Название | Destino |
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Автор произведения | Virginia Salazar Wright |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418411717 |
Pero no podía dejar la hacienda, sabía que una gran parte de su encanto estaba en su dinero y en los automóviles de lujo y en su casona, por contar con muchos sirvientes y, en fin, por la enorme reputación de la familia Pedemonte-Repetto.
No se imaginaba buscando trabajo como inmigrante, viviendo en una barriada pobre de una gran ciudad en la que casi todos sus habitantes son anónimos.
Siempre se quedó en su pueblo, en Liguria, porque era allí el «heredero», el espléndido galán que no escatima en gastos para complacer a sus amigos, era el «niño bien» de la región. No podía cambiar su situación por los avatares impredecibles de dejar la vida muelle, los lujos, los automóviles y, en fin, como consuelo por el forzado arraigo se decía a sí mismo que las mujeres del pueblo, luego de una buena cena y de un excelente vino y licores cordiales, podían despertar alguna novedad, aparte de que es de sabios concluir en que no hay nada que pueda ser completo en el mundo.
Antonino, por otra parte, en su interior reconocía que tenía la ventaja de ser hijo único, porque aun cuando no pueda decirse que fue un golpe de suerte, su hermosa madre murió al quedar, después de algunos años, embarazada, y al dar a luz perdió su vida y quedó el vástago que hubiera podido rivalizar con Antonino.
Paolo recordaba este triste episodio cuando se fue para siempre el esplendor de la belleza de Eduarda y la tremenda soledad en la que quedó Agostino, el niño no podía ser cuidado por el padre y Antonino estaba muy ocupado en sus derroches; fue entonces cuando se buscó una ama de cría para el niño, se trataba de una robusta madre soltera del pueblo que nunca reveló quién era el padre de su cría.
La joven nodriza cuidaba con igual celo a su hija y al niño Pedemonte-Repetto, los dos crecieron como hermanos mellizos y el niño aprendió a querer a su madre postiza desde que recibió la primera gota de leche.
Capítulo IV
LA VIDA DESPUÉS DE AGOSTINO
A Paolo le bullía el cerebro, los recuerdos martillaban su mente. El patrón había llorado a su mujer por meses, amanecía y anochecía embrutecido por el vino que copa tras copa bebía frente al hogar de la gran casona o encerrado en el despacho, mientras la robusta nodriza se hacía cargo totalmente del cuidado del último vástago Pedemonte-Repetto.
Elsa, la nodriza, escogió el nombre de Giuseppe para el niño y pidió autorización del embriagado Agostino para bautizarlo en la iglesia del pueblo, don Camilo, el cura, pidió padrino y madrina, Elsa se presentó como madrina y el barbero aceptó ser el padrino. No hubo fiesta ni recepción alguna luego de la ceremonia, Elsa llevó en sus brazos a Giuseppe a su casa y todos dejaron por terminado el asunto, quizás habría que contar, otro día, a don Agostino que tenía un nuevo cristiano en su familia.
El pequeño Giuseppe y su hermana de leche, Giacoma, de origen incierto, crecieron siempre juntos, comían del mismo plato y, pasado el tiempo, más unidos se encontraban. Ya de adolescentes empezaron a notarse las diferencias, pues Giacoma odiaba las clases sociales y detestaba a los ricos y a los aristócratas, más a aquellos ostentosos, mientras que Giuseppe veía en todo la mano de Dios, siempre recurría al Creador para realizar la más mínima tarea: —¿Qué te parece si hoy hago tal cosa en la granja? —preguntaba mirando al cielo. Creía ver las respuestas de su inefable padre celestial y cuando el cielo se encapotaba quería decir que no contaba con la autorización divina, pero en sus afanes románticos dejó a un lado el consejo de Dios y cada día se acercaba más a Giacoma, se sentía ruborizado cuando rozaba su mano y las noches se quedaba dormido con el último recuerdo de las palabras o de las acciones de su hermana de leche. Al despertar corría para encontrarla, generalmente en la cocina, para contarle que, otra vez, soñó con ella.
Una de estas mañanas, Giuseppe siguió a Giacoma hasta el pequeño cobertizo, para darle más detalles de su ensoñación, y ella le contestó que era una persona muy práctica, que no soñaba ni se hacía ilusiones, pero que si alguna vez besara a alguien sería a Giuseppe.
