Название | Viaje a La Duda |
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Автор произведения | Antonio Gómez Rufo |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418208898 |
—Yo nada, señor alcalde. Nada —respondió el pequeño balbuciendo excusas—. Que la Estirá ya tiene listo el cuarto.
—¡Pues largo de aquí, mal bicho! ¿Se puede saber qué nabos siembras tú en mi casa? ¡Vete a apañar cagajones!
—¡Volando! —replicó el muchacho, desencajándose del presidio de los barrotes y poniéndose en pie—. Si no se le ofrece nada más...
—¡Venga, a tu casa! —ordenó el alcalde.
—Sí, sí... —Lucio obedeció mientras corría escaleras abajo y se dirigía al portón—. Pero, ¿no le ha dicho usted al policía lo de la Marcelina? Lo de la Marcelina —repitió—. Dígaselo.
Salcedo vio, con una sonrisa en los labios, al muchacho correr como si un enjambre de avispas lo anduviera persiguiendo.
Era un chico despabilado, sin duda, pensó Salcedo; y también pobre, con aquellos pantalones viejos a media pierna, la camisola blanca raída y las manos sucias. Flaco y espigado, no tenía en cambio cara de hambre. A buen seguro comía caliente. Salcedo lo comentó:
—Buen chaval.
—Y tanto —replicó don Aurelio.
—Y eso de apañar..., eso que le ha dicho. ¿Qué significa?
—Cagajones... Es una expresión de lo más corriente por aquí... —aclaró el alcalde—. Los cagajones son los... ¿cómo se dice?, las cagadas de las bestias, los... excrementos. Para el abono del huerto, ya sabe. Aquí los recogen los críos, parece que les divierte la cosa. Apañar cagajones es eso, ir en busca y recogida de cagadas de cabra, de oveja, de vaca, de burro o de mula para el abono de la tierra. Pero también es una manera de mandar a alguien a hacer puñetas, seguro que eso lo entiende usted mejor, inspector.
—Mejor, sí.
—Pues eso.
***
Los cagajones, como los llamaba el alcalde, debían de ser en aquel pueblo un suculento e inagotable festín para las moscas, pensó Salcedo. Por eso había tantas y tan insistentes. Desde que había llegado no había pasado un instante en que no hubiera tenido que agitar las manos para espantarlas de la cara, el cuello o los brazos, y esa gimnasia con semejante calorina era un suplicio al que tendría que acostumbrarse porque nada hacía pensar que la plaga fuese a extinguirse de un día para otro. Salcedo odiaba los insectos, aunque la verdad era que, entre ellos, las moscas eran los únicos que no le provocaban pavor. Todos los demás le aterraban. Por eso, de repente, pensó que detrás de aquella oscuridad, entre las rendijas de las piedras, a la penumbra de los rincones y en las costuras de toda la casa habría un millón de bichos acechándole, dispuestos a quedarse a solas con él para picarle, morderle, atacarle y devorarle. De inmediato, sin saber por qué, empezó a picarle todo el cuerpo. Y para no demostrar el miedo que le atenazaba y disimular su cobardía ante un hombre como el alcalde, que por su aspecto parecía muy capaz de aplastar cucarachas con la palma de la mano y descabezar lagartos de un mordisco, se puso de pie y empezó a pasear por el patio, mirando al suelo de reojo para no pisar cualquier cosa que crujiera ni permitir que algún ser vivo con más de dos patas se le introdujera por las perneras del pantalón y escalase por sus pantorrillas hasta los muslos.
Habría mosquitos, pensó. Y, sobre todo, ratas, lagartijas, salamandras y cucarachas. Incluso toda clase de culebras, serpientes y víboras. No sabía si podría soportarlo.
Lo mejor será no pensar en ello, se dijo Salcedo. Al menos por ahora. Tiempo habría de rebuscar en el cuarto donde le correspondiese dormir el modo de escapar de la marabunta de insectos, que no serían precisamente hormigas, decididos a acosarle y a mantenerlo en vilo hasta el alba. ¡Qué horror!
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