Название | Destino |
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Автор произведения | Virginia Salazar Wright |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418411717 |
Podía percibir aún el olor primaveral de las flores, mezcladas con el olor del vino añejo; podía seguir viendo algunas botellas sobre la repisa, donde se colocaban otros aparejos, pero ahora, en el presente, dejando por el momento la ensoñación del pasado, volteó la mirada hacia las escasas parras del viñedo ya seco, salpicado de uvas magras, los arados olvidados en el patio trasero donde antaño se apilaban los cestos de uva y en la cuadra el viejo caballo, el único que aún quedaba, rodeado de flacas mulas grises, tan antiguas como él.
Como el punto álgido del comienzo del deterioro recordó la verde colina que circundaba la casa de donde salió para perderse en el horizonte su joven amo. Con su adiós había comenzado el cambio radical en sus existencias: la del viejo en Liguria, la del joven en el nuevo mundo.
Capítulo II
BUENOS AIRES
En su nuevo destino, cuando era todavía muy joven, Tony recordó que había echado una última mirada a su entorno que ya no daba para más. La cosecha había sido muy mala ese año, quizá peor que el anterior y los tres que antecedieron. Los olivares yacían secos, buenos solo para madera de fogón, uno que otro racimo entregaba, con avaricia, pocas uvas que colgaban de palos secos como manos de muerto.
La tierra estaba agrietada y cansada y desde hace casi un lustro parecía que la heredad había unido su destino al viejo Paolo, su fiel criado, el que ya no podía siquiera ver el cielo, que era lo único que parecía nuevo, por su encorvada espalda. El viejo Paolo estaba condenado a ver su imagen en la tierra agrietada y agotada.
Desde que Tony recordaba, su padre y, antes su abuelo, habían confiado en la sabiduría del fiel Paolo. Cuando él decidió hace muchos años cambiar de destino, Paolo quedaría a cargo de los retorcidos árboles y debía esperar un milagro.
Los olivares habían sido el orgullo de tres generaciones, pues antes sus fuertes y pródigas ramas cedían ante el peso de su fruto. Los olivares habían sido alineados según su variedad, como soldados en perfecta simetría. Cuando con sus ojos quería medir la distancia, su vista alcanzaba hasta perder la imagen en el horizonte de la campiña de Liguria.
En esos felices años todo indicaba prosperidad. Se trabajaba por jornadas y los peones con el mismo esfuerzo que sus patrones laboraban sin cesar: virando la tierra; abriendo nuevos surcos y cosechando aceitunas sin parar, desde los primeros rayos del sol hasta el ocaso.
De vez en cuando, en horas específicas como al caer la tarde, todos refrescaban su sed con el vino propio, fruto de la parcela de uvas enramadas en un gran arco a la salida del patio trasero y que se alargaba por más de una cuadra.
Las horas del día no parecían suficientes para recibir todos los dones de la tierra, en constante ajetreo, las carretas tiradas por fuertes bueyes llevaban tanta carga que se desparramaba por los bordes.
Con frecuencia, el padre de Tony se veía obligado a aliviar la carga de su gente habitual y contrataba a sus vecinos, que ayudaban más por solidaridad que por necesidad, puesto que todos en la región podían alabar y agradecer a la Providencia la prosperidad de la gente.
Claro que, según contaba el padre de Tony, los foráneos miraban con envidia el prodigio de esa tierra, que regalaba sus frutos sin remilgos. Los foráneos visitantes renovaban entonces sus sueños de éxito, pues veían en Liguria un buen destino para propios y extraños.
Capítulo III
LA DESPEDIDA DE LA HERENCIA FAMILIAR
El día que se despidió Tony, el viejo Paolo estuvo más taciturno que nunca, se limitaba a observar al joven y sentía profunda tristeza por quedarse solo y porque presentía que la casona iba a caer en picado.
Ciertamente, todo apuntaba a creer que una tradición, comenzada por el abuelo de Tony, estaba dando sus últimos estertores. Tony se marchaba al otro lado del gran mar y su antiguo patrón, el padre de Tony había muerto hace más de un mes, parecía que con él se fue todo lo que había quedado de la casa montada por Agostino, el abuelo, que fue el iniciador de la tradición comercial de los Pedemonte.
