Название | Por un sendero de sueños |
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Автор произведения | Gabriela Santana |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078773176 |
—Por favor tenga cuidado. ¿Quiere que la llame cuando tenga más informes del otro ejemplar?
—Puedo pasar a preguntar mañana mismo. Estaré en el área. Gracias.
Caminó tercamente contra el viento, abrazada a la bolsa de plástico con el fin de proteger su contenido y temiendo que le fuera a pasar lo que al paraguas. Llegó al estacionamiento, y en lugar de pedir su coche subió por un elevador antiguo que marcaba con una estrella el nombre del hotel Rumania.
Indecisa, observó el espacio. La entrada estaba iluminada por una lámpara art decó que simulaba un ramo de alcatraces. La mesa de madera de la recepción estaba bien pulida, pero a la pared le faltaba pintura. La alfombra, que alguna vez había sido rojiza, se veía bastante desgastada.
Se acercó al mostrador. Una mujer de tez muy blanca, como salida de un cuadro prerrafaelista, le dijo con marcado acento eslavo que no había cuartos disponibles, pero que podía darle uno al que solamente le faltaba la chapa, pues lo estaban remodelando. Podía ocupar esa habitación si lo deseaba.
—Tiene calefacción. Además hay galletas y café instantáneo en la maquinita. —señaló el corredor.
El cuarto fue fácil de localizar: era el que tenía un agujero en lugar de picaporte. Al entrar se dio cuenta de que una nube de polvo blanco estaba suspendida en el aire. Sacudió el edredón y se quitó las botas. Unos minutos después la mujer de la recepción llamaba del otro lado de la puerta:
—Le sugiero que atranque la puerta con el tocador. Si necesita algo, solo llame. Mi nombre es Yelena.
Olivia se estremeció. Damos por hecho que estamos seguros cuando cerramos la puerta; sin embargo una puerta sin chapa es un objeto inútil, pensó, adentro hay apenas espacio, pero afuera… afuera todo es desmedido.
Siguió la indicación de la mujer cuestionándose lo irónico de la situación (y del mensaje mismo), y trató de instalarse lo mejor que pudo. Incluso corrió las cortinas para no ver las ráfagas de viento golpeando la ventana.
Enseguida sacó el libro del empaque. De nuevo se sintió transportada por el aroma a cedro. Alguna vez había leído que en la antigüedad la madera de ese árbol se quemaba para crear un espacio sagrado. Le pareció lógico. La sutileza del aroma parecía llamar a la concentración.
El ejemplar medía unos 40 centímetros y estaba encuadernado en papel pergamino. La portada tenía una decoración con un rectángulo en oro, y las letras del título parecían fugarse dentro de este rectángulo según les diera la luz, como otra puerta, sonrió.
Buscó en las páginas interiores, y aunque el texto no tenía grabados, la caligrafía de las notas era pequeñita y hermosa, ¿gótica? Estaba hecha como si se hubiese añadido a modo de decoración. La tinta era cobriza, ¿un color tomado de alguna planta exótica?, y el volumen había sido editado en Sevilla en 1751.
Puso atención a las primeras frases. No a las de Píndaro, sino a las notas. Transcribir palabras significativas era una de sus aficiones. Copió algunas en su agenda y luego las releyó.
Efímeros somos, ¿qué es uno?, ¿qué no es? Sueño de una sombra, el hombre. / Lo que es, lo que será, lo que ha pasado. / El tiempo vivo de un lento diálogo con los años./ Apenas un destello, una mirada./ Un momento que se nos vuelve polvo. / Sin entenderlo, un día vuelve a latir en medio de la tierra, y la recorre./ Amarga y dulce voz de la memoria. / Recordando lo que somos desde nosotros mismos.
Bostezó largamente y releyó sin comprender. Leyó una vez más y se dio cuenta de que no tenía energías para pensar. Sin embargo, las frases sonaban bien al pronunciarse encadenadas, como si todas se comunicaran en un conjuro. Las leyó de nuevo en voz alta. La lámpara del cuarto daba una luz extrañamente amable.
