Название | Los días ciegos |
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Автор произведения | Raúl Alonso Alemany |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412298222 |
Al cabo de unos minutos, alguien me zarandeó suavemente en el hombro, pero no hice caso. Preferí pensar que me lo había imaginado, que era parte del sueño que empezaba a formarse en mi cabeza y a relajar mi cuerpo después de aquellos meses de agonía, fermento, agonía y sueño, que escribió Federico García Lorca. Porque mi vida también era literatura y yo necesitaba un momento de descanso.
No obstante, tras notar que insistía con aquel gesto tan irritante no me quedó más remedio que abrir un poco los ojos. Y más cuando escuché aquella voz que fue como un susurró en mi oído, casi como una caricia:
—Ese tipo está loco.
La vi con el único ojo que había abierto del todo: la chica de la melena de cuento de hadas estaba sentada a mi lado y me hablaba en español sobre alguien que estaba loco. ¿Tal vez se refería a mí? La observé medio dormido, aún con el avión en tierra. Ella me miró esperando una respuesta y yo seguí su mirada hasta el pasillo del avión.
Yo solo quería dormir para olvidarme del mundo: mientras estuviera durmiendo, todo sería posible.
Apenas una fila de asientos más adelante, la chica que siempre decía la verdad discutía con un hombre vestido con un chándal de la selección rusa de algún deporte que no supe identificar: curling, patinaje, halterofilia o baloncesto. Era alto y con algo de barriga; llevaba una cadena de oro en el cuello que debía de haber vuelto loco al arco de seguridad del aeropuerto; tenía el pelo corto y una nariz chata y enrojecida. Estaba gritando.
—Da miedo —insistió la chica de la melena de cuento de hadas—. No sé qué diablos está haciendo, solo faltaba que no pudiéramos despegar por culpa de ese tío. —Resopló mientras tamborileaba con sus dedos sobre una revista de avión: sándwich de jamón y queso, Coca-Cola con limón, una ensalada lila.
Bajé la vista y me fijé en sus zapatos, todavía sin abrir la boca: de color gris, con tacón de aguja y limpios.
—Me llamo Ania, por cierto —dijo mientras mi ojo izquierdo recorría el asiento de delante hasta el pasillo central, donde el hombre del chándal ruso seguía dando voces, rodeado de la chica que siempre decía la verdad y de varios miembros de la tripulación.
Era como si estuvieran representando un espectáculo para todos los pasajeros, que seguíamos fielmente aquel inverosímil teatrillo ruso. Allí sentados, sin hacer nada: porque cuando te subes a un avión la suerte está echada y se establece una suerte de muda solidaridad e idea de tribu entre los pasajeros. Un avión es como nacer otra vez. Los mirábamos con los ojos abiertos, atentos y mudos. Tal vez aquello completara la representación anterior, la del cadáver de zapatos marrones y del olor a vodka.
—¿Qué hacen? —le pregunté a la chica de la melena de cuento.
—No sé, estaba gritando algo de una mujer. No he podido entender nada más.
Por la puerta delantera del avión aparecieron los dos guardias que había visto en los pasillos del aeropuerto, los que habían sustituido a mis personajes de la noche en que le pedí a Masha que se quedara conmigo.
En ese momento, una mujer embarazada de unos cinco o seis meses se levantó al otro lado del pasillo y miró con temor hacia donde estaba gritando el hombre del chándal. Dijo algo, pero no sé el qué. El ruso le contestó algo, pero no sé qué fue. Ella le replicó, pero solo fueron sonidos. Él gritó, pero nada más allá del tono.
Los guardias llegaron a la altura del tipo del chándal y uno de ellos lo cogió por el brazo mientras él seguía dando voces y la mujer embarazada salía al pasillo y decía algo.
—Qué horror —dijo Ania.
—Sí —respondí yo, pero en ruso: «Da».
