Disfruta del problema. Sebastiano Mauri

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Название Disfruta del problema
Автор произведения Sebastiano Mauri
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878388205



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playas donde los niños comían sándwiches de jamón y queso, y no moluscos crudos arrancados de las piedras con la mano; y donde las madres prohibían a sus hijos bañarse antes de que hubieran pasado tres horas para poder hacer la digestión, en vez de alentarlos a nadar entre las barracudas.

      Muñecas para las nenas, y autitos para los varoncitos.

      Yo sabía que esos eran ejemplos de lo que mis padres llamaban Bibí, burgueses biempensantes, enemigos número uno del progreso y del bienestar de la humanidad.

      Yo, sin embargo, no podía dejar de preguntarme qué se sentiría al cenar sin que una mona indonesia llamada Clarissa te quite la pechuga de pollo del plato para refregársela por sus genitales.

      No es que estuviéramos desprovistos de reglas, es que nuestras reglas eran completamente diferentes de las de los demás.

      La Coca-Cola estaba prohibida, y también los Fonzies, las papas fritas Pai, la Fiesta, el Cucciolone, el Calippo, los Baci Perugina, los chicles Big Babol, las Morositas, todos los productos marca Mulino Bianco, Nestlé y Knorr, y cualquier tipo de alimento congelado.

      Los bastoncitos de pescado Findus eran mercancía diabólica.

      Una vez, en la habitación de Lina me puse a ver una serie televisiva sobre una familia que vivía en una enorme casa antigua. Diferente, y eso se notaba en seguida, de todas las demás.

      En primer lugar, por la decoración, ecléctica y llena de personalidad. Los hijos tenían permiso para hacer experimentos de química con sustancias explosivas, mientras que por la casa se paseaban animales de los que era imposible determinar la especie.

      El mono arrojaba los volúmenes de la Enciclopedia Británica contra el juego de copas de cristal, y la hija, antes de comerse una aceituna, se aseguraba de que no fuera caca de carpincho, souvenir de algún viaje por el pantanal boliviano.

      ¡Esa era la vida que yo conocía! ¡Entonces no éramos los únicos!

      Tenía una prueba de que existían otras familias como la nuestra, o por lo menos existía una: la familia Addams. Cuando al día siguiente obligué a mi padre a mirar televisión, él no quiso admitir las semejanzas entre nosotros y ellos.

      “Pero papá, ¡está preparando un florero sin flores, sólo con hojas, tal como hace mamá!”

      “Ahí hay una cabeza de alce en la pared, es como tu corderito embalsamado, que parece que te está mirando cuando vas al baño.”

      “¿Y los fetiches para magia negra? Tienen un altar igual al nuestro.”

      “Y qué me dices de la mona, salvo que no hace pis en la cama, es tan traviesa como Clarissa, incluso es de la misma especie.”

      “No sé qué decirte, Martino, a mí me parecen muy tétricos. Ahora, te pido disculpas, pero tengo que prepararme porque esta noche invocamos el espíritu de Sharon Tate.”

      “¿Quién es Sharon Tate?”

      “La actriz descuartizada por una secta satánica.”

      Nada podía distraer a mi padre de los preparativos para una sesión espiritista.

      2 “Empiecen a difundir la noticia / hoy mismo parto / quiero formar parte de ella / New York, New York” [N. de la T.].

      Al taxista le había dado la dirección del que sería mi primer departamento, encontrado, como hacían todos, en el diario Village Voice. Sólo que en mi caso la búsqueda la hizo un amigo mío y me parece que eligió el primer lugar que vio.

      Me había tocado confirmar a pesar de su opinión: “Sí, está bien así, de todos modos, por ese precio, cualquier departamento es un asco en Manhattan”.

      Quedaba en Hudson Street, en el corazón del Greenwich Village. Antes de partir me había llenado la cabeza de viejas películas en las que el Village era el epicentro del anticonformismo: de la vida bohemia y de la generación beat primero, y de los hippies y de la liberación homosexual después.