Las notas seguían: hablaban de semillas, de siglos, de cenizas, otra vez de un momento que se nos vuelve polvo. Acompañaban (¿completaban?) la obra del autor griego, que a su vez reflexionaba sobre las relaciones que en la vida humana guarda lo efímero con la dicha. Luego estaban las palabras, las odas triunfales inspiradas en atletas, la inmortalidad otorgada por las palabras del poeta.
Con un suspiro de renuncia, Olivia colocó el libro sobre la mesilla, apagó la lámpara y se cobijó. Minutos después dormía.
Durmió con la profundidad con la que a veces duermen los enfermos, hasta que la luz de la mañana le dio en el rostro. Lo primero que vio fue el polvo suspendido que a todo daba una apariencia irreal. Trató de ajustar la mirada cuando algo la hizo incorporarse de un salto. Se llevó la mano al corazón al tiempo que ahogaba un grito. La recepcionista del hotel la zarandeaba.
—¡Ven, sígueme! ¡La estatua de la Libertad ya se alcanza a ver!
Olivia trató de expresar su confusión, pero las palabras no salieron de su boca. Se levantó tratando de mantener el equilibrio. El piso de tablas se mecía bajo sus pies. Se abrigó y siguió a la mujer fuera del espacio en que se encontraban: un área de carga con colchones, mujeres sentadas en cajas y niños llorando. Se dio cuenta de que soñaba. Un sueño detallado, lúcido, en el que podía participar activamente.
Tropezaron entre ayes y quejidos hasta salir a un pasillo oscuro que olía a una mezcla de sopa y vinagre. Al final se veía una mesa con un gran garrafón. Unas cien personas estaban formadas con sus respectivas tazas para llegar con quien repartía el agua. Otro tanto de individuos se arremolinaba frente a una pequeña ventana por donde entraba aire fresco.
—¿La estatua! ¡Ya llegamos!, ¿Lo ves?
Las personas se abrazaban. Olivia recorrió con la mirada tratando de averiguar en dónde se hallaba. Un barco, sí, pero ¿cuál? ¿En qué momento…?
—¿Ves? Hicimos bien en tomar el SS Majestic. No hubo grandes contratiempos, ¿o sí? Bueno, tú sí que estás pálida. ¿Estás mareada? Vamos, no pierdas tu lugar para llegar a la ventana —la empujó.
Olivia llegó a la claraboya y se asomó dejando que el aire la reconfortara. Cerró los ojos con la esperanza de despertar. El buque de vapor estaba por llegar a Ellis Island: la puerta a Nueva York.
Como si la memoria le hubiese llegado con un soplo de viento, recordó el resto de la travesía. La inspección médica para subir a bordo, el peso del equipaje, las preguntas: ¿es usted viuda?, ¿tiene hijos? Tenga esta tarjeta para que no la pongan en cuarentena al llegar a Estados Unidos. No la pierda.
Recordó también la compra del boleto. Traía un listado de las provisiones a las que tenía derecho: pan, avena, arroz, papas, pasas, azúcar, vinagre, un kilo de carne en total, otro de pescado y uno de más de cerdo. Podía comprar sopa a bordo, pero debía llevar utensilios, cobija, jabón. El agua se racionaba diariamente.
Olivia sintió un fuerte mareo, y recordó que durante la travesía los tripulantes habían enfrentado una tormenta. Volvió a sentir náuseas. Las personas dejaban las tripas en los corredores. ¡Había solo un baño a cada costado del barco!
—¿Lo ves? Como te lo dije, no nos morimos.
Volteó a ver a su amiga, que le hablaba en romaní, un idioma que extrañamente era capaz de identificar y comprender, aunque no se suponía que lo hiciera.
—No te habrás arrepentido de dejar todo atrás, ¿verdad?
—¿Qué me pasa? —otro recuerdo volvió a golpearla:
Estaba con Yelena poco antes de tomar la decisión de embarcarse. Esperaban en un terreno que pertenecía a un ministro en Rumania, de donde ellas eran. Sus esposos habían sido reclutados como parte de una brigada para hacer agujeros donde se debían plantar abedules de gran tamaño.
El trabajo debía ser hecho con rapidez. Los abedules desenraizados y transportados desde los Cárpatos necesitaban ser rápidamente