Disfruta del problema. Sebastiano Mauri

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Название Disfruta del problema
Автор произведения Sebastiano Mauri
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878388205



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veía correr en zigzag desesperadas. Ninguna se animaba a alejarse de la masa protectora de las compañeras. El horno parecía vivo, una repugnante boca completamente abierta. Mi boca completamente abierta, en cambio, enmarcada por dos manos sobre las mejillas, me daba el aspecto de un tonto, como el de Macaulay Culkin en los pósteres de la inminente Mi pobre angelito pegoteados por todo el aeropuerto.

      Apunté a las fauces del monstruo y las inundé de veneno.

      Un craso error.

      Las cucarachas salieron de su cueva en busca de oxígeno, desparramándose por el techo, el baño, el dormitorio.

      Yo volví al ataque, persiguiéndolas por grupos.

      Empecé a sentir un dolor de cabeza insoportable a causa del veneno que inhalé y por eso me vi obligado a la retirada por la escalera de incendios.

      El primer round no había terminado bien: el departamento estaba ahora invadido por miles de píxeles marrones enloquecidos.

      Si recién había sufrido un Pearl Harbor, ahora estaba por contraatacar un Hiroshima y Nagasaki: iba a detonar una Bomba y la colonia quedaría aniquilada.

      Agarré la bolsita del deli y leí las instrucciones.

      Un desastre. Después de detonar la bomba iba a tener que abandonar el departamento durante algunas horas. No me quedaba otra opción que dormir en un hotel por esa noche. Al día siguiente tendría que quitar del campo de batalla los cadáveres y la escoria bacteriológica.

      Con el aerosol de Baygon como arma defensiva, volví a entrar en el departamento, activé la Bomba de humo y salí corriendo a los gritos para cubrir el crujido de las cucarachas aplastadas bajo las suelas de mis zapatos.

      Estaba completamente deshidratado, ya sin saliva y con gusto a Baygon en el fondo de mi boca. Entré en un deli a comprar agua, pero cuando llegué a la caja me di cuenta de que me había olvidado la billetera en el departamento, al que no podía volver a entrar hasta la mañana siguiente.

      De sangrienta, la situación había pasado a ser dramática.

      El coreano detrás del mostrador me miró impasible mientras yo me quedaba ahí, inmóvil con una botella de agua mineral en una mano, el aerosol de Baygon en la otra, y los ojos llenos de lágrimas.

      “¿La va a comprar, el agua, o no?”, fueron sus palabras de consuelo.

      En ese momento caí en la cuenta de qué solo estaba. Volví a dejar la botellita en la heladera, y bajo la mirada desconfiada del cajero salí del deli.

      Caminé durante horas, aferrado al aerosol de Baygon como si fuera la cosa más valiosa que hubiera tenido en mi vida.

      Cuando ya me sentí demasiado cansado para seguir, busqué un lugar donde descansar, no muy aislado para no tener que agregar robo, asalto o violación a esa noche ya suficientemente rica en nuevas experiencias.

      Intenté mantener un aspecto decoroso a pesar de estar acurrucado en la vereda, pero finalmente el cansancio me ganó y me quedé dormido.

      Duró pocos minutos. Me despertó un fastidioso sonido de sirena y la voz distorsionada de un altoparlante de la policía que me invitaba a levantarme y circular.

      Circular es lo que había hecho durante horas. ¿No se puede hacer ninguna otra cosa más que circular en esta ciudad de mierda?

      En la escuela de cine me enseñaron que el camino hacia el éxito está empedrado de portazos en la cara, fracasos y mortificaciones. Descubrí muy pronto que tenían toda la razón.

      Terminé los tres años de cursada, obtuve la licenciatura en Cine con especialización en Dirección; mientras buscaba un distribuidor para mi película de tesis, comencé a trabajar como asistente de producción, una etapa obligatoria, me dije a mí mismo, en el doloroso camino de ascenso hacia el éxito cinematográfico.

