Destino. Virginia Salazar Wright

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Название Destino
Автор произведения Virginia Salazar Wright
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418411717



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el abandono de Giacoma, que había perdido interés por los hombres y por su apariencia. La falta de cuidados ayudó a los años para que se convirtiera en una especie de esperpento de triste aspecto. Su antes hermoso y contorneado cuerpo quedaba enfundado en una fea bata que había cubierto a quién sabe cuántas dueñas anteriores, sus rizos obscuros hasta los hombros se sujetaban con una suerte de malla, su tez otrora bronceada era ahora de color cetrino y sus ojos hundidos dejaban suponer su profunda melancolía y un tenaz abandono.

      Trabajaba para sobrevivir, había dormido poco, como de costumbre y, cuando escuchó la sirena de la fábrica de abono orgánico en Milán, donde fue a trabajar, se dispuso cansinamente a una nueva jornada, tan en silencio como su examante. El destino, sin que ella lo supiera, los había unido, ella —en profundo silencio— guardando abono orgánico en grandes sacos y, él, en silencio, leyendo las Cartas de San Pablo en griego antiguo.

      No supo nunca a cabalidad por qué Giuseppe huyó de su lado, sin despedirse. Su madre creía intuir la razón porque se había cruzado con Antonino en el pueblo; él, en un hermoso automóvil de su colección, ella, como correspondía, halando una mula prieta cargada de ropa limpia de los vecinos del pueblo.

      El día del encuentro con el padre de Giacoma, Antonino desde el coche le dijo que semanas antes había conversado con su pequeño hermano, precisamente el día de la tempestad, y que nunca más supo de él. —¿Cómo está? —preguntó Elsa—, a lo que su examante le dijo que simplemente había desparecido el día siguiente de la tormenta.

      Antonino, en sus adentros, se alegró mucho con la noticia pues con ella afianzaba su situación de heredero universal. Habrá que celebrarlo se dijo, y buscó a una de sus chicas, a la que se había conservado mejor para ir a un hipódromo en Génova, porque también le gustaba apostar mucho en las carreras de caballos.

      Había noches, en su destartalado cuarto en un barrio obrero de Milán, que Giacoma, sin dormir todavía, recordaba las caricias de Giuseppe y la felicidad que le despertó la pasión compartida, pero ya era tarde para buscar otro amor. Más aún cuando ella quedó persuadida de que no había en la creación un ser más perverso que el hombre. En el incomprensible, para ella, misticismo de Giuseppe se decía a sí misma que el ser malvado y provocador de la Biblia debió haber sido el hombre, no la inofensiva culebra, que solo sugiere comer manzanas.

      Giacoma venía laborando, encerrada en ese lúgubre lugar hace ya más de diez años. La fábrica, que formaba parte de un enorme complejo fabril perteneciente a un judío italiano, abarcaba más de una cuadra en el barrio industrial de Milán. Cientos de obreras sin rostro como ella trabajaban como esclavas, frente a los enormes molinos y mezcladoras, sin ningún entusiasmo y con muy escaso sueldo.

      Casi todas las obreras provenían de distintas comarcas rurales de Italia, eran tan pobres como ella y compartían el destino de haber llegado a ese pestilente lugar para obtener un trabajo que les permitiese simplemente subsistir. No se dirigían la palabra entre ellas, no por voto de silencio cartujo, sino por la simple razón de que no tenían nada que decir.

      Por contraste, Giuseppe pagaba su pecado en un purgatorio silencioso, rodeado de otros esperpentos, mientras que Giacoma, sin saber qué pecado había cometido, pagaba su culpa en un círculo pestilente que no se le había ocurrido describir ni al divino Dante.

      Giuseppe murió, consumido como el Buda, entre libracos de griego antiguo, pero quizás esa fue su expiación del pecado sobredimensionado; Giacoma iba a encontrar en su círculo infernal una razón para seguir viviendo.

      Una tarde, chocó su mirada furtiva con otra de las obreras silenciosas, por la fuerza, no por vocación, y participó en una reunión secreta en un apartado galpón de la misma fábrica.

      Protegidas por pilas de sacos de abono, algunas obreras por fin mostraban algún entusiasmo. Una mujer mayor, vestida con igual overol azul, con una bandera roja con estrella amarilla en una mano, alzaba para ser visto por todas un cartel en el que se había escrito una proclama que decía: «Haga Patria, destruya un empresario». Otras compañeras distribuían panfletos de fila en fila para que todas las asistentes tuvieren uno. En pocos minutos quedó el escenario montado y la vieja obrera tomó primero la palabra, para destacar los derechos del proletariado y aclarar que la única vía para conquistarlos era la revolución de las masas oprimidas.

