El fin justifica los miedos. Emilio Mellado Cáceres

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Название El fin justifica los miedos
Автор произведения Emilio Mellado Cáceres
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789566039594



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había algo en él que lo distinguía de las personas: carecía de conciencia y voluntad propia. Era una máquina programada por su amo para un fin específico, lo sería hasta el fin de sus días.

      De pronto, notó que la puerta de la alcoba se abría. Giró su cabeza y vio que Eleos lo miraba desde el umbral. Su colega dijo que lo esperaría en la cochera.

      Acto seguido, Tom sintió una pequeña vibración y una diminuta luz verde destelló en su pecho. La depuración y la carga estaban listas. Tomó su equipaje y salió hacia la puerta de la casa. Eleos estaba dentro del celer, una especie de vehículo con forma ovalada, de tres neumáticos, aerodinámico y capaz de alcanzar velocidades promedio de trescientos cincuenta kilómetros por hora. Era una joya automotriz, en el celer llegarían a la estación en un santiamén.

      Tom subió con su maleta entre las manos, asintiendo con la cabeza. Era tiempo de partir.

      —A la estación heliomotor. Conducción automática. Acondicionamiento ambiental. Reproducción de Concierto de Brandeburgo, n.o 3 en sol mayor, de Johann Sebastián Bach. Gracias, celer —dijo Eleos a su automóvil.

      —Parámetros establecidos. Tiempo de llegada aproximado, dos punto cinco minutos. Temperatura ambiente acondicionada a veintidós grados Celsius, señor Eleos —respondió la máquina.

      Tom miró a través de la ventanilla, se percató de que los árboles y las casas se sucedían como manchas difuminadas por la velocidad alcanzada por el celer. Giró su cabeza hacia la derecha y ahí estaba Eleos, colocándose un colutorio en los ojos. Intuía que había pasado otra mala noche de insomnio y debían arderle como fuego. Fijó su vista hacia el frente y disfrutó la música. Dejaría que su compañero tomase primero la palabra, no quería molestarlo.

      El joven habló de súbito:

      —Has estado callado.

      —No deseo incomodarlo, señor Eleos.

      —Mira, Tom, creo que esto te lo he venido repitiendo las últimas semanas; lo haré una vez más, pero no me hagas decirlo de nuevo. Llevamos siete años de colaboración, me acompañaste desde mi primer día en la academia. Hemos pasado por buenos y malos momentos. Sabes que soy una persona solitaria, trato de apartarme de las multitudes. Y tú te has convertido en un verdadero compañero, no solo de profesión, sino como parte de mí… de mi cotidianeidad… No sé cómo expresarlo, soy malo exteriorizando mis emociones.

      —No se preocupe, señor.

      —¡Es que a eso me refiero! No quiero que me vuelvas a llamar “señor”. Técnicamente lo soy, soy tu dueño, pero quiero que comiences a llamarme Leo. —El investigador sonrió.

      —¿Leo, señor? ¿Como lo llaman sus amigos? —Tom estaba desconcertado.

      —Claro. Pero solo Leo, nada de formalismos, tenemos la confianza suficiente. Leo, así me solía llamar mi madre en sus cartas. Suena bien. Así como tú eres Tom, yo soy Leo. Fin de la discusión.

      —De acuerdo… Leo. —Tom sintió que le costaba referirse de manera informal a su compañero.

      Todavía recordaba el momento en que Eleos le había colocado aquel nombre. Él era uno de los primeros andrómatas que salieron al mercado luego de las revueltas con los disidentes. Era uno de los modelos más viejos, requería cargas frecuentes y su interfaz neuronal no era precisamente la mejor de todas. A veces se corrompían sus datos, a veces se quedaba sin batería.

      Era un andrómata más de la línea, sin un propósito definido, hasta que Eleos decidió qué funciones ejercería. A partir de ahí, se convirtió en un fiel compañero de labores. El sistema de procesamiento ejecutivo que poseía era conocido como Tecnología Omnimodal, así que el detective, en su sagacidad y con un exquisito sentido del humor, quiso nombrarlo Tom, por las iniciales de su diseño.

      Tom. Le gustaba ese nombre. Era sencillo, lo hacía sentirse más persona y menos máquina. Algunos dueños solo denominaban a sus andrómatas por el número de serie predeterminado en su fabricación. Para Eleos, su andrómata no era algo, sino alguien.

