Название | Disfruta del problema |
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Автор произведения | Sebastiano Mauri |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878388205 |
Hago todo lo posible para ahuyentar el convencimiento de que es un extraterrestre, pero tengo terror de que por algún lado asome un tentáculo.
Para mi gran asombro, en pocos minutos, Ere tiene un orgasmo como el de Sally en el restaurante en Cuando Harry conoció a Sally: largo, ruidoso y liberador.
Me abraza y apoya su cabeza sobre mi hombro, sollozando como una niña desconsolada.
Y ahora ¿por qué llora?
“Estuve con una docena de hombres desde que nació Asia, pero nunca había logrado tener un orgasmo.”
¿Qué?
No puedo ni siquiera imaginarme con quién se habrá topado antes de encontrarme a mí.
De pronto, me da mucha pena.
Se la ve tan vulnerable, a años luz de la Ere de la publicidad, “la mujer que obtiene siempre lo que quiere”.
Se seca la nariz con el brazo y me dice: “Fuiste muy generoso conmigo, gracias, eso es raro en un hombre”.
Está claro que malinterpretó la situación, tomando mi jugada de emergencia como un acto de generosidad sexual.
“Ni siquiera hicimos el amor”, le aclaro.
“Son muchas más las veces que los hombres no logran tener una erección que aquellas en las que sale todo bien. Es normal, lo dice Walter Benjamin.”
¿Qué tiene que ver Walter Benjamin ahora?
“No entiendo.”
“Es culpa de los pósteres gigantes y de las tapas de las revistas.”
“¿Ah, de verdad?”
“Tengo demasiada aura. Como la Mona Lisa. Soy el original de una excesiva cantidad de reproducciones. Es lógico que yo provoque ansiedad de rendimiento.”
Ere está sinceramente afligida por esta constatación.
“Lo lamento, por la cuestión del exceso de aura, quiero decir.”
“Yo te pido disculpas por haberme invitado sola a tu casa.”
“Pero no hay problema, lo pasé muy bien contigo.”
“Realmente estabas muy nervioso, y ni hablar de tus pupilas, ¿con qué te diste?”
“Con nada, mis pupilas son así. Cambian con la luz.”
Ere se ríe a carcajadas.
“Pero por favor.”
“Tomé un poco de ácido antes de la cena, me parece que no fue una buena idea.”
“Daría la impresiónde que no. Pero eres un libro abierto, y me gusta.”
“Te equivocas, soy un libro codificado y la tapa es engañosa.”
“Hasta ahora acerté en todo, me hiciste acabar.”
Esta sí que no me la esperaba.
“¿Qué es lo que te habría hecho pensar eso?”
“Veamos, varias razones. Fuiste muy atento con Asia, tuviste una relación durante diez años, eres un poco gay pero no lo quieres admitir. Todos elementos que podía utilizar a mi favor.”
Detengan todo. Aprieten rewind y permítanme escuchar de nuevo la última frase.
¿Un poco gay?
¿No sabe que es anticonstitucional para cualquiera que sea amigo de un amigo de alguien que me conozca asociarme a mí con la palabra gay? ¿Cómo se permite decirlo así, sin emplear siquiera una metáfora?
“¡Yo no soy gay! ¿Quién te dijo eso? No soy para nada gay.”
“Calma, tranquilo, dije un poco gay, no gay, hay una gran diferencia, si no, ¿a hacer qué te traía a la cama? Olvida que te lo dije. Escucha, esta noche duermo aquí, si no te molesta. Mañana a la mañana tengo que levantarme a las seis y media, tengo un vuelo a San Pablo. Y como lo del dentista era todo un cuento, seguramente no te vas a levantar a la madrugada, viendo el estado en que estás, y cuando despiertes todo te parecerá un sueño.”
La miro sorprendido, me pregunto qué será de nosotros.
“¿Amigos como antes?”
Otra que libro codificado y tapa engañosa. Me lee el pensamiento, ya no tengo dudas.
“Amigos como antes”, le respondo, consciente del hecho de que no éramos amigos antes, y no lo seremos tampoco en el futuro.
La vida es un acertijo y yo no sé la respuesta
Siempre me imaginé la ciudad de Nueva York como un inmenso set cinematográfico donde millones de personas interpretan su papel, dispuestas a vivir grandes dramas y a disfrutar de finales felices. Y siempre tuve la esperanza de que allí, algún día, habrían de asignarme un rol protagónico.
En 1990, poco después de haber cumplido veinte años, partí para inscribirme en la escuela de cine de la Universidad de Nueva York, dejando atrás mi pueblo, Loviate.
Al igual que Michael Fox en El secreto de mi éxito, desembarqué en Nueva York listo para conquistarla.
A medida que me acercaba, desde Brooklyn, podía ver el perfil orgulloso de Manhattan y sentía que mi emoción iba en aumento. Ya había visto ese encuadre un millón de veces, en tantas películas, pero ahora marcaba el inicio de mi historia, de mi personalísimo Sueño Americano.
Dejen que pasen nomás los títulos principales, porque, ¡señoras y señores, una estrella acaba de nacer! No pude resistir la tentación de canturrear para mis adentros “New York, New York”, mientras el taxi bajaba por el puente de Williamsburg.
Start spreading the news
I’m leaving today
I want to be a part of it
New York, New York. (2)
Además de una monstruosa cantidad de ideas equivocadas y expectativas ridículas, llegué con dos grandes valijas que contenían todo lo necesario. No podía faltar el pasamontañas tejido a crochet por Lina, mi niñera, obsesionada con las corrientes de aire: una gruesa masa de lana urticante que apenas dejaba ver los ojos.
“En cuanto haya un poco de viento, no dejes de ponértelo, que en Niuiork hace un frío de la hostia.”
“Recuerdo unos inviernos neoyorquinos de siete perros”, agrega papá, que mide el frío en animales domésticos, según la cantidad que necesite sobre su cama para calentarse.
Él me dio un ramillete de salvia seca: “Antes de abrir las valijas no dejes de quemarlas para que el humo remueva todos los residuos de energías negativas”.
Mamá, en cambio, me pasó un mapa de Nueva York en el que marcó todos los lugares que yo debía visitar para entender realmente la ciudad. La lista incluía renombradas metas turísticas como el Centro de Voluntarios de Apoyo a las Víctimas de Violencia Sexual, el complejo de casas populares del South Bronx famoso a causa de los niños que roban a los turistas dejándolos en paños menores y, por supuesto, el manicomio criminal.
De chico ya me parecía que Lina tenía razón cuando decía que había algo que no estaba bien en nuestra familia. Y la poca televisión que veía a escondidas en su habitación confirmaba esa tesis: éramos los conejitos de Indias de un modelo educativo cuyos resultados a largo plazo eran inciertos.
Los Bradford, los Jefferson, los Ingalls me parecían todos extraterrestres, sus familias no se parecían en nada a la mía.
Rezaban antes de comer, no permitían que sus perros permanecieran en la casa, consideraban que una mancha de tomate era una buena razón para cambiarse la camisa y, algo increíble, usaban posavasos.
Verlos en televisión era un viaje hacia tierras lejanas.
En casas donde