      Esa fue la primera reunión de iniciación de Giacoma en la vida de rebelión marxista, el objetivo de la lucha de clases le fascinó desde el comienzo y llegó a ser parte de sus entrañas, al pasar los meses manoseando la doctrina.

      El día más feliz, en la que parecía ser la existencia más sombría de la abandonada mujer, fue cuando en representación del sindicato de su fábrica acudió a la reunión de la comunidad obrera de Milán, donde conoció a otras dirigentes de innumerables oficios, todas, sin excepción, imbuidas en la necesidad de romper, con la fuerza de las armas si era necesario, la situación de explotación laboral en la que vivían, mientras sus respectivos empresarios se enriquecían asquerosamente.

      Giacoma renunció al amor apasionado para trocar su pasión por una entrega fanática al partido comunista, que remplazó, como su hogar a la casa de Elsa, al tiempo que las proclamas marxistas sustituyeron a las canciones de amor que le gustaba escuchar en una pequeña radio, que prendía en el cobertizo. Supo entonces porque desde hace muchos años, a raíz del inexplicable abandono de Giuseppe, había descuidado su figura y su apariencia, pues, ahora, con su overol azul y la banda roja en su brazo izquierdo quedaba vestida de revolucionaria. A nadie inspirará amor, pero todos tendrán que sentir temor por sus propósitos y sus alcances.

      En la reunión, con la crema y nata del sindicalismo obrero italiano, conoció a Giovana, una de las que habían sido amantes de Mussolini, el peor enemigo de los comunistas. Giovana era una mujer impresionante, cada sílaba que salía de su hermosa garganta mostraba la seguridad que Giacoma quería llegar a tener para hacerse temer en toda la barriada.

      Giovana fingía, como buena artista, esa seguridad que deslumbró a Giacoma, porque venía de una familia judía de Venecia y fue precisamente el antisemitismo y la horrenda persecución de Mussolini que, años después, la llevó a emigrar a la Argentina, a pesar de que consta en la historia política que se pasó del socialismo, que apasionó a Giacoma, al fascismo de «il Duce».

      Las reuniones proletarias se hicieron muy frecuentes y los dirigentes obreros se hicieron amigos, compartían la ideología revolucionaria, el vino, el pan, el queso antiguo y, algunas veces, la cama.

      Por su parte Giovana cosechó muchos amores de sus coidearios y tuvo dos hijos con su primer esposo, Lorenzo Enrico que en mayo se fue a la guerra y murió, y el segundo, Pietro, terminó huyendo con su madre a la Argentina donde conoció a Tony Pedemonte.

      LIBRO SEGUNDO

      Capítulo I

      INICIA EL VIAJE AL NUEVO MUNDO

      Tony dejó la casa de su abuelo, más con pena por el viejo Paolo que por la misma heredad, que se había hecho flecos por los placeres y gustos de su padre Antonino, que ya entrado en años se casó con su madre Concheta, porque sus tíos eran conocidos en el pueblo por su mal carácter y Concheta estaba embarazada del «don juan» cuarentón y no tuvo más remedio que pedirle a don Camilo que santificara la unión con la futura madre de su hijo. Antonino no tenía pasta para ser padre y a Tony le dejó prácticamente a cargo de Paolo, que hizo sus veces.

      Antonino fue novelero siempre. Notó que su fortuna dejó de ser atractiva por el deterioro de la hacienda, y que sus autos eran más de museo que, para pasear chicas, aparte de que ellas, las hijas de sus antiguas novias no parecían seducirse fácilmente con cenas, vinos de marca y promesas.

      El seductor ya envejecido cambió frecuentemente de técnicas, pero ninguna daba los resultados de antaño. Tuvo que reconocer que para todo existe su tiempo y que su mayor atractivo, con los años, no fue su porte varonil y su sofisticación, imitada en películas del tiempo de oro del cine italiano, pues esencialmente el mayor imán para las mujeres fue su dinero y, al escasear este, Antonino se vio obligado a salir del pueblo cada vez que sus afanes amorosos se hacían presentes para conquistar alguna campesina medianamente joven y no muy