Название | El arte de mentir |
---|---|
Автор произведения | Eucario Ruvalcaba |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078764259 |
Quien sabe conversar sabe escuchar. El arte de la conversación no radica en la erudición. De hecho, la erudición no deja de ser más que un adorno fútil. Prescindible por pedante. Los conversadores pazguatos piensan que entre más demuestren su erudición, más duchos son cuando conversan. Que conversar quiere decir asombrar, y de paso humillar y aplastar. Estos conversadores no nada más necesitan todo el tiempo los reflectores encima de su cabeza, sino que, no podía ser de otra manera, no dejan hablar al interlocutor. Se apropian del micrófono y no hay modo de que lo suelten. Y cuando acaso le permiten hablar al otro, no lo escuchan. Lo que provoca un desasosiego en la otra parte del binomio.
El buen conversador acaricia las palabras. Las modula a su arbitrio, como mejor se acomoden, como mejor caigan. Incluso se permite tener matices. De pronto sube el tono de voz –jamás como muestra de prepotencia, sino de arrobamiento–, de pronto, como si la voz fuera una pelota de béisbol, aquellas palabras hacen una curva delante del otro. Como si tardaran más en llegar a su destino. En la misma medida el conversador maestro es astuto. Sabe cuánto tiempo sostener en la boca una palabra (o una avalancha de palabras) antes de decirla. Sabe que así crea una expectativa. Y quizás ahí radique el deleite mencionado arriba. Que el buen conversador sabe mantener un suspenso en su conversación.
Ser imparcial no es fácil, y menos todavía que no se note. Ésta es una de las gracias envidiables de un buen conversador. Se advierte que a su lado el tiempo transcurre sin dejar huella. Que las cosas son amables y precisas.
Quizás para un buen conversador, la mejor charla es aquélla en la que se ha convencido al interlocutor sin que éste jamás se haya percatado.
LAS GAFAS DE QUEVEDO
El coleccionismo vuelve insaciable a quien lo practica. Un buen coleccionista jamás se da por satisfecho. Acaso un vacío prive en su interior, que no hay modo de colmar.
Pocos individuos tan débiles como el coleccionista. Más débil aun que el adicto. Si el coleccionista atiborra su casa de ranas, bastará con mostrarle una rana a la que le falta un anca y decirle que perteneció a Salvador Novo para que sus ojos se vuelquen al cielo y ofrezca todos sus ahorros por aquel objeto.
Nadie, pues, tan fácil de morder el anzuelo de la mentira.
El coleccionismo mata el buen gusto. Con tal de satisfacer su obsesión, el coleccionista pasa por alto circunstancias adversas que empobrecen aquella cosa. Es capaz de cerrar los ojos ante la evidencia. Se resiste y lo piensa dos veces. Pero sabe que hay objetos que aunque no estén en perfecto estado, vale la pena poseerlos. Más que eso. Pueden pasar un par de días, y se reclamará por no haber tenido el aplomo de comprar aquello que ahora le quita el sueño. Al día siguiente, lo primero que hará será correr hasta el vendedor y adquirirlo. Esa noche, conciliará el sueño como un bendito.
Hay de colecciones a colecciones. No importa qué se coleccione. Pueden ser cuadros de Rembrandt, cartas de Beethoven, anforitas de ron, trajes de charro, gafas de hombres ilustres, libros autografiados, elefantes de porcelana, automóviles Bugatti, curiosidades extraídas de barcos hundidos, armas Ninja, kimonos de geishas célebres, piezas de aviones derrumbados en la Segunda Guerra Mundial, prendas de vestir de luminarias del cine, cancioneros, recetarios, violines de Paganini, zapatillas de la Callas, estoques de Manolete, collares de Rin Tin Tin, hasta peines de José Luis Cuevas o gafas de Quevedo.
Todos los objetos son coleccionables, y en particular algunos que posean la impronta que los hace únicos. ¿O alguien no querría la espada que usó Espartaco en su lucha por acometer su movimiento libertario? ¿Y de ahí seguirse con la espada de Pedro de Alvarado, bajo cuyo filo murieron cientos de indígenas en Cholula? Y ese coleccionista, ¿podría decirle no al sable con que Scaramouche partió en dos la yugular de sus adversarios?
