Название | 20 preguntas que Dios quiere hacerte |
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Автор произведения | Troy Fitzgerald |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789875678194 |
Pero Jesús, al verse frente a este problema aparentemente complicado, lo resuelve nivelando las reglas del juego, al decir en cierto sentido: “Muy bien, si ustedes quieren jugar con la letra de la ley, entonces examinemos todas las letras”. Así que Jesús escribió todas las letras que se aplican a la vida de cada uno en el suelo, para que toda la comunidad lo vea.
Evidentemente, todo este suceso no tenía nada que ver con la mujer, aparte de ser un títere perfecto para usar en contra de Jesús. Pero entonces Jesús declara: “ El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra”. Esta es la regla, y era poco común para la multitud. Quizá la característica más penetrante de esta escena sea que todos son descubiertos por lo que en realidad son. La mujer es una adúltera, deshecha y abusada, pero pecadora de todos modos. La pecaminosidad de los líderes religiosos se da a conocer; la verdad demanda que dejen caer sus piedras y se vayan. Todos se van porque, aunque quizá no sean adúlteros, probablemente hubiesen querido serlo en un determinado momento. Elena de White describe esta escena en El Deseado de todas las gentes: “Aquellos hombres que se daban por guardianes de la justicia habían inducido ellos mismos a su víctima al pecado, a fin de poder entrampar a Jesús. [...] Pero cuando sus ojos, siguiendo los de Jesús, cayeron sobre el pavimento a sus pies, cambió la expresión de su rostro. Allí, trazados delante de ellos, estaban los secretos culpables de su propia vida. El pueblo, que miraba, vio el cambio repentino de expresión, y se adelantó para descubrir lo que ellos estaban mirando con tanto asombro y vergüenza”.3
No había suficientes piedras en el patio aquella mañana para administrar justicia a todos los que la merecían. Como esto era evidente para todos, se fueron de a uno, desde el más viejo hasta el más joven.
El clímax de esta historia es cuán gloriosamente se revela Jesús como el Hijo de Dios, que demanda justicia y hace misericordia. Nunca minimiza el pecado de la mujer, porque “la paga del pecado” aún es la muerte, y alguien necesita pagar. Pero Jesús, en vista de su propio sacrificio, desestima su caso porque él pronto ha de ponerse en su lugar y ha de morir. Nadie en la tierra es más consciente del precio del pecado que Cristo. De hecho, la arrogancia moral podría ser uno de los pecados más despreciables, porque es muy difícil salvar a alguien que no cree que necesite ser salvo.
En aquella mañana en particular, el patio se vacía y, después de que todos se fueron, Jesús hace preguntas a la mujer que le cambiarán la vida: “¿Dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?”
¿Qué nos dicen estos interrogantes acerca de Cristo? Queremos que nos juzgue él porque será justo. Queremos que nos juzgue él porque, aunque conozca lo peor de nosotros, quiere lo mejor para nosotros.
Y, en el caso de esta mujer sorprendida en el acto del adulterio, Cristo le ofrece una oportunidad para asumir una nueva identidad. ¿Cuál es su respuesta a las preguntas que parten la vida en dos? “Ninguno, Señor”.
Pero existe un obstáculo que a menudo entorpece la certeza de nuestra salvación, nuestro andar en libertad y nuestra comprensión de que en Cristo nadie nos condena, y esa es la realidad. Yo quiero creer con seguridad que la gracia y la misericordia de Dios me salvarán, pero conozco lo peor de mí, y sé que Dios también lo sabe. Esa es la verificación de la realidad. Porque si bien me encantaría recibir misericordia, también tengo un sentido de lo que es justo. Ese conocimiento hace que creer en la gracia de Dios sea una de las cosas más difíciles de lograr. La creencia de que cumplir con todas las reglas y las regulaciones –la vida del legalismo– es diez veces más fácil que el salto de fe que exige de nosotros el descansar en la misericordia de Dios. Quizá la noción de que la salvación es gratuita atraviesa la garganta del cínico, porque interiormente sabemos que nada es gratis. Conocer lo que cuesta la salvación y quién pagó por ella es lo que hace que la experiencia sea valiosa y real. Además, nada paraliza tanto nuestro caminar con Dios como no responder la pregunta: “¿Dónde están los que te acusaban?” Para responder a esta pregunta debemos confiar plenamente en el proceso judicial del Cielo; y aunque algunos podrían aceptar instantáneamente este fallo en nuestro favor, a otros les podría llevar un poco más de tiempo.
