Homo bellicus. Fernando Calvo-Regueral

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Название Homo bellicus
Автор произведения Fernando Calvo-Regueral
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788417241940



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su voluntad de desertar, ardid creíble dadas las luchas intestinas dentro de las diferentes facciones políticas de Atenas. Segundo, dirigiría el grueso de su flota aguas arriba de la isla por un canal que se va angostando precisamente en esa dirección, realizando una finta que los medos interpretaran como huida. Tercero y último, iba a dejar oculta una porción de naves en la bahía formada entre la propia localidad de Salamina y la península de Cinosura. A pesar del consejo en contra de Artemisia, reina de Halicarnaso, partidaria de maniobrar sobre el Peloponeso y evitar de momento un encuentro directo, Jerjes fue cayendo en un engaño tras otro al ver la oportunidad de acabar en un combate decisivo con la escuadra contraria: no más de trescientos trirremes contra un millar. Pero las ansias suelen ser muy malas consejeras en la guerra.

      Cuando al amanecer el grueso persa se adentraba en el canal en persecución del enemigo cayendo en la trampa, efectivamente su formación fue estrechándose, tornándose cada vez menos maniobrable, momento que Temístocles aprovechó para virar con el grueso de sus buques y cerrar el canal mientras la fracción emboscada atacaba de flanco a los medos. Los espolones de proa griegos rompían las líneas de remos de los contrarios volviendo sus naves ingobernables, lo que fue aprovechado para que los hoplitas embarcados las abordaran y transformasen la batalla naval en una suma de pequeñas batallas «terrestres» en las cubiertas, justo el entorno en que los griegos eran superiores. El genio militar de un buen comandante en jefe, una meditada planificación y saber cuándo tomar la iniciativa lograban imponerse a una abrumadora superioridad numérica: más de un tercio de la armada «bárbara», convertida en una amorfa masa de embarcaciones incapaz de navegar, fue aniquilada el día de Salamina, que algunos autores aventuran era el décimo aniversario de la victoria de Maratón.

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      Y, como ocurre a menudo, el antaño defensor pasaba a erigirse en potencia ofensiva… La guerra impulsa no solo corrientes históricas sino que opera como fuerza transformadora sociocultural, económica y política, así que tras las guerras médicas Atenas viviría sus tiempos más brillantes en el llamado siglo de Pericles. Así explica la trascendencia de estos hechos Pedro Barceló en su Historia de Grecia y Roma:

      La utilización de la flota como un instrumento de la política exterior ateniense cobrará una importancia decisiva. Por una parte garantizaba la protección de sus aliados; por otra, servía para mantener libres las vías de comunicación […] y permitía finalmente intervenir militarmente allí donde se creyese oportuno. […] A los ciudadanos más pobres no les quedaba otra alternativa para servir a la polis que la armada, dada la enorme demanda de tripulaciones, infantería ligera y remeros que llevaba aparejada su operatividad. De ahí surgió la integración política de este grupo social, bastante numeroso, pero que hasta la fecha se encontraba en los márgenes del espectro social. La flota fue por tanto el vehículo para la implantación de la democracia.

      Si la guerra defensiva contra los persas se había alzado como una obligación dictada por la mera supervivencia, la guerra ofensiva pasaba a ser una opción «rentable», máxime en una época en que el fenómeno bélico no solo no era denostado sino que estaba divinizado. Pero la victoria, como también suele suceder, llevaba en sí misma el germen de nuevos conflictos: cuando las dos ciudades vencedoras más significadas, Esparta y Atenas, conjurada la amenaza y sin un enemigo común, comenzaron una carrera por alzarse con la hegemonía de Grecia se precipitarían por una espiral de tensión que desembocó en las guerras del Peloponeso (431-404 a. C.). Ambas optaban por políticas geoestratégicas antagónicas: Atenas asumía el rol de potencia naval y Esparta el de potencia terrestre, un patrón que se repetirá como constante histórica en los siglos venideros.