      Sin embargo, ya cuando iba en el taxi comprendí que esos eran tiempos idos.

      El Village se había convertido más que nada en una atracción turística: grandes carteles luminosos e interminables hileras de pequeños locales llenos de gadgets y remeras “I love New York”.

      En las mesas de los bares no había poetas malditos ni músicos incomprendidos sino hordas de lo que se había dado en llamar la “Bridge and Tunnel Crowd” (y hay que pronunciarlo con cierto tono de superioridad), es decir, todos aquellos que para entrar en Manhattan tienen que pasar por un puente o por un túnel.

      Al bajar del taxi frente a la puerta de mi edificio noté que a la izquierda había una librería gay, la Oscar Choice, mientras que a la derecha estaba el Tiny Toy, un video store, gay también. Mi casa entonces era el relleno de un sándwich hecho de viriles torsos desnudos, lenguas insinuantes y ropa interior diminuta. Situación inmediatamente definida por mi padre cuando vino a visitarme como “the gay after”.

      Cuando llegué al quinto piso, arrastrando mis valijas por las escaleras, abrí la puerta lentamente, sin aliento, emocionadísimo.

      Oscuridad completa, las cortinas cerradas.

      Toqué las paredes pero no encontré nada. Empujé con el pie las valijas dentro de la casa y tanteando llegué a un interruptor. Encendí la luz.

      El piso, el techo y las paredes estaban cubiertos de cientos de cucarachas que se movían enloquecidas en busca de un lugar donde esconderse.

      Yo sentí el impulso de hacer lo mismo.

      “Mierda, mierda, mierda”, repetía bajando precipitadamente las escaleras.

      “Ni loco me quedo en este lugar”, pensé. Luego recordé que mi único amigo en esta ciudad no estaba, que ya había firmado el contrato por un año e incluso había pagado el depósito.

      Tenía ganas de llorar.

      Estaba recién llegado a un nuevo continente. No pretendía un chocolatín en la mesita de luz y un mensaje de bienvenida sobre un almohadón de pluma, pero dormir en medio de una colonia de cucarachas ya era demasiado.

      Y sin embargo esa era mi casa, eso lo sabía.

      Y además en Fama todos habían empezado así, amontonados en pequeños departamentos llenos de humedad.

      Yo no iba a ser menos, iba a luchar por hacer realidad mi Sueño.

      Fui al deli y compré un Baygon, una docena de “motel para cucarachas” (donde hacen check-in pero no check-out, como decía la etiqueta), un ejemplar del Daily News para el combate cuerpo a cuerpo y un par de bombas de humo insecticida, bombas de tiempo que explotarían sin dejar ninguna señal de vida.

      Irrumpí en el departamento empuñando el Baygon, pero encontré sólo un par de cucarachas sobre la heladera que ni se inmutaron.

      Evidentemente eran sin duda astutas como para esconderse cuando se encendían las luces. Rapidísimas. Parecía casi un departamento normal, salvo esa osada parejita sobre la heladera.

      Un truco perfecto, pensé. Sólo que hubiera preferido no haberlo descubierto nunca.

      Deposité mis armas junto a la ventana, aniquilé el par que estaba sobre la heladera y me puse a buscar sus escondites. Miré en las alacenas de la cocina, en los huecos de las paredes y en el baño. Nada. Y sin embargo tenían que estar en algún lado.

      Abrí el horno, y encontré muchísimas más cucarachas que las arañas que había en la película Aracnofobia.

      Caminaban encimadas unas sobre otras, en varias capas; podía escuchar el sonido de millones de patitas inquietas. Probablemente era la colonia de cucarachas más grande que jamás haya sido vista por el hombre.

      Analicé las variadas oportunidades que se me ofrecían: o terminar en el libro Guinness de los récords como el Inquilino que Comparte su Departamento