Название | Viaje a La Duda |
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Автор произведения | Antonio Gómez Rufo |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418208898 |
—Gracias. —El inspector Salcedo levantó el botijo y se regó la garganta con poca maña, mojándose la barbilla y la pechera de la camisa, una torpeza que agradeció porque, en esos momentos, refrescarse era lo que más deseaba. Chasqueó la lengua, levantó el botijo y se lo devolvió al alcalde antes de decir—: Espero no incomodarle, don Aurelio, pero traigo instrucciones precisas de Madrid y necesito que me lo cuente todo.
—A eso vamos. —Don Aurelio respiró también profundamente, removiendo el palillo entre los dientes—. ¿Sabe cuántos años llevo queriéndolo explicar a los de la capital? Pues ni caso...
—¿Lo del asesinato?
—Ah, ¿eso? No, eso no.
Salcedo extrajo del bolsillo lateral de su chaqueta una cajetilla de cigarrillos Lucky y ofreció uno a don Aurelio, que lo miró entusiasmado y lo tomó complacido. Le pasó el chisquero a Salcedo, para que prendiese el suyo, mientras contemplaba su cigarrillo y lo acariciaba como si se tratara de un lingote de oro puro.
—Aquí liamos picadura, no hay para más... Estos lujos no son para el pueblo.
Salcedo no respondió. Exhaló la primera bocanada de humo a las alturas y se dejó caer sobre sus muslos, apoyándose en los antebrazos. Luego volvió a alzar la cabeza para respirar mejor. El cielo se había llenado de estrellas, pero la noche seguía envuelta en fuego. No podía dejar de sudar.
—Buena está la noche —comentó.
—Buena, sí.
***
Lo primero que tenía que saberse cuando el pueblo se partió en dos, tal y como dictó el Delegado, era que La Dúvida era un pueblo perteneciente a la República de Portugal: eso tenía que quedar muy claro. Y en un mástil tan altivo como innecesario, elevado en el centro de su calle principal, que por otra parte era la única, debía ondear a toda hora la enseña portuguesa. Desde ese momento, en la escuela, los niños recibirían las lecciones en portugués, sin excusas; y a cargo de una maestra adiestrada que explicaría única y exclusivamente las enseñanzas y valores del Estado recién implantado, al que se debían. Además, todos los vecinos tenían la obligación de aprenderlo y de expresarse en ese idioma. Para que aquello quedase claro, sobre el puente de piedra vieja que cruzaba el río Sever se estableció una aduana que, para ser cruzada, y hasta nueva orden, requería del permiso del mayordomo, regidor o alcalde del pueblo, función que hasta que se decidiese lo contrario desempeñaría el propio delegado gubernativo.
Pero aquello no era todo: a partir de entonces las transacciones dentro de la población se realizarían en escudos, careciendo la moneda española, la peseta, de valor como moneda de cambio. Hasta el dinero dejó de servir por decreto, como si las nuevas autoridades estuvieran convencidas de que cambiando el color del dinero se alteraría el calor de los afectos.
Por último, y como medida de urgencia, se prohibió la venta y difusión de cualquier cabecera de los periódicos españoles, así como todas las revistas y publicaciones que no fueran previamente autorizadas por el Delegado. La censura, principal estandarte del poder absoluto, se había implantado entre unos habitantes tan iletrados e inocentes que, por no saber, no sabían siquiera el significado de esa palabra.
En definitiva, había comenzado una nueva era de paz, justicia y orden para salvaguardar a los vecinos de La Dúvida de la perniciosa influencia de la Segunda República española, a todas luces anarquista, marxista, atea y librepensadora, según hizo saber el señor delegado en cuanto puso sus relucientes botas en la casa que iba a convertirse en su hogar, en su oficina y en su trono.
