La Biblioteca. Emilio Calderón

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Название La Biblioteca
Автор произведения Emilio Calderón
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788461791781



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la vista en la calle, pero fui incapaz de componer palabra o frase alguna con las figuras de los transeúntes. Lo único que vi fue a un montón de personas que corrían de un lado a otro, evitándose las unas y las otras, una perfecta alegoría de nuestro mundo individualizado y deshumanizado.

      —¿Según tú, qué letras nos corresponden a nosotros? –le pregunté.

      —Eso depende de la ocasión. El hombre del abrigo negro que representa la «I mayúscula en negrita», por ejemplo, en cuanto se ponga cómodo y tome asiento se convertirá en una «h minúscula», y en función a la inclinación que adopte su tronco, cabe incluso que acabe la noche pareciendo una «h minúscula en cursiva». Es decir, cada uno de nosotros simboliza una letra en función de donde se encuentre y de lo que esté haciendo en cada momento. Te pondré otro ejemplo, cuando estamos sentados en la taza del inodoro todos somos una «G mayúscula».

      —Sin ir más lejos, yo esta misma mañana cuando tomé asiento en tu biblioteca-baño. Me pregunto cuándo descansas, si es que lo haces. Deberías pensar más en ti y dejar de considerar a las personas como si fueran letras corriendo de un lado a otro de la calle con el propósito de formar frases.

      —Me temo que te has ganado que te responda de nuevo con una cita de Stevenson: «El descanso es una cualidad propia del ganado; las virtudes son todas activas, la vida es una alerta, y es en el reposo donde los hombres se preparan para el mal». No olvides que vivo porfiando a la porfiria.

      De nuevo tuve la sensación de que Natalia había engullido todas y cada una de las palabras que había leído a lo largo de su vida, pero que no había podido –o sabido– digerirlas.

      —¿Lo ves? Vuelves a hablar como si de verdad creyeras ser un personaje de novela. Siempre tienes la cita de un autor en la punta de la lengua para que te sirva de coartada. Siempre que has de tratar con alguien te parapetas detrás de un libro. Te dan miedo las personas corrientes, de carne y hueso, que aman y sufren, y por eso las transformas en letras, en palabras, en personajes de cuento…

      Desde donde me encontraba, la oscuridad, que no había cesado de crecer, aumentaba la sensación de levedad de Natalia, que ahora parecía flotar sobre un nimbo cargado de malos presagios.

      —No le tengo miedo a la vida, pero, de alguna forma, quiero vengarme de ella. De la misma manera que mi existencia está limitada por la enfermedad, hago lo propio con la vida de los demás: establezco unos límites y los arrastro hasta mi terreno, donde poder tratarlos de igual a igual. Cada persona tiene un medio preferido en el que se desenvuelve con mayor soltura que en otros. El mío son los libros.

      —Deja que te ayude –me ofrecí.

      —¿A convertir en sapo al príncipe? ¿A convertirme en lo que a ti te gustaría que fuera? No, gracias –se desmarcó haciendo gala de su implacable poder de réplica–. El auxilio que me ofreces no pretende otra cosa que ayudarme a verificar cada hecho, a reconocer o discernir cuáles son ciertos o verdaderos y cuáles no según tu criterio. Aunque a ti no te lo parezca, soy feliz creyéndome otra persona distinta de la que en realidad soy. No hay en ese propósito la más mínima intención mística cuando digo que siento ser, que busco ser otra persona, sino el simple hecho de sentirme a gusto conmigo misma. No debería preocuparte tanto que no piense, vista o me comporte como el resto de la gente. Las personas tienden a sentirse más seguras dentro de la manada, pero ése no es mi caso. Yo nací con una diferencia, tuve que mirar hacia mi interior para ver qué pasaba y comprender que era distinta, de modo que no necesito que nadie me salve. Aunque no lo creas, cuando abro un libro lo que estoy haciendo es abrir una ventana por la que la luz entra con forma de palabras.

      Las últimas frases las pronunció con un tono de voz que daba a entender que había herido su sensibilidad.