      A pesar de que Esparta es un ejemplo de estado militarista, las guerras del Peloponeso tienen su origen en la política expansionista de una Atenas que se siente capital espiritual y política de esa Hélade siempre fragmentada pero consciente ahora de su potencial. Como señala Tucídides, «los atenienses, al acrecentar su poderío y provocar miedo a los espartanos, les obligaron a entrar en guerra». En una primera fase (o guerra arquidámica), estos últimos llevaron la iniciativa y forzaron a Atenas a replegarse dentro de los llamados muros largos, que incluían la defensa de su puerto comercial del Pireo y el militar de Falero. La ciudad sufriría en estos tiempos una devastadora epidemia, un enemigo común a todos los contendientes de las guerras hasta tiempos modernos dadas las pésimas condiciones higiénico-sanitarias en que se desarrollaban las campañas. No obstante, y aprovechando su supremacía naval, los atenienses lograron asegurar sus rutas comerciales y dificultar las de los peloponesios, ora hostigando su más deficiente marina, ora con desembarcos calculados que asolaban sus campos de labranza. Agotadas, ambas ciudades-estado terminarán firmando la Paz de Nicias (421 a. C.).

      La segunda fase de esta larga conflagración supuso un completo fiasco para los atenienses, que se aventuraron a una arriesgada empresa en Sicilia con el fin de someter Siracusa, la mayor ciudad griega del Mediterráneo central (415-413 a. C.) Aunque el objetivo estratégico era interesante, pues el control de esta gran isla siempre ha sido fundamental dados sus recursos y privilegiada situación, Atenas subestimó a sus enemigos y no atendió las complicaciones logísticas de una campaña tan lejana de sus bases de operaciones. Ello ayudó a que Esparta pasara de nuevo a la ofensiva en el Ática, estableciendo una guarnición permanente en la región e imponiéndose en la Grecia central, con un férreo dominio que le granjearía, sin embargo, la impopularidad entre muchas ciudades.

      Durante todo este tiempo la Hélade se debilita enormemente, lo que favorece la reaparición de la amenaza persa: la caída de nuevo de las ciudades de Asia Menor bajo su influencia favorece el resurgimiento de este imperio como árbitro de la situación; los persas financian una flota espartana que vence a la ateniense en la batalla naval de Egospótamos. En esta tercera fase, o guerra de Decelia (413-404 a. C.), la potencia terrestre se hace por tanto marinera…, solo para volver a su estrategia continental cuando su general Lisandro ocupe Atenas. Ambos contrincantes y sus respectivas zonas de influencia terminaban en cualquier caso este ciclo de tres guerras completamente exhaustos, por lo que es difícil hablar de un vencedor claro en el sentido de imponer de forma duradera una única potencia hegemónica. Porque si las guerras defensivas contra los persas habían propiciado un renacer de toda Grecia y exacerbado un sentir «nacional», las guerras civiles —y las del Peloponeso lo fueron— se mostraron demoledoras, beneficiosas solo para potencias externas, que veían debilitarse el poder heleno. Por otro lado, ciudades que hasta la fecha habían desempeñado un papel relativamente menor, se erigen aunque sea de forma transitoria en estados relevantes. Es el caso de Tebas, situada estratégicamente para taponar bien la región de Atenas, bien el istmo de Corinto y los accesos al Peloponeso.

      Tebas resultará vencedora de Esparta en la batalla de Leuctra (371 a. C.) gracias al genio de Epaminondas. Este estratego refuerza la caballería y la infantería ligera, dejando la falange convencional —más pesada— como yunque y convirtiendo al conjunto en un instrumento ofensivo y versátil. Su despliegue en «orden oblicuo» supone toda una revolución táctica que le permite aplicar el principio de ser más fuerte que el enemigo en su punto más débil: aquí nace en el más amplio sentido de la expresión el arte militar operativo o de la maniobra. Dicho orden, que no debe confundirse con diagonal, permite pasar del choque frontal a otro que tantee la formación contraria para localizar sus puntos vulnerables, momento en que el general puede ordenar a sus tropas atacar en masa precisamente por ese lugar, abrir brecha y explotar el éxito. Ello supone operar al menos con dos cuerpos, el que inicia el combate y una reserva, lo que facilita la dosificación de esfuerzos siguiendo las vicisitudes de la lucha y la coordinación. El jefe ya no es solo un caudillo heroico que pelea en vanguardia sino una cabeza pensante que todo lo ve, y el concepto de escalonamiento pasa a ser fundamental, pues quien no tiene reservas no tiene el control de la situación, no está en disposición de ejercer el mando con holgura adelantándose a los acontecimientos en lugar de ser arrastrado por ellos. El núcleo decisivo estaba formado en el caso tebano por el contingente sagrado, «un batallón cimentado por la amistad basada en el amor [que] nunca se romperá y es invencible; ya que los amantes, avergonzados