Название | Viaje a La Duda |
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Автор произведения | Antonio Gómez Rufo |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418208898 |
Salvo ese sobresalto reciente, que engordaba día a día en sus pesadillas y en el fondo de los recuerdos que se le revolvían por las noches, y que más parecía surgir de la pura imaginación que de una realidad que nadie había visto, para Lucio no había cambiado nada ni en La Duda ni en La Dúvida durante generaciones. La ausencia de incidentes era el bálsamo que permitía una vida que, al decir de la mayoría, preparaba la vejez para acudir sosegadamente a una buena muerte.
***
Lo que descubrió Lucio cuando se apostó al borde del camino fue la llegada de un coche negro. Un automóvil. Sabía que existían: los había visto en los periódicos, fotografiados, y en las revistas que enviaban de manera esporádica al pueblo, sobre todo a la casa de don Julián, el médico, o a la parroquia de don Venancio. Conocía la existencia de los coches y distinguía alguno de ellos, por eso supo enseguida que se trataba de un Ford A Tudor de 1930. Ese Ford A y el Chevrolet 2500 eran sus preferidos: uno así se compraría cuando fuese mayor y estudiara para hacerse médico, como don Julián.
Desde la distancia, el color grisáceo del Ford no le engañó: era negro, claro que era negro; solo que el viaje lo había recubierto con esa capa de polvo que lo tiznaba, disfrazándolo de gris. Plantado al borde del sendero, sin dejar de observar cómo se acercaba, Lucio se embelesó con la visión y el sonido arrullador de aquella máquina que volaba hacia él a treinta kilómetros a la hora. O puede que incluso más.
Le pareció increíble, pero lo cierto fue que el vehículo se detuvo a su lado, un milagro que le llenó las piernas de hormigas y espuma de agua. El conductor, un hombre mayor pero no demasiado viejo, con el rostro sudoroso, el pelo pegado a la cabeza, la corbata aflojada y la camisa empapada pegada a su cuerpo grande, terminó de bajar el cristal de la ventanilla con la manivela, resopló fatigado y apoyó el codo en el exterior.
—Oye, chaval. ¿Qué pueblo es este?
—La Duda, señor —balbució Lucio—. Así lo llaman.
—¡Por fin! —El recién llegado volvió a suspirar y se pasó un pañuelo arrugado por la frente para arrancarse el sudor—. Y dime, muchacho, ¿sabes en dónde puedo encontrar al alcalde? —El hombre se volvió al asiento de su lado y revolvió en unos papeles hasta extraer uno y llevárselo a la cara—. Don Aurelio Gallarosa, ¿no es así?
—Sí, sí... —El pequeño Lucio afirmó repetidas veces con la cabeza—. Don Aurelio, sí, el alcalde... Vive allí. —Extendió el brazo en dirección al interior del pueblo—. Pasada la iglesia, la segunda casa. La única que se ve de dos pisos, no tiene pérdida.
—Pero... —El hombre arrugó la frente, sorprendido—. ¿También hay iglesia en el pueblo? No, si habrá hasta cura...
—Don Venancio, sí señor. —El chico respondió con la seriedad de una persona mayor—. Y no solo es cura, también es ateo.
El hombre miró fijamente al muchacho, intentando descubrir si le estaba tomando el pelo, pero no encontró en su rostro el menor rasgo de ironía. Cabeceó mientras sonreía para sus adentros y le invitó a subir al coche.
—¿Por qué no subes y me indicas el camino? Seguro que...
—¿Puedo, señor? ¿De verdad? —le interrumpió Lucio, entusiasmado.
—Claro.
Cuando el coche se detuvo ante la casa del alcalde, apenas un centenar de metros más allá, el hombre ordenó y cuadró los papeles que llevaba a su lado, los encerró en una cartera de cuero negro y recogió del asiento de atrás la chaqueta del traje. Se apretó el nudo de la corbata, se adecentó un poco y le dio al chico una moneda de cinco céntimos.
—Esto es para ti, muchacho.
—¿Para mí? —Lucio contempló emocionado la moneda en la palma de su mano.
