Название | Viaje a La Duda |
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Автор произведения | Antonio Gómez Rufo |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418208898 |
Por eso su compadre, ya le correspondiese a don Julián, el médico, a don Venancio, el cura, al señor Agapito, a Tobías, al tío Matías, a Silvio, a Pascual o a quien fuera, ninguno de ellos decidía, proponía ni se preocupaba nada por las cosas del municipio, porque sabían que don Aurelio era quien mejor conocía las necesidades de todos y quien las atendía con celeridad y, al decir de la gente, con buen criterio. Por eso, aun siendo dos, era como si siempre le tocase a él velar por el bienestar de todos.
Y luego siguió explicando las peculiaridades de la villa, lo que poco a poco fue atrayendo la curiosidad de Salcedo, por su singularidad y rareza.
—A las elecciones —contó don Aurelio— solo acuden a votar los hombres. Se celebran el día de la Virgen de agosto, a mitad del mes, y el procedimental que seguimos es el heredado de nuestros antepasados, y bien puede decirse que no cabe mayor simpleza: los alcaldes que acaban su año se sientan muy de mañana en la plazoleta de Las Cuatro Esquinas, justo adelante del bar, con una pizarra y un carbonciño, y a las ocho en punto de la mañana comienzan las votaciones. A partir de ese momento los hombres del pueblo, uno por uno, se acercan a uno de los alcaldes salientes y le dicen al oído los nombres de quienes quieren que gobiernen La Duda ese año que empieza. Ellos escriben los nombres en la pizarra, con cuidado de apuntar bien la casa que ha votado para que luego no haya pleitos, repeticiones ni olvidos. Como imaginará, el procedimiental es tan cabal que no más allá de las nueve de la mañana ya han votado las sesenta y dos familias del lado español del pueblo, lo mesmo que antes votaban también las cuarenta y una de la parte que ahora, por ser portuguesa, ya no vota. Y entonces hacemos el recontamiento y se pronuncian en voz alta los nombres de los designados. Si nadie pone objetura alguna, que la verdad es que nadie la pone, se borra la tableja y se la arroja al río como demostración de que la ceremonia es valiosa. Y ya está: se da la votancia por concluida. Y así lo venimos haciende desde..., qué sé yo. En todo caso, muy sencillo y democrático, como verá.
—Sí, sí —aceptó el inspector—. Así lo parece.
—Lo parece y lo es, amigo mío. Lo que queda después es..., ¿cómo se dice?, el traspasamiento de poderes. El mayordomo que sale entrega a uno de los que entra el libro que contiene las cuentas públicas y al otro una caxa de latón, luego se la enseñaré, la tengo ahí mesmo, en mi casa, con los escasos dineros que posee la comunidad. Es una pena que ya no puedan votar todas las familias, porque así era como se venía haciendo hasta que esos malditos portugueses...
—¿Y ahora? —preguntó Salcedo.
—Lo mesmo. Pero ya se lo he dicho: solo votan los hombres de este lado —respondió don Aurelio, sin disimular su descontento—. Y es injusto, porque decidimos controversias y quehaceres que nos afectan a todos por igual. Nuestras tierras, nuestros ganados, nuestras cosechas..., son de todos, como siempre...
—Lo que me sorprende, señor alcalde, es que las mujeres no voten. Se lo digo porque sabrá usted que la Constitución de nuestra República ha declarado que las mujeres pueden votar sin que... —objetó Salcedo, sin buscar con su tono iniciar debate alguno.
—Ya, ya. No necesito que me lo explique usted, inspector, no somos tan burros. —La réplica de don Aurelio no fue amable a pesar de la suavidad de la objeción de Salcedo—. Pero, mire usted por dónde, aquí todavía no, aquí las mujeres no votan. Y, ¿sabe por qué? Pues porque son ellas las encargadas de decir a los mayordomos elegidos lo que es de urgencia atender en el pueblo y, además, el mismísimo orden en que hay que atenderlo. Y aunque no lo crea usted son obedecidas a punto cabal, por supuesto. Son ellas las que mandan, no como en las elecciones de ustedes, las del 33, que han dado el poder a la derecha porque las mujeres han votado lo que les decía su marido y el cura de turno. ¿Qué le parece?
—Ya —aceptó Salcedo sin el menor convencimiento—. Yo creo que las derechas no han ganado por culpa de las mujeres, sino por la desunión de las izquierdas. Pero, así y todo, a lo que vamos es que la ley...
