Disfruta del problema. Sebastiano Mauri

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Название Disfruta del problema
Автор произведения Sebastiano Mauri
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878388205



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toma velocidad para llegar al penthouse.

      “Wow, da como un vacío en el estómago”, le digo excitado.

      “Sí, señor”, me responde sin ningún énfasis en la voz, con la mirada fija en las vetas del mármol a pocos centímetros de su rostro.

      En la puerta hay una mujer de una belleza deslumbrante, larguísimo cabello rojo a lo Jessica Rabbit y un vestidito estilo french maid que le cubre, apenas, la bombacha de encaje negro. Le pregunto por William, ella se hace la tímida, se ríe cubriéndose la boca con la mano. Un manga japonés de carne y hueso.

      El salón es inmenso y con un mobiliario mínimo. Todo es negro o gris, incluso las paredes pintadas con enormes franjas verticales. Desde las puertas-ventana que se abren sobre un jardín zen suspendido en el piso treinta se ve el Central Park. En la oscuridad, esa reconfortante extensión verde de árboles parece haberse transformado en una amenazante mancha oscura, el corazón negro del cuerpo brillante de Manhattan.

      Noto que los invitados pertenecen a dos tipologías bien definidas: unos, jóvenes y bellos como en una propaganda de Ralph Lauren; los otros, viejos y feos, como en un cuadro de Otto Dix. Sin excepciones.

      Las chicas llevan vestidos ligeros con amplios escotes; los varones, pantalones ajustados y camisas entalladas.

      Los viejos, en cambio, están todos de punta en blanco, con adornos de piedras preciosas y trajes dignos de un magnate del petróleo.

      Cuanto más miro a mi alrededor más me doy cuenta de que no hay excepciones y que la brecha entre las dos categorías es muy marcada. Nunca vi un grupo de personas seleccionadas con tanto cuidado.

      Otra french maid irresistible me ofrece una copa de champagne, me lo tomo de un solo trago.

      Me siento observado con insistencia, tanto por los jóvenes como por los viejos. Yo no correspondo a ninguna de esas dos categorías porque tengo unos diez años más que los jóvenes y mínimo unos treinta menos que los viejos.

      Es evidente que los jóvenes me consideran una de las opciones más atractivas, y los viejos la más fácil.

      ¿Vine a parar a la fiesta correcta? ¿Por qué habré sido invitado? ¿Y por qué todos tienen un aire malicioso, como si la situación fuera abiertamente sexy? ¿Y William, dónde está?

      Me siento en desventaja con respecto a los demás porque no conozco las reglas de juego. Y estoy seguro de que se trata de un juego, o una secta, o peor todavía, de un club de Internet.

      Una tercera french maid con unos dientes de blancura deslumbrante me ofrece otro champagne. Le pregunto dónde está William, pero ella sacude la cabeza, incómoda, como si le hubiese dicho una grosería.

      Nervioso, empiezo a buscar a William. Llego a una puerta negra alta hasta el techo, la abro y me asomo.

      Una viejita esmirriada está dándole chirlos en el culo a un joven elegante que gime, poco convencido, mientras un señor de aspecto milenario los observa sorbeteando un cocktail. Se vuelven hacia mí sin interrumpir su routine.

      “Oh, pardon”, digo, retirándome.

      Lo sabía, debe ser un encuentro de swingers, y la mitad de los invitados son gerontófilos. O, mucho más probable, les han pagado para que estén aquí.

      De repente bajan las luces e irrumpe a altísimo volumen la voz de Édith Piaf que canta “La vie en rose”. Todos aplauden mientras una docena de french maids entra en la sala en fila india llevando bandejas con pastillas de todos colores. Las chicas se detienen frente a cada invitado, se ponen una pastilla en la boca y se la pasan, con un beso.

      Esperan que cada uno trague la suya antes de ocuparse del invitado siguiente. Reparten pastillas amarillas, azules y negras como la brea, que parecen ser las más temibles.

      El orden de entrega del surtido está claramente calculado, pero antes de que logre descifrar su posible significado me ofrecen una negra, que degluto obediente, para gran satisfacción de mi maid.