Y entonces el hombre del chándal se libró del brazo del guardia, dio cuatro pasos de gigante por el pasillo, llegó a la altura de la mujer embarazada y, con un grito de ultratumba, le soltó, con una fuerza desmedida, un puñetazo animal en la boca del estómago.
Allí donde empezaba la vida.
Segunda parte
LOS DÍAS CIEGOS
14
Mientras esperaba, revisé de nuevo mi teléfono móvil: lo encendía, lo apagaba, lo dejaba rodar sobre mi mano.
La gente se acumuló en el andén. Había cotillón esparcido por el suelo y en las chaquetas de gente joven (o más joven que yo, si es que no es lo mismo); había vasos de plástico y aullidos de fiesta, palabra que observé desde lejos y que con el tiempo había ido sometiendo a la mera alegría; había líquido en el suelo, allí donde se pegarían los zapatos al día siguiente, y había una luz blanquecina que le ahorraba a la Administración algo de dinero a final de año y te hacía sentir como en la sala de espera de un hospital.
—Feliz año —me dijo un hombre que se acercó a mi lado.
—Feliz año —le contesté, apenas sin mirarlo.
—Gran fiesta esta noche —me dijo—. Hoy debe ser gran día. El primer día del año es gran día —insistió, e hizo un gesto grande con las manos.
—Sí, grande —respondí yo con las manos en los bolsillos.
Deseé que el destino o mi horóscopo no trajeran a mi lado la compañía de ese hombre para empezar el año. Dijera lo que dijera mi carta astral.
Asentí y aproveché el último vaivén de mi cabeza para dejar la mirada clavada en el suelo: baldosas casi negras cruzadas con otras más pequeñas de un color blanco sucio. Hacía años que allí no se podía fumar, pero en las vías del tren vi restos de colillas, dos bolsas de plástico y un tique de compra de un supermercado. Oí también el suspiro de aquel hombre y percibí el olor ácido de su colonia. Me fijé en sus zapatos, pues no había abandonado aquella costumbre. Es más: me había entregado a ella con una pasión desmedida. Eran blancos pero con la punta negra y reluciente; lustrados, capaces de reflejar la luz blanquecina de la estación; los de un mafioso de película.
—Hoy se tiene que celebrar —continuó él—. En mi país, la gente sale a la calle y hacen fiestas allí en mitad. Todo el mundo invita a todo el mundo. Hay alegría. Las personas bailan y se tocan —dijo. Sonrió con una dentadura de dientes blancos y alineados en perfecto orden. Tenía la boca grande y unas encías enormes—. Echo de menos mi país, pero en España vivís bien. Hay que disfrutar vida, porque todo es muy rápido, amigo.
—Todo es muy rápido, pero el metro no llega —bromeé, lanzando un gesto al reloj que anunciaba la llegada del próximo tren: siete minutos.
El tipo no captó mi broma, o puede que no le hiciera la menor gracia. Se me quedó mirando y me observó: una edad indefinida entre los treinta y los cuarenta; pelo cortado al tres; pantalones vaqueros y zapatos de ante; un abrigo negro y una camisa de color azul con pequeños cuadros.
Mi ropa era plana. Estándar. Centroeuropea.
La suya estaba viva. Todo colorido. Del mundo entero. Porque en su país la vida no daba miedo.
—¿Qué haces tú esta noche, amigo? —me preguntó.
—De momento, esperar el metro —le contesté.
—Ja, ja… Pero no solo es esperar en la vida, ¿verdad? Hoy gran noche de fiesta. Alegría —dijo.
Un matrimonio de unos setenta años pasó a nuestro lado y el tipo les sonrió. Ellos, que eran bajitos y andaban cogidos del brazo, nos saludaron con una sonrisa fugaz, como llegados de otro mundo: «Esta noche no cogemos el coche para ir a casa de tu hijo a cenar, que luego bebes y es peor. Y ya tenemos una edad, Martín». Y Martín, que habría asentido,