—Sí. Pero tienes que hacerme otro favor: dile al señor alcalde que ha llegado de Madrid el inspector Salcedo y que pide verle. A ver si puede recibirme ahora.
—¡Volao! —replicó Lucio con el rostro iluminado por la moneda que apretaba en su mano.
Caía la noche sobre La Duda y el poco aire que se mecía a la intemperie parecía el aliento del diablo. El inspector Salcedo, mientras cerraba las portezuelas del coche, notaba que tenía empapados la camisa, los calzones y la culera del pantalón, y que por los muslos le goteaba un sudor que resbalaba, deslizándose, hasta los calcetines de hilo negro, también sudados. El traje marrón había salido de Madrid recién planchado y ahora parecía un guiñapo. Los pantalones tenían estrías en las arrugas y la chaqueta, que había viajado buena parte del día en el asiento de atrás, ya se había cuarteado como un pergamino. La camisa blanca permanecía alisada porque se había pegado mucho a su cuerpo, como si tuviese frío, pero cuando se la quitara tendría que escurrirle el sudor. A Salcedo incluso le costaba esfuerzo respirar en aquel infierno sin ventilar.
Frente a él había una pequeña vivienda, encalada y limpia. Una de las pocas casas que parecía mantenerse cuidada por capas de cal blanca y pintura azul, tal vez obligada por encontrarse enfrente de la mejor edificación del pueblo.
En la casita había una ventana con las contraventanas de madera, abiertas de par en par. Y detrás de los cristales, entre las cortinas de tela estampada en flores azules, unos ojos que le observaban.
Notó su presencia, vislumbró su brillo y tardó en distinguirlos; y un poco más en descubrir que se trataba de la mirada de una mujer.
2
Aquella misma mañana el inspector Tirso Salcedo había acudido a Comisaría como cualquier otro día, puntual, a las ocho y media. A esas horas Madrid hervía de gente iniciando la jornada laboral y se anunciaba una nueva jornada de calor que a media tarde adormecería los ánimos hasta encerrarlos en las casas o disimularlos entre las sombras bulliciosas de los cafés donde los desocupados y los empleados se mezclaban para bisbisear consignas políticas o subastar vanidades y mentiras, según su condición.
Al llegar al edificio de la Policía, el guardia de la entrada a la Brigada de Homicidios le había informado de que el comisario le esperaba en su despacho desde hacía un buen rato. Salcedo alzó los hombros y fue directamente a su mesa para revisar las tareas pendientes, no fuera a ser que el jefe quisiera que le pusiera al corriente de los casos que llevaba en la Brigada y se le escapara algún detalle del desarrollo de las investigaciones. Pero apenas había empezado a apilar las carpetas sobre el escritorio, para revisarlas, cuando chirrió el teléfono interior que reposaba a su lado.
—¿Voy a tener que esperarte todo el día, Salcedo? —El vozarrón del comisario le obligó a separar el auricular del oído.
—Voy ahora mismo, jefe.
El comisario le recibió detrás de la mesa, con el hartazgo cuarteándole la cara. Más que exigente o dispuesto a la bronca, parecía enfadado por alguna causa de la que el inspector no resultaba responsable.
—Siéntate, Salcedo, y haz el puñetero favor de no hacerme ninguna pregunta —ordenó el comisario con energía—. Estas son las órdenes: deja todo lo que tengas entre manos y márchate ahora mismo a un pueblo de Extremadura que se llama, que se llama... —El comisario alzó un papel y lo alejó de sus ojos para ver mejor lo que había escrito en él—: La Duda. Han asesinado a una mujer.
—¿A una mujer? ¡Pues vaya! En todo caso... eso será cosa de Cáceres, ¿no? —se extrañó el inspector—. La Brigada, allí...
—¡Te he dicho que sin preguntas, joder! ¿O es que crees que me hace mucha ilusión desprenderme de uno de mis hombres para resolver un vulgar asesinato en un pueblo perdido en el culo del mundo? Pero son órdenes de arriba, Salcedo, y me han pedido a mi mejor hombre. Así que, ¡andando!
—Bien, bien. Lo que usted diga. —El inspector se puso en pie—. Pero tal vez un par de detalles... No sé, lo digo más que nada