Название | El arte de mentir |
---|---|
Автор произведения | Eucario Ruvalcaba |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078764259 |
Virtud cardinal que consiste en moderar los apetitos, define el diccionario a la templanza. Entiéndase por cardinal, dos elementos: fundamental y primordial.
Pero es mucho más que eso.
Pocos hombres pueden moderar sus apetitos. Porque el hombre es proclive a los excesos. Nada como el exceso atrae con tanta fuerza.
Se educa para la templanza. Ningún progenitor con la cabeza bien puesta sobre los hombros, sería capaz de educar a su hijo en el camino de la perdición. Pero atrás de la palabra educación viene otra, que de suyo provoca temor: la pasión.
Templanza vs. Pasión.
No es necesario saber mucho para adivinar hacia qué lado se inclinan los hombres.
Los excesos se avistan como la tierra prometida. Como el oasis en el desierto, cuando, paradójicamente, todo se daba por perdido. Los excesos están ahí, atrayendo poderosamente aun al hombre de sangre fría. Ese individuo se aproxima sigilosamente y prueba. Y toca. En ese momento, la contención se va al diablo.
La templanza detiene, y propicia la reflexión. Durante la templanza, en ese tramo particularmente espinoso, el hombre realiza un acto de conciencia. Se mira en el ejercicio de los excesos y se pregunta cuál es su destino. Desfilan delante de él instantes de intensidad luminosa y apabullante, que lo han acercado al conocimiento de sí mismo. Se mira desde su conciencia, medita y concluye. La templanza –quizá ni siquiera acuda a su cabeza esta palabra– se levanta delante de él como un muro infranqueable. Claro que cuesta trabajo. Enorme esfuerzo remontarlo. Porque lo que hay más allá es nada. El hombre en su absoluta esencia. En contraposición con los excesos, qué significa la esencia.
El hombre en su esencia más cruda y acre decepciona más que ninguna otra cosa. Sobre todo a sí mismo. La templanza le permite tener una visión despiadada de su persona. Así soy. Sin afeites ni caretas. ¿Podría pedir más? Pero no todo mundo está conforme con lo que es.
Bajo el manto de la templanza, se robustece el carácter. El hombre que se pone la armadura de la templanza, es un hombre fuerte. Para vencer las incitaciones tiene que revestirse de aplomo. Dejar que los excesos revoloteen en torno y mantenerse impertérrito.
Mas la templanza y la pusilanimidad son vecinas de cuna. Cuántas veces, ante el exceso humeante de apetitoso, no se da el siguiente paso no por una convicción sólida sino por mero temor. Aunque posiblemente el resultado sea el mismo –la contención–, en el caso de la mediocridad la satisfacción no existe.
Cuando se elude el exceso en virtud de un ejercicio de voluntad férrea, aquel hombre crece. Cuando se elude el exceso en aras de un temor pusilánime, la estatura de aquel hombre decrece hasta perderse en el horizonte.
Hay que detenerse de un asidero cuando los excesos llaman con toda su melódica voz. O taparse los oídos.
Pero los hombres educados en la templanza, que han optado por ella a lo largo de su vida, acaso se pregunten si han hecho lo correcto. Y aquí sí no hay respuesta universal. Sí, has hecho bien, se responderán algunos. Quienes no han visto el mundo en su maquinaria implacable. Que avanza y a su paso muestra la vida en todos sus matices. Quizás el secreto estribe en que hay que probar de todo. El secreto para no terminar siendo un costal pestilente de amargura. Probar de todo como lo hizo Liszt, que enseguida de una noche de lujuria desatada, se fustigaba para resarcirse a los ojos de Dios. Como sea, situarse en el extremo de la templanza o de la pasión, impele al arrepentimiento. El único maestro.
EL ARTE DE MENTIR
“Para decir mentiras y comer pescado hay que tener mucho cuidado”, decían los abuelos. Y seguramente hay mucho de cierto en esto.
Mentir es una prueba de fuego, y no hay quien salga bien librado. Tarde o temprano, aun la más ingeniosa mentira sale al aire. Pero en idéntica medida, mentir es un deleite. Nadie, o muy pocos –digamos los pusilánimes– no disfrutan cuando mienten. Al momento de mentir, la boca ensaliva. Es una sensación que va colmando los sentidos, en particular el del gusto. Porque la mentira se disfruta aun antes de pronunciarla. El cuerpo se va preparando para brincar a la yugular de la víctima.
