Homo bellicus. Fernando Calvo-Regueral

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Название Homo bellicus
Автор произведения Fernando Calvo-Regueral
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788417241940



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Cuando el nuevo monarca planeó una expedición punitiva contra ciertas ciudades rebeldes jónicas auspiciadas por Atenas, en realidad estaba dando paso al primer enfrentamiento global de la historia. El mosaico griego estaba constituido entonces por algunos estados coaligados contra la amenaza oriental, otros vasallos de los persas y los neutrales…, cada uno de ellos con su propio mosaico interno de ciudades-estado (se calcula en más de setecientas las poleis que llegaron a coexistir). Dos sociedades antagónicas pero cada una indómita a su manera iban a ser el dique de contención de la invasión: la mencionada Atenas y la «siempre libre de tiranos» Esparta. Comenzaban las guerras médicas, así llamadas por el nombre con que los helenos designaban a su rival (492-490 a. C. la primera, 480-479 la segunda).

      Las invasiones en los tiempos arcaicos de aqueos y dorios habían producido en todo el territorio profundos cambios a lo largo de los siglos precedentes, el más reseñable de los cuales fue el del desplazamiento de buena parte de la población del campo a las ciudades, con lo que la agricultura cedía paso al comercio como actividad económica principal: la escasa proporción de superficie útil cultivable convertiría a sus moradores en consumados marinos. Atenas constituye quizá el ejemplo máximo de esta transición, con el desarrollo de un urbanismo modélico y, lo que es más importante, una estructura social que va tendiendo paulatinamente hacia formas políticas de corte democrático. Así, el concepto de ciudadanía regía en la urbe, pero solo podían acceder a ella los habitantes capaces de costearse un equipo, es decir, de convertirse en soldados (de caballería los procedentes de la aristocracia; de infantería la clase media: son los hoplitas, así denominados de forma muy elocuente por su equipamiento defensivo u hoplon antes que por sus armas de ataque, lo que condicionaría como veremos el sistema militar no solo ateniense sino de toda Grecia, esto es, la falange). Únicamente los huérfanos cuyo padre hubiera caído en combate eran armados por el erario público.

      Al contrario que su rival y solo circunstancialmente aliada Esparta, el ejército se subordinaba en Atenas al estado, la guerra a la política. Los jóvenes recibían instrucción y servían en filas hasta cumplidos aproximadamente los cincuenta años —con un periodo de reserva final—, pero este entrenamiento era una disciplina más dentro de un conjunto pedagógico de carácter cívico. Aun así, este era el juramento de fidelidad que proclamaba todo ciudadano-soldado en la acrópolis:

      No deshonraré las sagradas armas que llevo. No abandonaré a mi compañero en combate. Lucharé por la defensa de los santuarios y del Estado, y trataré de dejar a la posteridad una patria más grande y poderosa que la que he recibido, en la medida de mis fuerzas y con la ayuda de todos.

      La fundación de colonias semiautónomas de la metrópoli primero en el Mediterráneo oriental y luego en el sur de Italia —la Magna Grecia— completaba el singular modelo ático.

      Esparta, capital de Laconia, era una ciudad sin murallas —alarde de fuerza y autoconfianza— asentada sobre una tierra ruda que marcaría el sobrio carácter de una sociedad en la que todo se supeditaba a Ares Enyalius, su dios de la guerra. Al nacer, los niños eran examinados por una especie de tribunal médico que dictaba la muerte del bebé si este presentaba alguna tara. A los siete años eran arrancados del regazo materno y llevados a centros de enseñanza que mejor sería denominar cuarteles: la vida en ellos era durísima, con una frugal alimentación, vestimenta liviana en cualquier estación y entrenamientos que eran auténticos duelos, con lo que adquirían una gran resistencia física al tiempo que se les inculcaba un férreo sentido patriótico. Completada la instrucción, a los veinte años alcanzaban la ciudadanía y recibían un lote de tierras y otro de esclavos para trabajarlas, teniendo obligación de aportar suministros para el sostenimiento de las tropas. A los cuarenta y cinco dejaban de pertenecer al ejército de primera línea y pasaban a engrosar la milicia de guarniciones.