      La arenga hizo que mi sugerencia pareciera un patético llamamiento de súplica, como si mi interés por ella se hubiera convertido en una idea fija que me obsesionara sobremanera. Estaba claro que Natalia había abolido las convenciones en lo tocante a sus relaciones con los demás, de modo que nada había más peligroso que alterar ese nuevo orden. El más mínimo brote de entusiasmo por mi parte, cualquier iniciativa que tomara para ayudarla, por tanto, era lo mismo que admitir que amaba y creía en la vida, y lo que Natalia pretendía, según sus propias palabras, era vengarse de ella. ¡Como si algo así fuera posible! ¿Acaso uno podía tomar represalias contra el viento o contra el fuego? Lo más sorprendente era que el arma con que contaba para llevar a cabo su desquite era la lectura de unos cuantos libros, en torno a los cuales había construido un universo afín a sus deseos. Sí, en cierto sentido, empezaba a tener la sensación de que nuestras conversaciones, nuestra forma de ver el mundo y de entender la vida corrían paralelas y, en consecuencia, al ser equidistantes entre sí no existía la posibilidad de que pudieran encontrarse en un punto.

      —De acuerdo, ¿y quién te gustaría ser? –le pregunté.

      —No quién, sino qué. Me gustaría ser una gran viajera. Por ejemplo, me gustaría visitar el cementerio protestante de Roma, donde, además de John Keats y Percy Shelley, está enterrada Daisy Miller, el personaje de la novela homónima de Henry James. Ya lo tengo todo pensado, viajaré de noche y visitaré el camposanto cuando caiga la tarde.

      Uno de los batientes volvió a golpear con estruendo el marco de la puertaventana, así que me dirigí un instante al interior para apestillarlo.

      Al regresar, busqué a Natalia con la vista, pero me encontré un trozo de luna en el lugar que había ocupado. Se había esfumado.

      8

      SANTOS me pidió que pasara por la tienda, así que aproveché la ocasión para echar un vistazo en el local que durante cincuenta años había albergado el negocio familiar y del que ahora era propietario por herencia. Los estantes de libros habían sustituido a los muebles, cuadros y porcelanas, y la atmósfera era mucho más sombría, pues la luz del sol era tan perjudicial para los libros como lo era para Natalia. El ambiente, además, era pretendidamente frío, pues el señor Santos luchaba con denuedo contra la humedad y el calor excesivo. Recordé que cuando entré por primera vez en aquella librería, hacía ya de eso muchos años, tuve la impresión de estar pisando una oscura y fría cripta, donde los anaqueles hacían las veces de nichos y los libros olían tan fuerte como cadáveres en descomposición. Nada que ver con el amplio espacio decorado con molduras y paneles blancos que resplandecían a la luz de las lámparas que había sido el anticuario Dalmau. En mi condición de arquitecto, pensé cuán curioso resultaba la distinta utilización de un mismo espacio en base a diferentes actividades comerciales.

      Santos ocupaba un viejo escritorio, atestado de libros viejos, pisapapeles, abrecartas, lupas y otros utensilios, y por supuesto la vista y toda su atención recaían sobre el ejemplar que en esos momentos manipulaba.

      —«La voz que oí del cielo habló otra vez conmigo, y me dijo: ‘Ve y toma el librito que está abierto en la mano del ángel…’. Y fui al ángel, diciéndole que me diera el librito. Y él me dijo: ‘Toma y cómetelo; y te amargará el vientre, pero en tu boca será dulce como la miel’. Entonces tomé el librito de la mano del ángel, y lo comí; y era dulce en mi boca como la miel, pero cuando lo hube comido, amargó mi vientre», Apocalipsis de san Juan, capítulo 10. Acércate, muchacho –dijo Santos.

      —¿Qué hace? –le pregunté.

      —Busco devoradores de libros, bibliófagos. Que un hombre se coma un libro es algo verdaderamente inusual, entre otras cosas porque el papel no se digiere, de manera que tal y como entra en el organismo sale de él. Aunque ha habido casos que contradicen esta opinión. El emperador Melenick de Etiopía, por ejemplo, comía hojas de las Sagradas Escrituras cuando se encontraba enfermo. Claro que hay quien asegura que su muerte fue causada por una indigestión de papel. En cambio, son innumerables los insectos especializados en comer papel. Algunos como la carcoma son expertos excavando sinuosas galerías. Por descontado, prefieren el papel artesanal, poco tratado desde el punto de vista industrial, lo que hace de los libros antiguos sus víctimas propiciatorias. ¡Ah, por fin te encuentro! ¡Ya te tengo!

      Y me