Aquel conjunto de órdenes desconcertantes, así como el anuncio del nacimiento de los nuevos tiempos, no habrían producido inconvenientes ni trastornos a los vecinos de La Dúvida si, al igual que la mayoría de las leyes absurdas, se hubieran dictado para ser desoídas, tal y como había venido sucediendo secularmente a ambos lados del río Sever cuando Madrid o Lisboa tomaban decisiones a ciegas, creyendo que no hay nada mejor que una ley para romper los vínculos grabados en los árboles genealógicos arraigados desde mucho antes de que nacieran las ideas que procreaban esas leyes. Y así imaginaron todos que iba a suceder una vez más, a un lado y otro del río, hasta que un buen día una madre portuguesa no pudo asistir al parto de su hija en el lado español del pueblo, hasta que otro día le impidieron a un campesino celebrar la comida de Navidad con su hermana en el lado portugués y hasta que, poco después, se inició el reparto oficial de cerdos y vacas para designar cuáles podían pastar u hocicar a una ladera u otra del cauce. La revuelta tardó un mes y medio en fraguarse, siete horas en producirse y diez minutos en sofocarse, justo el tiempo necesario para que dos balas de fusil luso acabaran con las vidas de un porquero portugués y del tahonero español. Hacía ya dos años de aquel trágico suceso y desde entonces anidaba en el pueblo un sentimiento de desconcierto que unas mañanas amanecía disfrazado de rabia y otras de resignación. Y la mayoría, también hay que decirlo, de indiferencia.
La falta de cultura es la peor de las miserias que atenazan la libertad del ser humano. Es madre de desdenes, apatías, resignaciones y sumisiones. La incultura es otra forma de muerte, porque no saber incapacita para exigir. Y junto al hambre, la enfermedad y la esclavitud, permite la injusticia. Al igual que al mendigo lo calla el mendrugo, al inculto lo silencia una palabra que desconoce, un argumento que no comprende, una ley inventada. Un pueblo sin cultura es prisionero de sí mismo y por ello es tan fácil de someter.
Y así sucedió en La Dúvida desde que se dispararon aquellas dos balas tan asesinas como innecesarias.
Por fortuna, con el paso de los días, el luto producido por la soldadesca portuguesa fue aliviándose con la tozudez de la vida y la naturalidad inconsciente de la desobediencia civil, tan sutil como constante y continuada. La caseta de la Guardia Nacional Republicana construida a la entrada del puente permanecía sin habitar cada vez con mayor frecuencia, pasando semanas enteras sin guarda ni vigilancia. Las vacas, iletradas como los vecinos e inmutables como las chumberas, pastaban a un lado u otro del río sin conocer de fronteras sino de hambres; y la llegada del mes de julio, cuando tocaba cosechar el trigo y la cebada, o la época de recogida del fruto de los perales, membrilleros, cerezos, melocotoneros y castaños, reunía a los vecinos de allí o de acá sin que el Delegado ocupara sus pensamientos en otra cosa que en guardarse del calor que, durante el día, sobrepasaba lo humanamente soportable y por la noche obligaba a reposar en una silla clavada a la puerta de la casa para acompasar las bocanadas de aire a las urgencias del cuerpo.
Desde aquel martes de octubre de 1933 en que se revolvieron así las cosas, esperaron en La Duda la respuesta a una carta enviada por el alcalde don Aurelio a Madrid, solicitando instrucciones para, se decía literalmente, «responder a la inaceptable agresión de las autoridades fascistas de Portugal». Y todavía habrían seguido esperando una respuesta si no hubiera sido por la tragedia que había supuesto el brutal asesinato de Guadalupe Veloso, la Lupe, y el posterior secuestro de un vecino portugués a manos del alcalde español y de los dos carabineros que actuaban siempre bajo sus órdenes y le aceptaban como su único mando superior en la aldea, a falta de un guardia local municipal como hubiera correspondido por la escasa entidad de la aldea.
***
El inspector Salcedo no tenía el menor interés en conocer los pormenores de un pueblo en el que, con toda seguridad, no volvería a poner los pies una vez hubiera resuelto el caso que lo había llevado hasta allí. Pero entre la fatiga del viaje, el insoportable ambiente vulturno que incendiaba la noche y la cortesía debida a su anfitrión, no le pareció correcto detener al alcalde en la cháchara que inició en cuanto se refrescó un par de veces el gaznate con el frescor del agua que encerraba aquel botijo pesado como el cofre de un tesoro. Don Aurelio carraspeó con la segunda chupada al cigarrillo rubio y lo primero que dijo fue que en La Duda mandaba él como regidor, mayordomo o alcalde, cada cual lo llamaba de una manera. Su expresión no era de satisfacción, ni de superioridad, ni siquiera de orgullo; más bien parecía de humildad y conformismo con el destino que le había correspondido en la vida.
Y a continuación siguió explicando el modo en que había llegado a esa posición predominante en la aldea, un proceso repetido año tras año según el cual se celebraban