—La ley, la ley... Pues vamos a ver qué tiene de malo nuestra ley. —El alcalde echó otro buche al botijo y, dando por zanjada la interrupción, siguió explicando—: Aluego, si a lo largo del año se apersonan nuevos asuntos, sea un pleito por tierras, discrepancias por laboreos o cualquier voz altiforçada que afecte a la municipalidad, yo mesmo aviso a don Venancio y es la campana de la iglesia la encargada de llamar a la asamblea que por la vespertina nos reúne a todos junto al puente, en el río, y allí se acuerda la solución que convenga por unanimosidad o por mayoría, como tenga que ser.
—Eso está bien —asintió Salcedo, palmeando el aire para alejar, sin conseguirlo, dos moscas cebadas en él.
—Y tanto. —El alcalde resopló satisfecho—. En La Duda y en La Dúvida existen las leyes que nos imponen desde Madrid y desde Lisboa, inspector, se lo aseguro, pero para nosotros son como las margaritas para los puercos: innecesarias. No le digo que no sean buenas, que buenas serán, y con gusto las aceptaríamos si en algo nos sirvieran, pero ya ve que...
—¿Y qué me dice del asesinato de esa mujer? Porque, alcalde, yo he venido a eso...
—Ah. ¿Lo de la Lupe? —Don Aurelio se levantó despacio exhalando un gemido por el esfuerzo—. Ay, amigo, esa música es para otro cantar.
4
La Estirá tenía tantos años que hacía muchos que no había cumplido ninguno más. Espigada y enjuta, magra de carnes y sin poder añadir más arrugas a la única piel que no llevaba cubierta por telas negras, tenía las manos afiladas, retorcidas y huesudas como árbol de coral o cepa de olivo y la cara tan cadavérica que cuando muriese nadie notaría la diferencia. Con los ojos hundidos y acuosos, la nariz curva como una hoz y la boca igual que un tajo en la cara, carecía de labios y quizá también de dientes, aunque ello fuera algo que no podría asegurarse porque hacía muchos años que no había abierto la boca ni pronunciado palabra: si se había quedado muda o su actitud respondía a una promesa a la Virgen de la Luz, era imposible saberlo. Ni siquiera don Aurelio recordaba el timbre de su voz. A pesar de sus muchos años, caminaba con la cabeza erguida y la espalda envarada desde que se la recordaba, de ahí el apodo, y aunque los inviernos le habían robado la juventud, ninguna estación había conseguido doblegar su figura altiva ni el mástil indestructible de su espinazo.
Por la casa caminaba ágil sin hacer ruido, permanentemente envuelta en un sudario negro de los pies a la cabeza, coronada por un pañuelo igualmente negro que no permitía ver si le quedaba algún pelo. Una toquilla le cubría los hombros y se cruzaba sobre el pecho afirmada por un imperdible del color de la plata que siempre relucía de puro limpio. La Estirá no salía de la casa en todo el día, solo al amanecer para tender alguna ropa en el patio y los domingos a la misa de ocho mientras no viese cruzar el cielo un águila calzada, porque entonces leía en su vuelo un anuncio de desgracia y se resguardaba en la casa para rezar avemarías hasta que se conjurara el aojo. Y cuando tocaba hacer alguna compra en el almacén de ultramarinos de abajo, o llegaba el carromato de las cosas que vendía de pueblo en pueblo Santiago el Manco, corría como alma en fuga, señalando con el dedo lo que quería y entregando las monedas de cobre después de contarlas muy despacio dos veces. La Estirá siempre daba el importe exacto para no tener que esperar las vueltas.
Era conocida por todos los vecinos, pero se comportaba como si ella no conociera a nadie. Nunca se bañó, que se supiera, ni dejó que se le viera prenda íntima alguna colgada en la cuerda del secado. Quizá no las usara. Se santiguaba tres veces cuando un trueno cruzaba el cielo y mataba los pollos ahorcándolos con un alambre que tenía en la cocina para no tener que untarse las manos con la viscosidad de su sangre caliente.
De todas formas no podía decirse que su presencia en la casa resultase incómoda para don Aurelio, aunque el alcalde la odiaba porque con esa manía de desplazarse por las estancias sin hacer el menor ruido su aparición inesperada