Viaje a La Duda. Antonio Gómez Rufo

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Название Viaje a La Duda
Автор произведения Antonio Gómez Rufo
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418208898



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Al final de la calle, en la encrucijada con otra vía trasversal, se reunían el bar, la tahona y una tienda de ultramarinos asaltada por una nube de moscas lentas y perseverantes. Como también le asaltaban a él, con su insistente pesadez y su molesto ir y venir en cuanto se quedaba inmóvil unos instantes.

      Anochecía sobre aquella población indescriptible y no se veía ninguna luz de vela o antorcha que diese claridad al interior de aquellas casas pobres. Salcedo miró a lo alto, buscándolos, y no vio postes de luz, ni de teléfono, ni más línea voladora que la que dibujaba los perfiles de aquellas construcciones recortados por la última claridad del día, hacia el oeste. Un carro de bueyes, rezagado, avanzando mansamente desde el final de la calle y arañando la tierra desecada y sedienta, le sacó del asombro y le devolvió a la lástima. Movió la cabeza a un lado y otro, apesadumbrado, lamentando la pobreza que lo rodeaba todo, y metió las manos en los bolsillos antes de apoyarse en el capó de su automóvil, de espaldas a la casa del alcalde.

      3

      —¡A las buenas!

      Una voz segura y ruda le hizo volver la cabeza. De la casa salía don Aurelio caminando ruidosamente, con mucho aplomo, con la mano extendida y los ojos guiñados, midiendo al hombre que aguardaba apoyado en un coche. Estaba sin afeitar, masticaba un palillo alojado en la comisura de los labios y exhibía una seriedad de autoridad. Vestía camisa blanca abotonada al cuello, pantalones de pana marrón desgastada por el uso y alpargatas de esparto. Sus manos eran grandes y ásperas, su tronco orondo y su estatura grande. Y su rostro traslucía una cierta simpatía campechana a pesar de la seriedad con que se presentaba.

      —Buenas noches. —Salcedo se incorporó y fue a su encuentro. Mientras le estrechaba la mano no dejó de mirarle a los ojos, como acostumbraba a hacer para estudiar a sus interlocutores—. Me envían de Madrid. Soy el inspector Tirso Salcedo, de homicidios.

      —¡Vaya! ¡Ya era hora! —rezongó el alcalde—. Comprendo que en Madrid tengan cosas más importantes que hacer, inspector, pero han tenido que matar a una pobre mujer para que se recuerden de nosotros. ¡Maldita sea! Pase p’adentro.

      —Gracias. —El inspector le siguió en cuanto el alcalde le dio la espalda.

      —Por cierto... —Se volvió a mirarlo—. ¿Tiene donde hospedarse?

      —No lo sé. —Salcedo miró a ambos lados de la calle—. ¿Hay algún hotel en el pueblo?

      —¿Un hotel? —Don Aurelio no pudo evitar un mohín sonriente y burlón—. Había un Ritz, pero el negocio era poqueño y se lo llevaron a Madrid. ¡No te digo lo que hay! ¡No, hombre, no! Aquí no tenemos bojío ni nada por el estilo. Pero no se apure, inspector, usted se queda esta noche en mi casa, faltaría más.

      El pequeño Lucio miraba a uno y otro, desde abajo, sin perder detalle de la conversación. Estaba pegado a las piernas de don Aurelio, intimidado por la visita del desconocido, pero aun así mucho más atrevido que los demás vecinos del pueblo, que fueron acercándose hasta ellos para ver al forastero que acababa de llegar en un coche negro y que ahora hablaba con su alcalde. El desparpajo de Lucio también era mayor, porque poco a poco se fue separando de las piernas de don Aurelio hasta situarse entre los dos hombres, y su atrevimiento muy distinto a la timidez de los vecinos, que se habían quedado inmóviles a cierta distancia, atentos y reverenciales, sin oír bien lo que se decía aunque disparaban las orejas como los lebreles en las partidas de caza. El pequeño Lucio escuchaba y trataba de memorizarlo todo para poder responder luego con fundamento, cuando le preguntaran, como tantas otras veces.

      —Pase usted, inspector. —El alcalde se dio la vuelta y abrió el camino al portón de su casa—. Y tú, diablo, aparta de ahí, qué chiquillo... Un día te enredarás en mis piernas y me romperé la crisma.

      —Yo...