Antes de montar la industria de los olivares, Agostino había recorrido algo de Europa y, sin haber podido encontrar un trabajo fijo, terminó en una gran hacienda en Andalucía, de los esposos Torreón de Olivares y Castaño, una pareja afortunada que precisamente con el cultivo de olivares y la producción de aceite llegó a amasar una considerable fortuna.
Ya con dinero y propiedades, los esposos manosearon su apellido para acercarse lo más posible a las aristocracias. Tenían que hacer honor a su industria y, por eso, el apellido Olivares no podía faltar en la fórmula. Vivían en una casa que tenía en su flanco derecho una alta torre, adoptaron por ello el apellido «Torreón» y, de haber sido antes, en su aldea, simplemente castañuelas, cambiaron su último apelativo por «Castaño», Castaño que con la conjunción anterior dejó completo el maquillaje.
Pero aparte de la cursilería y el esnobismo, los Torreón de Olivares y Castaño prácticamente adoptaron al entonces joven Agostino y, ciertamente, le pasaron todo los secretos de la técnica del cultivo de olivares, por eso cuando decidió en 1890 volver a su pequeño pueblo de Liguria, llegó en un buen carruaje, tirado por dos caballos briosos, ropa nueva, alguna suma de dinero, y, sobre todo, lleno de conocimientos sobre olivares, aceitunas y aceites.
Compró una parcela de tierra y empezó su negocio con tanta prosperidad, que sus ganancias dieron lugar a la compra de tierras aledañas para sembrar más olivares y producir mayor cantidad de aceite. Construyó un pequeño imperio y se ganó el afecto de los vecinos que pronto le llamaron «don».
Las familias ricas de Liguria buscaban alguna buena forma de hacer amistad y alianzas con don Agostino, y una de ellas ofreció a Agostino una hermosa joven rubia, de ojos verdes, dormidos, de franca sonrisa seductora y esplendida figura.
Don Agostino quedó prendado de la joven Eduarda y pronto se casaron, Paolo recordaba que la gran recepción después de la boda fue ya en la casa de los Pedemonte-Repetto. Agostino no cabía de tanta dicha y Eduarda, ese día, lucía más hermosa que nunca.
Los presagios de fortuna eran excelentes, las buenas ideas comerciales de Agostino y la belleza y don de gentes de Eduarda hacían de ellos la pareja perfecta, los consentidos de la sociedad pueblerina y los modelos que querían seguir los mozos ambiciosos del pueblo.
De esa buena época fue testigo Paolo, que veía crecer la heredad y sentía la prosperidad que corría libre por las tierras de los Pedemonte-Repetto. No había nada de la moda de Milán que no estrenara la bella Eduarda y Agostino adquirió el primer modelo deportivo de un Maserati, que también corría libre por los caminos de la región y levantaba polvaredas en el pueblo. Los chiquillos seguían, corriendo al paso de Agostino y de su bella mujer de elegancia refinada, el automóvil deportivo que solo habían visto en las revistas.
La afición por los automóviles y por la velocidad fue otra tradición iniciada por Agostino, pero su afición al lujo no fue despilfarro y la hacienda nunca se descuidó, siguió creciendo en riqueza y prosperidad, con la misma velocidad que corría con su automóvil deportivo las campiñas de Liguria.
El heredero de Agostino, el patrón recordado por Paolo adquirió parte de la tradición de su familia, tuvo siempre una imparable pasión por los automóviles deportivos y soñaba con recorrer los caminos a velocidades nunca registradas, ni en Liguria ni en ninguna otra parte del mundo, pero no se veía negociando precios de aceite, nunca tuvo interés por las variedades de olivares y ni siquiera encontraba gusto a las aceitunas, no a las verdes, tampoco a las negras.
El heredero Antonino no llegó a ser una bala perdida, pero no sacó ni una pizca de la enorme responsabilidad de su padre, el fundador de la heredad. La emulación de la belleza casi inagotable de su madre lo llevó a buscar siempre la compañía y el amor de bellas muchachas,