Entornaron los ojos y se acercaron, sus cuerpos estuvieron muy juntos y ocurrió el destino práctico de Giacoma y se hizo realidad el sueño de Giuseppe. Como fue su vida, nuevamente juntos descubrieron el amor y notaron que en las caricias y los besos había muchas más razones para jurarse que no se separarían jamás. Giacoma se propuso seguir odiando a los ricos y poderosos, pero excluiría de su resentimiento a Giuseppe; mientras él pedía perdón a Dios por no haberle consultado con anticipación y de rodillas le agradeció, por haberle hecho conocer, en carne propia, las razones que existieron siempre para sacrificar un paraíso, siempre, indefectiblemente, por el amor a una mujer, como nuestro padre Adán que dejó la tranquilidad y la vida idílica por el apasionado amor que le enseñó Eva, que ella era el verdadero fruto de la vida.
La pareja se mostraba muy feliz, Giuseppe día a día se apartaba más de su familia biológica, incluso porque el ya desgastado Agostino creía recordar, entre brumas, que tuvo otro hijo.
Antonino, sin reconocer que la suerte siempre estuvo de su lado, decía que le hubiera gustado ser el hermano mayor del pequeño Giuseppe, pero que no cabía visitarlo en la casa de Elsa, por razones que ella y él conocían.
El misticismo de Giuseppe crecía con el tiempo, cada vez parecía más etéreo y en sus devaneos religiosos se le ocurrió que el paso final de perfeccionamiento espiritual sería informar a su decrépito padre y a su disoluto hermano que les perdonaba su pertinaz abandono.
Fue a la casona y vio a su padre que divagaba, lo miraba sonriente, pero a todas luces no sabía de quién se trataba. Le agradeció su perdón, pero no pudo captar la razón del mismo. Antonino se encontró con su casi desconocido hermano en la taberna del pueblo, se propuso escucharlo.
Nunca pude visitarte —le dijo— porque Giacoma es mi hija. Elsa me prometió y, siempre cumplió su palabra, de no revelar la verdad. Giuseppe sintió que la vida se le escapaba del cuerpo y como último recurso miró al cielo para recurrir a la protección de su verdadero padre, el Creador.
El cielo no solo estaba negro, amenazaba tormenta. La respuesta de Dios quedó muy clara para Giuseppe, Dios lo expulsaba de su particular paraíso por haber conocido, bíblicamente, el amor de su propia sobrina, carne de su carne, era él un pecador irredento, debía exculpar su imperdonable incesto.
No se despidió de su hermano, se limitó a mandarle una horrible mirada de reprobación, dio un portazo y salió despavorido al campo para caminar muchas horas, dándose golpes muy fuertes en el pecho. —Soy un pecador, soy un pecador —se repetía cada vez con mayor constricción. No fue a dormir a la casa de Elsa esa noche y de madrugada salió con la firme determinación de tomar los hábitos como monje cartujo.
Giuseppe estaba seguro de que debía pasar su vida entera en retiro espiritual para que Dios, que había sido su guía siempre, pudiera llegar a perdonarlo, y le importaba demostrar que su enamoramiento con Giacoma fue sin saber que había entre los dos un parentesco tan cercano. Poco le importaba calcular el grado de parentesco entre un medio tío y su media sobrina, se sentía endemoniado y debía apartarse de la sociedad, especialmente, poner tierra entre él y Giacoma, aun cuando solo repetir su nombre le provocaba escalofríos.
Se encerró en un convento de la orden de los cartujos en los Pirineos, aprendió griego clásico y se dedicó a leer y releer, hasta el agotamiento, las Cartas de San Pablo, durante varios años se olvidó de comer y de beber, hasta que sus silenciosos hermanos cartujos lo encontraron en el piso de su húmeda celda muerto, cuarenta años después, indefectiblemente muerto.
Como Giuseppe había entrado casi de incógnito al convento y debido a que los monjes no preguntaban ni decían nada, cuando alguno de ellos preguntó quién era el muerto, para avisar a la posible familia terrenal que tuviera, los monjes alzaron los hombros hacia sus cabezas, como para decir que no importaba, y luego negaron conocerlo con la cabeza. Lo enterraron al pie de un árbol de higos,