      Tom, el compañero de Eleos durante siete años.

      Tom y Leo. Sonaba bien.

      Llegaron a la estación y guardaron el celer en una cabina subterránea de estacionamiento privado. Tomaron sus maletas y caminaron hasta la “boletería”; continuaba llamándose así por algo anecdótico, ya que las transacciones se realizaban en su totalidad por medio de transferencias de hidrobonos. El circulante de papel y moneda era algo primitivo y obsoleto para los habitantes de Omniterra.

      —Buenos días. Necesito dos pasajes para la Neopolis adsch14512021 —solicitó Eleos a la cajera andrómata.

      —Dos pasajes para la Neopolis adsch14512021. ¿Desea viajar en clase turista o primera clase? —Al otro lado de la ventanilla, una estilizada humanoide vestía la clásica indumentaria anaranjada de la empresa de transportes.

      —Clase turista. Hidrobonos a nombre del sub rex Brutus de la Neopolis adsch14512021.

      Eleos se descubrió el antebrazo izquierdo y pasó su código por un lector para corroborar su identidad y verificar posibles causas pendientes con la justicia. El control de personas en las estaciones era una norma imperativa, servía para atrapar a algunos disidentes prófugos que intentaran huir.

      Como siempre, todo estaba en orden. El joven detective no tenía deudas ni antecedentes penales. Nunca los había tenido, y se propuso que tampoco los tendría en el futuro.

      —Pedido confirmado. Transferencia realizada con éxito. Sus asientos son el A006 y A007. Que disfrute su viaje, señor. —La encargada lo miró con una sonrisa fría, carente de humanidad.

      Eleos y Tom dejaron sus equipajes en una correa transportadora y abordaron el grandioso heliomotor, un transporte aéreo a energía solar con forma de ave, tenía cuatro alas y dos turbopropulsores que proporcionaban a sus tripulantes una experiencia de vuelo expedita y cómoda. Para aquellas personas con mayor poder adquisitivo, los aviones convencionales estaban quedando en el olvido. Los servicios no se podían comparar, como tampoco sus precios; viajar en heliomotor costaba una pequeña fortuna para una familia pobre.

      La Neopolis adsch14512021 estaba ubicada en lo que antes se conocía como América, en el extremo sur de Omniterra. Productora y distribuidora de agua, poseía una de las pocas reservas naturales que quedaron luego de los desastres climáticos del calentamiento global. El cordón montañoso que atravesaba esta neopolis proveía de una protección natural contra los disidentes que desearan amotinarse. La densidad poblacional de esta región era baja, considerando otras cuyas cifras sobrepasaban los miles de millones. En su mayoría, los habitantes constituían la mano de obra para el envasado y preparación de bienes líquidos.

      El mandatario de este sector era el sub rex Brutus, dueño de una mansión que parecía sacada de un cuento de hadas, todo lo que se pudiera imaginar estaba allí. Era uno de los hombres más acaudalados, respetados y poderosos del hemisferio sur de Omniterra. Sin embargo, en cuanto la noticia del incidente se expandió como la maleza entre la población, el conservadurismo y el hermetismo en torno al sub rex se rompió.

      El heliomotor aterrizó. Era una fría mañana, el vaho del aliento se condensaba con el gélido aire. El césped de la terminal estaba escarchado y la niebla ocultaba todo a su paso, tras un denso velo.

      Tom y Eleos desembarcaron en su destino. El investigador se estremecía bajo el frío penetrante, así que frotó sus manos y las puso debajo de sus brazos para conservar el calor. Desde la distancia, Tom pudo distinguir dos luces que se acercaban hasta ellos. Era un celer de último modelo. Con rapidez, los dos visitantes entraron y sus cuerpos se aliviaron con la perfecta climatización del vehículo. El celer dio la vuelta y en un par de minutos habían cruzado toda la neopolis hasta llegar a la mansión de Brutus.

      La entrada a la propiedad del sub rex era de ensueño. Jardines que se perdían a la vista, fuentes de agua, bustos, efigies y, lo mejor de todo, la imponente construcción que coronaba aquella franja de tierra: la mansión. Era una gran mole de piedra gris y