A veces hay mucho tiempo para urdir una mentira, y de pronto surge de forma casi tan espontánea como un reflejo.
Cuando la mentira se arma como una maqueta –¿no toda maqueta es una mentira?–, que lleva su tiempo arquitecturar, que paulatinamente va creciendo ante los ojos de su creador como cualquier obra que se respete, significa una proeza. El hombre que la forja tiene la obligación de calibrar los riesgos que implica su construcción. Habrá de antever por dónde puede reblandecerse la estructura, ceder a la presión (interna o externa; más peligrosa todavía la interna), derrumbarse como castillo de naipes. Precisamente ésa es la mentira que lleva sus horas de trabajo acometer. Y que va creciendo ante los ojos de su instigador hasta que lo rebasa. Es la mentira que más ponzoña contiene y despide. Suele haber un momento que hasta su mismo creador se espanta de lo que ha hecho. Porque son mentiras de consecuencias imprevisibles.
Las mentiras espontáneas son igual de imprevisibles, no importa cuáles hayan sido las intenciones de su autor. Surgen como el resplandor de un relámpago en la mentalidad de quien las piensa. Acaso menos. Y tal instigador ni siquiera se pregunta las consecuencias, cuando la frase ya está dicha. Pero este tipo de mentiras generalmente no van inoculadas de veneno, apenas de la mínima dosis de carroña –para que sea mentira. Pueden obedecer a un espíritu de envidia o de competencia no resuelta. A veces se trata simplemente de salir del paso. Un sí estuve ahí cuando no hay tal, un eran las seis de la tarde en punto cuando ni idea se tiene de la hora que era, ponen al mentiroso contra la pared. ¿Y si se dan cuenta? ¿Y si me caen en la mentira? Bueno, yo creo que no –se dice para consolarse.
Los sabios apuntan que no hay día que el hombre no mienta, y, según Borges, varias veces al día. A veces hasta siete (¡siete mentiras por día!, no se necesita entrenamiento propedéutico). Mientras que Stendhal afirmó que en el arte de mentir las mujeres les llevaban a los varones kilómetros andados.
Es posible. Aunque la diferencia estribaría en las razones para mentir. De entrada, lo mismo privan razones aviesas que piadosas. Maestra de la mentira fue Madame Bovary. Y, cosa curiosa, el semblante de Flaubert todo refleja menos un experto en la mentira. ¿O será que todo escritor lo es, por más cara desprovista de maldad que posea?
La mentira acerca a los hombres, cuando menos a los varones adolescentes. Basta mirarles la cara de fascinación que tienen cuando uno de ellos narra sus experiencias con la novia. Todo mundo sabe que es mentira lo que aquél cuenta, pero lo hace de un modo tan sabroso. Que finalmente es lo que se quiere oír. Como la mentira de Orson Welles. La más grande que haya habido. Más honor merece Welles por esa mentira que por su Citizen Kane.
UN DIAMANTE DE CADA PALABRA
Para Jaime Aljure
Hablar no es conversar. Se habla y se habla, por cualquier pretexto y a la menor oportunidad; pero no hay nada más alejado del arte de la conversación que hablar sin ton ni son.
Escuchar a un buen conversador es un privilegio. Buenos conversadores –cuyo arte ha llegado hasta nuestros días– lo han sido Borges y Yourcenar, Marguerite Duras y Mircea Eliade. Basta leer sus entrevistas. Que es decir sus libros de conversaciones, y Anton Rubinstein entre los músicos –mérito por partida doble, los músicos, tan apartados de la conversación.
El buen conversador hace un diamante de cada palabra. Es, pues, como un músico. Pensemos en una conversación como en una sonata para piano. El intérprete por antonomasia sabe que no puede desperdiciar –despreciar, sería más apropiado decir; descuidar, acaso– una sola nota. Porque aun la más simple y anodina nota –que no las hay– tiene un peso específico en el corpus de esa sonata.
El mal conversador –que son la mayoría de los parlantes– habla sin reparar en la belleza de las palabras. En su gravedad por su significado y su prosodia. En su relevancia. De hecho, jamás se pregunta por el origen de los vocablos, por su divinidad. Los