese a la distancia, Idris y Retógenes pudieron observar perfectamente cómo se batían los dos guerreros en un espacio, cercano al campamento, que los romanos habían despejado de árboles. El termantino acometía con fiereza desde el principio. Buscaba intimidar a su contrario. Le insultaba a cada momento. Y sin embargo aquel romano bajito y quieto aguantaba cada embestida con entereza, sin pronunciar ni una palabra.

      —¿Qué te pasa, romano? ¿Es que no sabes hablar? ¿Te ha comido el miedo la lengua?

      Cada nueva bravuconada era acompañada por la correspondiente embestida. No obstante, el romano esquivaba las embestidas con habilidad, sin dejar de observar a su contrincante.

      Por fin los dos se enzarzaron cuerpo a cuerpo. Los golpes de espada de uno y otro se encontraron con los escudos y en las murallas se oyeron exclamaciones animando al grandullón: nadie dudaba de que saldría vencedor. Pero repentinamente el gigante dio un paso atrás. Se tambaleó. Tras bajar el brazo que agarraba el escudo dejó caer la espada que sostenía en la diestra. Se estremeció un momento. Se llevó una mano al vientre, donde el romano le había hundido la espada, y cayó de rodillas.

      El legionario se acuclilló para limpiar la hoja en la hierba y la enfundó. Se acercó al caído y se inclinó sobre él. Al ponerse en pie, agitó en dirección a las murallas de la ciudad la torca que había arrancado a su rival. La alzó en el aire al son de las bucinas triunfales y los gritos de júbilo de sus compañeros de armas que contemplaban todo desde el campamento.

      Años más tarde Idris todavía recordaría la amargura con que su padre y Babpo acogieron aquella derrota simbólica.

      —Aprended los dos que no siempre muerde más el perro que más ladra… —dijo Leukón—. La fuerza se le fue por la boca.

      —Son pequeños esos romanos, pero saben luchar —asintió Babpo.

      Ese día Idris entendió que la jactancia nunca jamás es buena consejera.

       6

      Pese a ello no fueron derrotas frente a las legiones que llegaban cada primavera, siempre bajo mando de un nuevo cónsul, sino victorias las que prevalecieron y marcaron la jefatura de Leukón. De todas, la mayor fue la que obtuvieron en la batalla que los romanos llamaron de la Vulcanalia, por darse en el día consagrado a Vulcano, dios del fuego.

      Ese año los numantinos y sus ciudades aliadas reunieron un gran ejército para combatir a las legiones consulares. El enfrentamiento era seguro, vista la hostilidad con que se había acogido en Roma a los mensajeros arévacos, a los que se obligó a permanecer fuera de las murallas de la ciudad y se dio tratamiento de enemigo.

      Finalmente, durante la primavera, se pudo juntar un ejército de más de veinte mil infantes y cinco mil jinetes que lideró el segedense Caro.

      Apenas tres días después de su elección, Caro se apostó en una zona de monte bajo y atacó a los romanos cuando la columna de marcha se adentró en una quebrada del terreno.

      Leukón lideraba el contingente numantino.

      El combate, duro e incierto en un principio, terminó con un gran triunfo sobre los invasores, que dejaron el terreno lleno de cadáveres. Y sin embargo, cuando los arévacos los perseguían de forma desordenada, un contrataque de la caballería romana que custodiaba los bagajes resultó en la muerte de muchos celtíberos y entre ellos, Caro.

      Esa misma noche, los arévacos se reunieron en Numancia y eligieron como nuevos generales a Ambón y, de manera unánime, a Leukón.

       7

      Corría, pues, el tercer año de la centésima quincuagésimo sexta Olimpiada*, y el sol se alzaba como una gran rueda de fuego por encima del río Duero, cuyo cauce había menguado lo suficiente en el estío como para ser vadeable, cuando llegaron las noticias de que el cónsul Nobilior, ya repuesto de la derrota, se acercaba de nuevo a Numancia.

      Por el Duero habían cruzado de manera precipitada, un mes atrás, los romanos después de la estrepitosa derrota ante Caro.

      El ejército consular se dirigió hasta el Talayón de Renieblas, un alto monte a escasos veinticuatro estadios de Numancia, donde, con el pretorio orientado hacia la ciudad arévaca, habían recompuesto sus fuerzas en un campamento que rodeaba la cima.

      Los cuarteles romanos miraban por un lado hacia el este, por donde se levanta el Moncayo, monte sagrado de los arévacos, siempre coronado de nieve, y por otro hacia la coalición de celtíberos que, tras elegir nuevos jefes, acampaba en la llanura al pie de Numancia, perfectamente visible desde su atalaya.

      El mundo amanecido debió antojárseles hermoso a aquellos hombres que se despertaron con el alba en sus tiendas y que, tras un frugal desayuno de pan con aceite y garum, una crema de pescado fermentado, agarraron sus jabalinas, sus espadas, sus escudos.

      En un día normal los romanos habrían cargado su impedimenta en las mulas y preparado una marcha o algún entrenamiento con los que sus mandos pretendían mantenerlos en tensión y con los ánimos altos después de los durísimos enfrentamientos del verano.

      Pero hoy había batalla y justo antes cada cual tenía su propia rutina: los más rezaban en sus aras a Júpiter o a sus dioses familiares, a sabiendas de que el augur había encontrado indicios favorables en las entrañas de la oveja sacrificada. Otros afilaban sus gladii mientras los centuriones pasaban por las barracas urgiéndolos con sus voces.

      —¡No os preocupéis, que los que hoy durmáis en el Hades no necesitaréis gran cosa! Pero no olvidéis que la muerte persigue a quien le muestra la espalda.

      Un par de horas más tarde los manípulos se organizaban en la amplia llanura que se extendía por el lado menos resguardado de Numancia.

      Todos quedaron encarados con la sierra de Urbión en el poniente, con el sol de espaldas. A su izquierda, una hilera de álamos acompañaba el curso menguante del río Merdancho.

      Teniendo a la vista la ciudad rebelde, los legionarios se escalonaron en una forma de damero dejando el suficiente espacio entre hombre y hombre para combatir con holganza.

      Delante iban los vélites, los más jóvenes.

      Detrás se prepararon los asteros, los príncipes y, en una tercera fila, los veteranos triarios que de inmediato hincaron una rodilla en tierra con solemnidad.

       8

      Aquel espectáculo lo contempló Idris junto con los críos y las mujeres que se iban colocando en lo alto de las murallas de Numancia. Todos vitorearon a los hombres que habían dormido en la ciudad, mientras salían por la puerta oriental en pos de Leukón.

      A los romanos los flanqueaban tanto los aliados celtíberos que habían reunido por el camino —carpetanos y sobre todo tribus costeras del levante y también del sur de la Hispania Citerior— como la siempre numerosa caballería de los númidas, sus aliados tradicionales.

      Los africanos cabalgaban sin silla y aun así controlaban como nadie sus pequeñas monturas.

      Desde