      Mi primer trabajo lo conseguí a través de la oficina de empleo de la NYU, es decir, un cuartito sin ventanas donde estaba una anciana señora de ascendencia italiana, de apellido Cipolla.

      “Empiezas mañana a las seis, el sueldo es miserable, pero será una óptima experiencia.”

      La película era la aburridísima historia de un jugador de hockey perseguido por el fantasma de su exnovia misteriosamente muerta mientras dormía.

      En un determinado momento, hasta llegamos incluso a usar una sábana colgada de unos hilos.

      No fue precisamente una óptima experiencia.

      El momento más humillante para un asistente de producción es esperar que aparezca su nombre en caracteres liliputienses en los créditos finales, después de los agradecimientos a los balnearios y la mención de la marca de jeans usados por los extras.

      “¡Ahí estás! ¡Martino Sepe, señoras y señores! Pero, a ver, un momento, no, no eres tú.” El entusiasmo de mi hermana Ianka se aplaca instantáneamente.

      En efecto, está escrito Martin Seppe.

      Para agregar a mi colección de nombres mal escritos en los títulos finales, junto a Martinio Sepe, Marino Shepe y el inigualable Marthineo Sepah.

      Una cosa así sometería a una dura prueba el ego de cualquiera.

      Pero soy optimista. Mi nombre, más tarde o más temprano, aparecerá en los títulos de apertura. Ya estoy disfrutando de mi regreso a Loviate al estilo Cinema Paradiso, un director de fama internacional, ligado sin embargo a sus raíces provincianas.

      Pasaron dos años desde que me recibí, mi película de tesis está aún a la espera de un distribuidor y el polvillo que se acumula sobre la caja del master no es una señal halagüeña.

      Más que una etapa en el camino de ascenso al éxito, trabajar como asistente de producción demostró ser un banco de arenas movedizas del cual parece imposible salir.

      Hasta que un día aparece en nuestro destartalado set un tal Marek: traje negro, corbata fina y anteojos de sol, como salido de la película Perros de la calle de Quentin Tarantino. Vino porque desde hace horas nuestra actriz protagonista no quiere salir de su camarín, parece que odia al director, al director de fotografía y a los demás actores. A todos, en definitiva.

      A mí me corresponde seguir llamando a su puerta, mientras este Marek le anuncia con voz atronadora las apocalípticas sanciones que recaerán sobre ella si no vuelve inmediatamente a trabajar.

      Parece que Marek viene de la oficina de Lance Mayfair; nunca había sucedido que se dignasen visitarnos, a pesar de que su nombre aparece entre los productores ejecutivos de la película.

      Yo sé que ella está histérica porque se quedó sin marihuana, y el director echó a su dealer del set. Trato de desbloquear la situación. Renuncio al porrito que tenía preparado para después, y con disimulo se lo doy a Marek, con la esperanza de que no llame en seguida a la policía.

      “Estoy seguro de que si le pasas esto por debajo de la puerta, en diez minutos saldrá, lista para empezar.”

      Marek me mira atentamente, pienso que está tratando de decidir si creerme o no, después se inclina y pasa el porro por debajo de la puerta.

      Diez minutos después retomamos la filmación y veinte minutos más tarde tengo una oferta de trabajo.

      Trabajar en la Lance Mayfair Productions es una oportunidad que no se puede dejar pasar. Implicaría olvidarse de la agotadora rutina de esclavo del set, y el sueldo es excelente.

      El primer día me presento con diez minutos de anticipación. El estudio está en el piso número 82 del Empire State Building, en la zona de la ciudad que menos me gusta, la más comercial, ruidosa y frenética. En Midtown ni siquiera me parece que estoy en Nueva York, al menos no en mi Nueva York. Es como el resto de los Estados Unidos, una tierra desconocida para mí en donde me imagino que hay personas obesas que se alimentan de pollo frito, agarran el jeep para ir hasta la esquina y piensan que Woody Allen es un director extranjero.

      Para entrar en el Empire State Building