      Los espartanos tenían prohibido permanecer solteros, pues de su sementera dependía la continuación de una raza que, con todas estas características, se sentía diferente. Paradójicamente, y en contraste con otras ciudades-estado, el papel de la mujer era relevante en Esparta, si bien su rol giraba en torno al adoctrinamiento de la progenie: «Otra espartana, tras matar a su hijo porque había abandonado la línea de combate, dijo: “No es mío el vástago… Corre por las tinieblas, jamás alumbré nada indigno de Esparta”» (Plutarco). Unas unidades llamadas de «hombres-lobo» vivían aisladas en el campo, siendo la rapiña su modus vivendi, el sometimiento de los campesinos ilotas su cometido interno y las acciones de escaramuza su misión en la guerra. Como vemos, al contrario que en Atenas y siguiendo la tradición asiria, la política quedaba aquí supeditada al dictado militar. Esparta era, en fin, un ejército acampado en un territorio.

      Podría afirmarse que la idea de Darío para la expedición que dio lugar a la primera guerra médica estaba bien meditada: un cuerpo a las órdenes de Mardonio avanzaría sobre Macedonia y otro cruzaría el Egeo en una potentísima flota para clavarse en el corazón del Ática. Eran dos tenazas que subestimaban al enemigo. Cuando los atenienses, conscientes de su inferioridad numérica, se apercibieron del desembarco persa en Maratón (490 a. C.), su estratego Milcíades tomó la iniciativa y, sin esperar a la llegada de refuerzos, cargó sobre ellos. A pesar de encontrar tenaz resistencia, los helenos se alzaron con la victoria gracias a tres factores: una orgánica más lograda, la falange; un armamento superior ejemplificado en la mayor longitud de sus lanzas y, ante todo, el espíritu de victoria de un ejército luchando en y por su país contra una fuerza muy superior pero abigarrada, heterogénea y sin motivación. Al igual que sucedería otras veces, una victoria táctica era capaz de desbaratar una ambiciosa estrategia.

      Jerjes I, sucesor de Darío y cegado de rencor por la humillación sufrida, repetiría prácticamente la misma operación un decenio después si bien con mayores efectivos —estimados en doscientos mil hombres y mil navíos— y una clara decisión en la ejecución, lo que demostró al tender un puente para cruzar el Helesponto, un logro de ingeniería que lanzaba el nítido mensaje de que esta vez la campaña no sería de castigo, sino de invasión. Nada quedaba entre su ejército y Atenas tras el sacrificio de Leónidas y sus (más de) trescientos espartanos en el paso de las Termópilas, por lo que sus habitantes abandonaron la ciudad. Hogares, templos y edificios fueron arrasados por la cólera asiática: la afrenta de arrojar a un pozo a los heraldos persas que en su día habían exigido «agua y tierra» a los estados griegos como ofrenda de sumisión quedaba cumplidamente vengada… Olvidaba el gran sátrapa que la polis era más un alto ideal ciudadano basado en la libertad que un mero conjunto de construcciones.

      Ensoberbecido por su marcha victoriosa pero minusvalorando de nuevo a sus rivales, Jerjes caería en una trampa lejos de cualquier campo de batalla; fue en un mar que creía dominar con su poderosa flota: es la batalla de Salamina (480 a. C.), donde los persas pierden el grueso de su armada y con ella algo mucho más importante, su línea de abastecimiento. No obstante, el rey medo dejaría el cuerpo de Mardonio en la Grecia continental, quien acosaría a sus pobladores con continuas batidas por todo el territorio fiado en la superioridad numérica que aún mantenía. Hasta que un año más tarde un ejército panhelénico encabezado por los espartanos lo derrotaba decisivamente en Platea, obligando a los invasores a retirarse definitivamente a las profundidades de su imperio. Ciertos tratados militares, acaso influidos por la grandiosidad de las operaciones terrestres, tienden a olvidar la importancia del poder marítimo, por lo que conviene volver por un momento a ese gran primer encuentro naval de la historia.

      Salamina es una pequeña isla a poniente del Pireo, puerto de Atenas. Como todo el litoral griego, sus costas parecen recortadas a capricho, con multitud de cabos, arrecifes y auténticos acantilados sucediéndose sin solución de continuidad. Ante la amenaza inminente del rey Jerjes, los atenienses decidieron refugiarse en ella: la noche antes de la histórica batalla verían con horror las llamas de su ciudad arrasada. Se suele decir que los dioses de la guerra son propicios a los audaces, pero mejor sería decir que la fortuna parece favorecer a los más organizados… y mejor mandados. Porque todo el mérito de esta victoria impensable se debe a una sola persona: Temístocles. Veterano de Maratón, el estratego había comprendido tras la primera expedición de Darío que los griegos no habían ganado una guerra, sino solo un periodo de tregua que debía ser aprovechado para construir un «muro de madera», esto es, una flota numerosa, capaz y bien entrenada que