      Lucio se apartó un poco para dejar pasar a los hombres. Salcedo había sacado del maletero del Ford una pequeña maleta de lona rayada en tonos marrones y crema y siguió al alcalde al interior de la casa. Lucio pretendió seguir su estela, pero al final se paró en el portón, sin atreverse a entrar. Se quedó bajo el quicio de la puerta con los ojos y los oídos alerta puestos en el interior del patio.

      —Está usted en su morada, inspector —empezó diciendo el alcalde—. En realidad, aunque sea mi casa, también es la cobijera del ayuntamiento, la oficina del correo y todo lo que haga falta. Llevo tantos años sirviendo a este pueblo... Cuando toca asamblea vecinal, vamos al puente, a decidir lo que sea menester; pero si plueve, nos quedamos aquí. Ya le digo, es mi casa, pero...

      —Y la mujer, ¿no se queja? —preguntó Salcedo, tal vez respirando por una herida que el alcalde no llegó a descubrir.

      —No hay mujer. Yo vivo solo, inspector —respondió don Aurelio sin ningún énfasis. Luego se quedó pensativo, sin estar seguro de si debía ampliar alguna confidencia, hasta que finalmente decidió que un poco de charla se adecuaba bien a la hospitalidad que debía prestar—: Mi mujer murió hace veinte años y no tuvimos hijos. Aquí solo vive conmigo la Estirá.

      —¿La Estirá? —repitió Salcedo, extrañado del apodo.

      —La Estirá, sí. Todo el mundo la llama así porque, ¿sabe usted?, es antipática, altivana, medio sorda y desubidiente. Pero ya servía en casa de mi suegra desde niña, luego atendió a mi mujer durante su enfermedad y ahora ya no tengo coraxe para darle un puntapié y dejarla en el arroyo, que es lo que debería hacer. Aunque, a veces, me entran unas ganas... Ya verá: ¡Estirá!

      —Si tiene problemas de sordera... —Salcedo alzó los hombros.

      —¡Lo que tiene es muy mala leche! —replicó airado don Aurelio—. ¡Estirá!

      —¿Quiere que yo le dé aviso, señor alcalde? —La voz pequeña de Lucio resonó desde la puerta, servicial y sonriente, con la cara alegre como una luna recién estrenada en la noche.

      El alcalde se volvió, incrédulo de que el chiquillo siguiese allí, bajó el portón.

      —Pero, ¿qué diablos haces tú ahí?

      —Por si precisan menester... —replicó el chico, un poco acobardado, con los ojos muy fijos en los del alcalde.

      —Anda... —Don Aurelio cabeceó, resignado—. Ve a buscar a la Estirá y dile que prepare ahora mismo la habitación del fondo. Que tenemos huespedado. Y asegúrate de que las sábanas que ponga estén bien requetelimpias, que el señor viene de Madrid.

      —Como un rayo. —Lucio subió los escalones de dos en dos y se perdió por el corredor del piso de arriba hasta el final de la casa, llamando repetidamente a voces a la mujer.

      Don Aurelio invitó a Salcedo a tomar asiento en el patio, al cobijo de un limonero, junto a las puertas abiertas de un granero que estaba vacío. El suelo era de tierra, pero a trozos estaba salpicado por piedras planas que afirmaban el terreno. Alrededor del patio se elevaban las paredes de la casa, encaladas y limpias, y las escaleras de piedra que subían al piso superior estaban defendidas por una barandilla de hierro sin oxidar. Arriba, un corredor con baranda de madera llegaba hasta las diferentes estancias, todas apagadas a esa hora. En el patio había una humedad de recién regado que permitía respirar mejor y, al cobijo del limonero, un círculo de piedras parejas configuraban una especie de asentamiento donde poder reunirse para conversar en torno a unos vasos de vino en las caliginosas noches del estío. Hacía mucho calor, insufrible para un recién llegado, pero al amparo de aquel patio respirar era un poco más fácil.

      Salcedo pidió permiso con un gesto inapreciable, dejó la maleta en el suelo, se quitó la chaqueta y la dejó doblada sobre las piernas cuando se sentó en uno de los poyetes de granito. Luego se aflojó un poco más el nudo de la corbata, respiró hondo y se desabrochó el primer botón de la camisa.

      —Parece que hace calor —resopló.

      —¿Calor? Bueno... Hasta los cuarenta y seis grados hemos llegado hoy. —Don Aurelio suspiró también—.