Название | Viaje a La Duda |
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Автор произведения | Antonio Gómez Rufo |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418208898 |
Algunos vecinos, desde varias generaciones atrás, habían llegado a oír decir que el pueblo tenía dos nombres: La Duda de Alcántara y La Dúvida de Portugal. Lo aprendieron, pero con el mismo ceremonial lo ignoraron. Incluso muchos llegaron a olvidarlo. Cambiar el nombre de un viento no altera su rumbo ni su naturaleza, como garabatear una frontera en un mapa no modifica la geografía de la tierra. Durante siglos, casi siete ya, La Duda y La Dúvida no sabían siquiera que fuesen dos, ni mucho menos habían querido serlo.
Pero el Estado Novo nacido de la Constitución portuguesa de 1933, de la mano de hierro de Oliveira Salazar, supuso de repente un imprevisto que poco a poco se convirtió en una incomodidad y, finalmente, en una convulsión que un año después trastocó las cosas hasta alterar de manera inimaginable la serenidad de una vida que hasta entonces transcurría sin más aspavientos que los que la cotidianidad regalaba a la convivencia de los pequeños pecados humanos.
Fue entonces cuando La Dúvida, la parte portuguesa de la aldea, recibió la visita de un pelotón de soldados de la Guardia Nacional Republicana comandados por un hombre sin emociones que dictó unas pocas reglas que nadie entendió, pero que resultó obligatorio cumplir.
Era el señor Santos, el Delegado.
Y con él llegó el eco de los males de un mundo que en aquellos parajes aromatizados por el cantueso, el tomillo salsero y la jara eran algo más que desconocidos: eran por completo inimaginables.
***
Ahora, desde la atalaya del palomar, deshabitado de huéspedes plumados desde aquel raro suceso de 1930 que dio con toda la bandada en una rapiña que dejó el cubil sin ecos de zureos, el pequeño Lucio contemplaba distraído la noche que llegaba despacio por encima de los silencios del encinar. Miraba a lo lejos sin interés, sin ocurrírsele cómo emplear el tiempo que le sobraba, sin esperar nada nuevo, como cada tarde desde hacía tantos meses.
Él era un muchacho especial y todos lo sabían en La Duda. Rebosaba curiosidad desde que en el vientre de su madre tarareaba de aburrimiento y todos los atardeceres se le oía hacer músicas para estupefacción de cuantos asistían incrédulos al fenómeno; pero aquel anochecer ni él mismo hubiera sabido decir si tenía la cabeza vacía o salpicada de imágenes inconexas y confusas, como cuando se acaba de salir del sueño. Porque, ensimismado en lo que estuviera, no daba la impresión de recapacitar ni de pensar en nada, tan solo en dejar caer el día con la desdeñosa desgana de un escarabajo pelotero arrastrando su bola, o de burro viejo en su noria, y con la indiferencia de un anciano al que ya le han abandonado sus recuerdos.
Y en ese alboroto de ideas dispersas y sin memoria, algo a lo lejos le hizo despertar. Como si dos cochinos enrabietados se hubieran enzarzado en una brutal lucha por el territorio. Como si, en lugar de dos, hubieran sido veinte puercos, o doscientos, los enfrentados en una guerra que levantaba una nube de polvo que no menguaba. Allá, en el horizonte invisible. A lo lejos, por donde corría un camino hasta el que nunca se había atrevido a llegar. Una nube que ascendía y ascendía. Un vuelo de hoguera. Un incendio.
A Lucio le llamó la atención la visión y se incorporó para intentar descubrir el origen de aquella noticia, a hora tan extrema. La tarde ardía; el calor seco, infernal, pesaba como una espera baldía. Podría estar a punto de arder el mundo y el destino haber escogido aquel lugar para dar inicio a la devastación.
El cuello tensado hacia arriba y el equilibrio difícil de las piernas sobre el último peldaño de la escalera del palomar le permitieron comprender que aquella polvareda corría demasiado deprisa para tratarse de un incendio, o incluso de un carro de mulas de los que allegaban al pueblo miel, patatas, telas y alpargatas, guiado por buhoneros, traperos y otros vendedores ambulantes. Tampoco podía tratarse del carromato mensual de Santiago el Manco, que aprovisionaba de bacalao, sal, arenques, mojama y embutidos.