Apelando a la debilidad del coleccionista, se inventan numerosos trucos que obligan a ciertos clientes a dilapidar su dinero en sueños guajiros. Por ejemplo, cuando surge una colección bajo el sello de una marca famosa. Las plumas fuente, para no ir más lejos. De pronto aparece la colección William Faulkner, la Stendhal, la Oscar Wilde, la Dumas… por mencionar algunas, y aquel hombre acude al punto de venta y le da un zarpazo a su cartera. Las consecuencias no importan. Lo único que vale la pena es tener la colección completa de aquellas obras maestras.
El coleccionista vive con los sentidos alerta. Atento a cualquier señal de que su colección puede enriquecerse –aunque se trate del que colecciona tazas. Piénsese si no en el que va de invitado a una casa. Observará hasta la saciedad la sala de aquella residencia, en particular las vitrinas y los anaqueles. Y feliz él si descubre una colección afín a la suya. Pero feliz es un decir, porque en realidad no lo será hasta que se entreviste con la dueña de la casa. Querrá saber cómo llegó hasta sus manos este objeto, aquel otro.
Aunque, ya se dijo arriba, hay de colecciones a colecciones. No abundan, pero sí sobran. Como están las cosas, a nadie sorprendería enterarse del que colecciona orejas, y no precisamente por ser médico forense. Y por ahí andará el marido celoso que colecciona la cabellera de sus esposas. Lo de menos es que les haya comprobado su infidelidad.
FRANZ LISZT DIXIT
El cosmopolita pertenece al mundo.
No importa si ha viajado o no. El cosmopolita –el usuario del cosmopolitismo– ve con ojos de admiración las manifestaciones –sobre todo de índole cultural– aun de las naciones más alejadas de la suya propia, o incluso antagónicas.
El cosmopolitismo enriquece el horizonte de los hombres con visión amplia. Quien es cosmopolita no valora a su país por encima de los demás; por el contrario, intenta darle su valor al universo humano que lo rodea.
Por regla general, el cosmopolita recalcitrante es mal visto en su lugar de origen. Se le dice traidor por ponderar el arte culinario extranjero por encima del suyo; se le dice pusilánime por no apoyar el deporte de casa, no importa a qué nivel de podredumbre se encuentre; se le dictamina de mediocre o débil por preferir las expresiones musicales ajenas y no las propias; se le dice incongruente por no ponderar el cine de su país como el mejor de todos los tiempos, y en cambio detenerse en las parcelas cinematográficas de otras latitudes.
Las miras del hombre cosmopolita le permiten disfrutar lo mejor de cada nación, sin que el juicio por su conducta le quite el sueño.
El cosmopolita pone el dedo en la llaga cuando descuella la insignificancia de los valores nacionales, trátese de la nación que se trate; pues hay que destacar que los cosmopolitas son vituperados lo mismo en Rusia que en Estados Unidos, en Argentina que en Somalia.
Con soberbia discreción, el cosmopolita pasa de largo delante de los juicios estrechos de los hombres de mirada chata. Acaso en algún momento de su vida intentó convencer a quienes lo rodeaban de la limitación que significa adjudicarle prebendas excesivas a la patria; ahora prefiere disfrutar para sí mismo lo mejor del pensamiento universal.
El cosmopolita habla su idioma madre con fruición. Pero una fuerza interior –llamada lucidez– lo obliga a interesarse, cuando no aprender, otros idiomas; sabe que la prosodia de la palabra luna es igual de hermosa, o acaso más, en francés (lune), en portugués (lua), en alemán (mond), en inglés (moon).
La globalización no hace cosmopolita a un hombre. Quien anda con una venda en los ojos, jamás advertirá lo que acontece en rededor.
El cosmopolitismo hace más agradable la vida.
El cosmopolita advierte el placer en aquello más insignificante a los ojos del hombre vulgar. Porque el alma del cosmopolita es grande, ése es el principio reactor que lo rige. Y se desparrama en su vida diaria.
Paradójicamente, quien se niega a reconocer los valores