El Hispano. José Ángel Mañas

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Название El Hispano
Автор произведения José Ángel Mañas
Жанр Языкознание
Серия Arzalia Novela
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417241827



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toda Celtiberia el mismo caballo llevaba a dos guerreros, uno de los cuales descendía a luchar a pie, y muchos enseñaban a sus monturas a permanecer quietas durante el combate, atadas a una clavija de hierro en el suelo, hasta que regresaban. El propio Idris había visto a Leukón y a sus mayores domar a los animales y entrenarlos para que no tuvieran miedo al fragor de la batalla. Él mismo empezaba a cabalgar y a entrenarse para la lucha.

      Un sol cruel iluminaba cada vez más un cielo claro y despejado donde no había ni una sola nube. El astro rey se cernía sobre la llanura agostada donde poco a poco la sombra de los romanos se iba acortando.

      El sol hacía brillar los cascos de los celtíberos que se asomaban por el poniente a espaldas de Leukón.

      Sin soltar su báculo de autoridad, el jefe de Numancia marchaba en posición adelantada en tanto que por encima de sus cabezas los buitres se juntaban por decenas en el cielo y volaban con sus largos cuellos encogidos y la vista puesta en el llano, en espera de que apareciesen los cadáveres, tal como ocurría cuando se congregaba tanta armadura.

      —¡No os dejéis impresionar! ¡Todo el mundo en su puesto! ¡Mantened la formación en cuadro! —gritaban los centuriones romanos. La sed acrecentaba su impaciencia.

      Cada vez despuntaban por el horizonte más y más penachos rojos de jinetes arévacos que con sus petos y armas de asta rivalizaban en número con la caballería númida. A sus espaldas, y formando una ordenada línea, llegaban infantes numantinos con sus escudos de madera en ristre, menos largos que los de los romanos pero más manejables.

      La vista de aquellos celtíberos debió ser terrorífica. Aun así, los romanos se mantenían firmes en sus posiciones.

      —¡Ha llegado el momento de vengar a Caro! —gritó Leukón—. ¡Acabemos lo que no pudimos concluir el mes pasado! ¡Rematemos a ese ejército de soberbios extranjeros!

      —Que nadie se mueva. Que los vélites y asteros se preparen para el ímpetu. ¡Eicere pila! ¡Lanzad las jabalinas! —ordenó, por su parte, Nobilior desde lo alto de su caballo.

      El cónsul se había instalado a la derecha de sus hombres en una zona ligeramente elevada.

      Los niños y mujeres numantinas encaramados a las murallas podían verle desde lejos. Lo señalaron y aderezaron el ademán con insultos y maldiciones, como si el viento que se levantaba fuese capaz de llevarlos hasta aquel general romano de capa roja, acompañado de oficiales también a caballo, que observaba la cuidadosa disposición de su ejército y se preparaba para enfrentarse a su destino.

      —Algún día, Idris, tú y yo lideraremos ejércitos así —murmuró Retógenes.

       9

      Aquello ya no era una emboscada como la que habían sufrido los romanos por el camino.

      En ausencia del elemento sorpresa, que había ayudado a los nativos en su primer encuentro, este arrancó como una batalla clásica, con un lanzamiento masivo de jabalinas por parte de los vélites.

      Los escaramuzadores, para el lanzamiento, daban un paso atrás y dos o tres hacia adelante, cogiendo impulso, y luego se replegaban por los pasillos que dejaban los manípulos entre sí para la maniobra.

      Los arévacos se cubrieron con sus escudos. Cuando cesó la mortífera lluvia ellos también se descubrieron y arrojaron sus propias lanzas con los alaridos correspondientes.

      —¡Protegeos! —gritaron los centuriones.

      La andanada de proyectiles ensombreció momentáneamente el cielo.

      Asteros y príncipes alzaron sus escudos. Los gemidos de los heridos llenaron el aire. Agonizaban los primeros hombres.