Le volvió la cordura, también la curiosidad, y con la agilidad de un felino se deslizó por la escala, corrió a las afueras del cercado y se plantó al borde del camino para ser el primero en ver qué era lo que llegaba y saber quién era el que con tanta urgencia se acercaba al lugar.
***
La Duda era un pueblo en forma de cruz, con una calle principal que acababa en la boca del puente y, un poco antes, otra que la cruzaba en una plaza a la que denominaban Las Cuatro Esquinas. La mayor parte de las casas, en ambas calles, eran de piedra o de barro y pajas. Solo había unas pocas de dos plantas, del color de los trigales maduros. Algunas chozas se salpicaban a ambos lados, en donde compartían miseria y suciedad padres, hijos y bestias, y junto a ellas montículos huecos de piedra con un respiradero en donde se guardaban al anochecer ovejas, cabras o gallinas para que no fueran robadas por los zorros en la impunidad de la medianoche. En las casas grandes, las pocas que había, la planta de arriba se reservaba para la vivienda y la de abajo albergaba el granero, el corral y el establo, aunque desde hacía años permanecieran casi todos ellos vacíos o desaprovechados. Los caballos escaseaban; los mulos y los burros podían contarse; las vacas, de cansancio y años, morían y no eran repuestas: parir terneros constituía un raro acontecimiento que se celebraba igual que el nacimiento de un hijo. Solo las liebres, los conejos, las perdices y las abejas, dueñas de su libertad, escapaban a la insolencia del hambre que con tanta frecuencia se repetía.
Por los alrededores correteaban jabalíes resabiados que no había forma de matar y que atacaban sin causa si no se andaba con precaución, hablando a voces para que creyeran que no se viajaba solo o cantando a gritos para que la voz les espantase antes de que llegaran a vislumbrar al enemigo. Una vez tres jabalíes se conjuraron para atacar a un caminante que se había distraído, tal vez en pensamientos de amores, y tardaron en desocupar sus tripas y devorárselas menos de lo que él gastó en pronunciar el nombre de su amada. Así lo había oído contar desde siempre el pequeño Lucio.
Además, la llanura que se extendía sin más ondulaciones que las nacidas de la monotonía de la tierra plana, estaba poblada de cactus y muchas escobas negras que procuraban polen para las abejas; y un poco más allá bosques de alcornoques y robledales junto a higueras de India o chumbas, coqueteando con plantas bajas de jara pringosa. Un paisaje que se volvía gris en invierno, verde en primavera, amarillo en verano y pardo en otoño, cuando más hermosos se mostraban los colores con el cobrizo del amanecer y el bronce de la atardecida.
***
Raramente usaba alguien aquel sendero de tierra muerta para entrar o salir. Algún carro de bueyes o tiro de mulas lo recorría para traer a la aldea aperos de labranza y legumbres mezcladas con piedras chicas, y en pocas ocasiones un par de barriles de cerveza. El circo deambuló una vez por allí, camino de Portugal, sin detenerse, y su mero paso fue el acontecimiento más vistoso jamás contemplado en La Duda. Todavía se recordaba su festejo multicolor en las anochecidas del otoño. Pero desde el veinticuatro de junio, festividad de San Juan, cuando se celebraron las fiestas patronales y llegaron al pueblo vecinos de todas las pedanías de los alrededores con el ánimo de disfrutar del baile que se celebró hasta el alba en la plazuela de Las Cuatro Esquinas, la noche en que, además, se consumó la tragedia de la Lupe, el único camino que desahogaba el pueblo había permanecido sin pisar y nadie esperaba que cambiaran las cosas.
Al igual que no habían cambiado desde que la memoria tenía recuerdos. A pesar de los mandatos que llegaron de Lisboa con la intención de que sus decretos tuviesen más valor que los vínculos que unían a los vecinos de la aldea rasgada, el paso de los días había devuelto la normalidad a la vida cotidiana, únicamente alterada por la trágica muerte que ahora, al pequeño Lucio, solo con imaginarla, le producía arcadas. Aquella descripción que le hizo bajo secreto el médico don Julián de un cuerpo desnudo de mujer abierto