      El sabor dulce de su lápiz labial es lo último que recuerdo.

      Y ahora me encuentro aquí, desnudo, entre dos personas extrañas, y además hostiles.

      No quiero ni imaginarme qué pasó entre estas sábanas, sólo tengo que lograr salir sin despertarlos.

      Roncan. Junto coraje para deslizarme hasta los pies de la cama y levantarme.

      Busco mi ropa pero en la habitación no la veo. Salgo en puntas de pie.

      El pasillo está decorado con una enorme cantidad de lúgubres naturalezas muertas colgadas en las paredes, que se superponen a las flores del empapelado produciendo un efecto nauseabundo. En el living, desde una chimenea estilo Notre Dame me bendice una foto en formato póster de Juan Pablo II, enmarcada como si fuera un Holbein original.

      Por suerte, en el sillón encuentro mi saco; la billetera y las llaves están en su lugar, suspiro aliviado; ahora tengo que salir lo más rápido posible de esta casa del horror, pero estoy vestido sólo por la mitad, y es la mitad equivocada.

      Entro en el comedor, que es de un liberty desenfrenado: adornos por todas partes, pero de mi ropa ni noticias. No encuentro ninguna otra cosa con qué cubrirme. Descarto de plano el mantel con bordados de orquídeas.

      Vuelvo a entrar en el dormitorio. Los dos están en la misma posición en la que los había dejado. Abro con cautela el armario y saco el primer par de pantalones que encuentro. Zapatos no veo. Pruebo en los cajones. Pero, ay, hacen ruido, ella deja de roncar.

      Contengo la respiración.

      Apenas empieza a roncar de nuevo corro hacia la puerta. Veo sus chinelas de pelo de conejo rosa y las agarro. En el living trato de vestirme, frenético, querría salir catapultado de este lugar, pero los pantalones son enormes, podría usarlos como cortinas. Me meto en la cocina, encuentro dos trapos, los anudo en las puntas, los enrollo y los uso como cinturón. Me da la impresión de tener puesta una pollera-pantalón. Apenas logro introducir mis pies en esas dos cabecitas de conejo, con unas hermosas orejas peludas y ojitos de vidrio, los dedos estrangulados, las uñas como dientes deformados.

      Me miro en el espejo de la entrada, en precario equilibrio sobre los tacos de las pantuflas: un pordiosero que no puede resistirse a un toque de glamour transexual.

      Se asoma mi anfitrión, todavía desnudo, su rostro tiene una expresión de desconcierto. Observa mi atuendo. Pasa del asombro a la euforia, y luego estalla en una incontenible risotada.

      Es el momento de irse.

      Con las manos temblorosas abro la puerta de entrada, y me encuentro en el set de Terciopelo azul: el patio blanco lechoso de una pretenciosa casa de familia da a un jardín rectangular rodeado de tulipanes amarillos. Inmediatamente después, la salvación. Me precipito a la calle.

      “¿A dónde mierda vas con las pantuflas de mi mujer?”

      Yo me alejo chancleteando a toda velocidad.

      La tranquila avenida arbolada, los jardines bien mantenidos y delimitados con cercas blancas, banderas norteamericanas en las puertas. Esto no es Manhattan, ni siquiera Nueva York.

      ¿Dónde diablos estoy?

      La situación es mucho peor de lo que pensaba: me parece que vine a parar a uno de esos suburbios ignotos de los que no podría ni siquiera pronunciar el nombre. El dolor de cabeza, que hasta ese momento no había registrado, me perfora el cráneo, tengo la vista nublada, ganas de vomitar, no sé qué dirección tomar.

      Cuando llego a la esquina, veo una parada de ómnibus. Lo siento como una bendición del cielo. Busco en el cartel alguna indicación que pueda ayudarme a entender dónde estoy pero no encuentro escrito ni el nombre de una ciudad o localidad, ni el de un distrito. Sin embargo, parece que cada veinte minutos pasa un ómnibus que se dirige a la estación de trenes. Por miedo a que mis raptores