      —¡Vamos a por ellos! ¡Echemos a los extranjeros de nuestro país! —gritó Leukón, al frente de los suyos.

      ¡Contendinte vestra sponte! ordenó el general Nobilior.

      El clamor de uno y otro bando preludió el cuerpo a cuerpo.

      Los asteros, que ya habían lanzado sus jabalinas, sus pila, fueron los primeros en acudir al enfrentamiento en tanto que las caballerías de uno y otro bando corrían furiosamente al galope.

      Númidas y numantinos avanzaban por los flancos. Aunque se hostigaron lanzando sus ligeras y mortíferas jabalinas de hierro fino antes de retirarse de nuevo, ninguno de los dos cuerpos de caballería consiguió envolver al ejército enemigo.

      —¡Mira allá, hermano! —señaló Retógenes.

      Idris no lograba apartar los ojos del campo de batalla. Las vanguardias de ambos ejércitos se habían concentrado en dos filas continuas de hombres que se acometían en las primeras oleadas con una exaltación furiosa, con voluntad decidida de matar o hacer retroceder al adversario.

      Tanto los niños numantinos desde la distancia como Nobilior, parado en lo alto del cerro en medio de sus ecuestres, constataron que la batalla parecía empatada.

      Fue entonces cuando, mientras los asteros retrocedían para refugiarse por los pasillos previstos entre los príncipes, Nobilior, desde su mando, dio una voz al decurión.

      —¡Que vengan los elefantes!

      Un mensajero de los romanos partió a galope en dirección a la retaguardia. Al poco apareció por detrás del cerro a sus espaldas el arma secreta de Nobilior: los elefantes africanos que había enviado el rey de Numidia y que habían llegado mientras se hacían fuertes en la atalaya de Renieblas.

      —¡Eso es lo que le ha decidido a dar la batalla! —murmuró Olónico, que durante sus viajes había conocido bestias similares.

      Idris seguía hipnotizado. Una exclamación de temor recorrió las filas de la muchachada en lo alto de la muralla. Ellos y el mujerío observaron la evolución de un enfrentamiento que a partir del día siguiente podría determinar que se convirtieran en esclavos. Todos habían rezado a sus dioses para que favoreciesen a los suyos.

      La aparición de los elefantes lo cambiaba todo.

      Los más pequeños apenas cargaban con un conductor y un arquero o lancero con turbante blanco y el armamento tradicional de los africanos. Pero el resto llevaban encima torres de madera, auténticos castillos que protegían hasta a cuatro númidas de oscura tez, armados de las sarissas que habían heredado de los cartagineses y estos de los griegos, picas de veinte pies de largo con las que ensartaban a todo el que se pusiese a su alcance.

      Los paquidermos portaban capuchones rojos y estaban pintados para que su presencia resultase pavorosa. Eran una veintena.

      —¡Son demonios de Elman! —exclamaron las mujeres.

       10

      La llegada de los elefantes provocó el temor de unos y envalentonó a los otros. Los triarios y príncipes romanos ampliaron los pasillos para dejar paso a los paquidermos que, con sus prolongados barritos, cargaron hacia el enemigo.

      Ni Leukón ni ninguno de los arévacos en el campo de batalla habían visto jamás elefantes o bestias de un tamaño semejante. Pensando que eran demonios, sucumbieron al pánico. Los que no, se quedaron paralizados mientras los paquidermos los pisoteaban o los empalaban con sus colmillos provocando la desbandada entre sus filas.

      —¡Los nuestros huyen! —exclamó Stena, que no andaba lejos de Idris.

      También las tropas romanas repetían un grito parecido en su idioma.

      —¡Huyen, Nobilior! ¡Los numantinos y sus aliados huyen!

      Nobilior, que hasta entonces se mantenía en tensión en su observatorio en la colina, se sintió satisfecho. Consideraba que por fin los dioses le hacían justicia y que la fortuna, después de tantos reveses, volvía a estar de su parte. Desde su posición en lo alto de