Como me he sentado junto a la cama de santos que observan que la muerte se acerca, he notado que algunos confían en su hogar eterno en el cielo mientras que otros tiemblan ante la noción de que tal vez sus nombres no estén escritos en el Libro de la Vida. Algunos simplemente se quedan mirando su historial inconsistente de devoción a Dios y los embarga la duda. A veces somos conscientes y receptivos; y luego están los valles, esas épocas de desinterés o de debilidad.
La pregunta que Dios plantea abre toda una serie de otros interrogantes que debemos resolver para darle una respuesta a él:
¿Cómo podemos sentirnos seguros de nuestra salvación con un caminar con Dios tan tumultuoso?
Sabiendo que Cristo conoce lo peor de nosotros pero desea lo mejor, ¿cómo podemos caminar con confianza?
¿Cómo funciona realmente este principio de “Vete, y no peques más”?Primero, ya sea que nos sintamos bien o no al respecto, asumir una nueva identidad implica una elección. Debemos escoger.La mujer tuvo que elegir creer que acababa de pasar de muerte a vida. Tuvo que creerlo y recibirlo. “¿Dónde están los que te acusaban?” Si queremos sentirnos salvos, debemos elegir creer que es verdad y pronunciar las palabras: “Nadie es quién para condenar, y el Único que puede condenarme está ocupando mi lugar”. El acto de recibir este don ha sido un enigma para muchos, como registra Juan: “En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Juan 1:10-13).Empecé a comprender la transición de la desesperación a la confianza cuando trabajaba en una colonia de verano en el Parque Nacional Yosemite. Los acampantes baqueanos emprendieron viaje por un sendero hasta un hermoso descampado, donde los campistas pasarían la noche bajo las estrellas. Yo me fui con la vieja camioneta hasta el descampado, para comer y entonar algunos cantos con los chicos. A través de los árboles podía ver cómo se arremolinaban los jóvenes cuando revisaban si los caballos estaban atados correctamente. Cuando pasé a un caballo en particular, olí algo extraño. Aunque estaba parado en medio de 18 caballos sudorosos, seguí el olor hasta uno de ellos y descubrí que la montura estaba empapada. No necesité acercarme más para deducir que alguien había mojado el caballo.Se me ocurrió revisar mentalmente la lista de adolescentes mochileros, y ninguno tenía problemas médicos ni nada que pudiera imaginarme. Entonces caí en la cuenta de que había un niño de 10 años (lo llamaremos Josué) que se sumó al grupo. Observé el descampado y localicé a Josué, que esperaba haciendo fila, sosteniendo una bandeja de acero inoxidable frente a él con las piernas cruzadas y con mirada aprehensiva. Si cualquiera de esos adolescentes se enteraba de lo ocurrido, hubiese sido indescriptible la vergüenza que podrían haberle infligido con una pocas burlas descuidadas. Me acerqué rápidamente a la fila y me paré entre Josué y los demás campistas, y le dije:–Josué, necesitamos hablar un momento. ¿Puedes venir conmigo, por favor?Conduje al asustado muchacho al descampado lejos de los demás, y en cuanto estuvimos fuera de su alcance, las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro lleno de polvo.–Josué, ¿qué pasó? ¿Por qué... mojaste el caballo? –le pregunté.El dique de contención de la desesperación y la vergüenza se rompió, y se largó a llorar a lágrima viva.–Tuve que ir... y las ¡ah, ah, ah!, chicas estaban justo ahí... y ¡ah, ah, ah!, los osos estaban...”Al comienzo del campamento les dije a todos los chicos que no entraran solos en el bosque, debido a los osos. Ahora bien, los adolescentes tomaron esas advertencias de otra manera que un niño de 10 años. Además, más aterrador que cualquier oso sería la presencia de una adolescente en cualquier parte a cien metros de las instalaciones naturales en los bosques. Él tuvo que ir, pero le daba mucha vergüenza decirlo enfrente de las chicas,