Название | Benemérito Doctor |
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Автор произведения | Pietro C. Alvero |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418587276 |
– Oye Jacinto – pregunté a mi compinche de al lado –. ¿Qué has puesto en el apartado de profesión del padre?
– ¡Litricista! – me contestó imitando a Martes y Trece y con cara de estar comiendo limón.
Tras mi primera reacción de sorpresa y la risa posterior – que a punto estuvo de costarme mi primer correctivo a tenor de la mirada que me dedicó el Sargento de Oficina –, le susurré, sin ambages, la expresión aragonesa con la que se consigue cualquier objetivo:
– ¡No hay huevos!
No solo hubo huevos – mi compañero era experto en esa materia – sino que añadió ante mi expresión atónita y de incredulidad, la profesión de la madre: piluquera.
Todos los viernes, y para darle mayor emoción, momentos antes de la formación para el permiso de fin de semana, se colgaba en el corcho de la compañía el listado de alumnos arrestados. Las expresiones de ansiedad de todos los concurrentes se iban transformando en muestras fehacientes de terror entre los nominados y de relajación postcoital en los ausentes de la lista. Ese primer viernes, y junto a unos pocos aterrorizados, un hijo de litricista y de piluquera inauguraba la primera de las cientos de listas de arrestados que posteriormente ocuparían ese tablón. Al lado de su nombre, y sin faltas de ortografía, una breve frase descubría el sentido del humor del Capitán de Compañía:
Falta de respeto a un superior; 3er grado; 0,75 puntos; 6 días. Coeficiente Final: 9,25.
Como es de imaginar, especialmente en un colectivo integrado por adolescentes masculinos, las inquietas hormonas eran un activo permanente en aquel lugar. Ese hecho provocó que las mentes más calenturientas visualizasen la posibilidad de hacer negocio. El comercio interno de revistas pornográficas era de los más rentables de la población. He llegado a pensar, muy seriamente, que el P.I.B. de Calatayud se disparó durante aquellos años gracias a algunos emprendedores del comercio erótico. En ese caldo de cultivo lujurioso, pero limitado a genitales masculinos, se dispararon diversas alternativas al onanismo individual. Un personaje, del cual, por su integridad física y mental prefiero no dar el nombre, descubrió la forma de desfogarse y obtener un rédito al mismo tiempo.
Una noche, y tras el rutinario toque de silencio, un zumbido rasgó la tranquilidad nocturna. Tras un instante de desconcierto, el imaginaria, nombre castrense por el que se conoce al soldado que se encuentra de guardia nocturna dentro de los barracones, desveló el misterio. El muchacho en cuestión se había comprado una vagina vibradora y estaba dándose placer bajo la intimidad de sus sábanas. Dicho descubrimiento, lejos de sonrojar al púber masturbador, le abrió las puertas de un lucrativo negocio: el alquiler de la vagina a todo aquel que, con mucha necesidad y pocos escrúpulos, tuviese suficiente dinero para arrendársela. Por romper una paja – digo, una lanza – en favor de los salidos en cuestión, he de aclarar que, salvo en contadas ocasiones, la mayoría utilizaban preservativo... aunque algunos, para poder ahorrar algo de dinero para futuras adquisiciones, los reciclasen.
Y así, entre paja y paja, fueron transcurriendo los meses de aquel primer año castrense. Dicho sea de paso, no solo obteníamos placer mediante la autodedicación, sino que también descubrimos otro deleite tras hallar la forma de adquirir bebidas espirituosas en el hipermercado que, inteligentemente, acababa de abrir sus puertas justo enfrente de la academia.
Aquel año, el Real Zaragoza, equipo de mis entretelas, llevaba realizando una digna temporada en primera división. La temporada anterior había flirteado con el descenso a segunda hasta el punto de jugarse la categoría en la promoción, pero, sin embargo, ese nuevo año el equipo estaba luchando por su clasificación para competiciones europeas, concretamente para la extinta Copa de la UEFA. En aquellos tiempos, para acceder a la información sobre el devenir de un partido de fútbol, no quedaba más remedio que sintonizar Carrusel Deportivo y dejarse llevar a través de las ondas analógicas. Una tarde, y mientras el Real Zaragoza disputaba un partido de liga, decidí que era un buen momento para descorchar mi nueva adquisición: una botella de pacharán que, hábilmente, había conseguido introducir oculta en el macuto. Tras las clases diarias, todos, salvo los arrestados, disfrutábamos de un merecido descanso previo antes de enclaustrarnos de nuevo en las aulas para realizar las tareas y seguir estudiando. Ese descanso era utilizado por algunos para realizar algún deporte; por otros, para realizar actividades extraescolares como tiro, judo o colombofilia – verdad verdadera-; y por algunos infames, para jugarse el tabaco o la paga semanal a las cartas en la camareta. Salvo en contadas ocasiones, a mí se me podía encontrar en este último lugar. Allí fue donde, y con la sintonía de fondo de Carrusel Deportivo, decidí dar buena cuenta a la botella de pacharán para celebrar una de las victorias de mi equipo de fútbol. Mis compinches, en su mayoría, declinaron inteligentemente el convite que les ofrecí, dejándome la práctica totalidad del rojo licor para mi deleite. Como no podía ser de otra manera, la intoxicación etílica no tardó en fraguarse y, ya en el aula, comencé a notar los efluvios del alcohol. Solicité, pues, permiso para visitar el W.C. al Sargento Alumno – en la academia, además de nosotros, también se encontraban formándose los sargentos en prácticas y, entre sus cometidos, se encontraba la vigilancia de las aulas de estudio –. Tras casi una hora sin regresar al aula, el prudente vigilante envió a un alumno a buscarme al servicio. No recuerdo gran cosa, la verdad, pero el espectáculo demencial que vislumbró este al encontrarme inconsciente a los pies de la taza del váter fue recordado durante un tiempo entre mis compañeros. Esa noche, y bajo el riesgo de permanecer arrestado más tiempo que pelos púbicos tenía, me llevaron a la enfermería donde fui ingresado. Contra todo pronóstico el Alférez Médico no dio parte de lo ocurrido y, finalmente, pude vanagloriarme de mi anécdota aquel fin de semana entre mis amigotes de Zaragoza, eso sí, mientras degustaba un fantástico vaso de tónica. Desde entonces, y durante algún tiempo, el mote de cabezón – otro de los lindos seudónimos por el que era conocido – me fue sustituido por el de Capitán Pacharán. Gracias al pacharán había ascendido antes de tiempo, oye.
Transcurrían los meses académicos y, conforme menguaban los coeficientes, se afianzaban amistades que perdurarían hasta nuestros días. Compartiendo sinsabores, como el estudio de arrestados, alegrías individuales o colectivas, o saraos vespertinos por el municipio cuando el comportamiento te lo había permitido, se granjearon afinidades que perduran hasta hoy. Una de las actividades más esperadas, por cierto, entre gran parte de los muchachos que nos formábamos entre los muros marciales, era la excursión de fin de semana a esquiar a Jaca. Restringida exclusivamente para aquellos alumnos cuyas notas de la primera evaluación se lo permitiese, aportaba una experiencia novedosa hasta entonces. Con salida los viernes, retorno los domingos y alojados en la Escuela Militar de Alta Montaña de Jaca, se disfrutaba de un fin de semana de descensos en la estación invernal de Astún, como si de ganadores del Precio Justo o del 1,2,3, se tratase: con todos los gastos pagados. Obviamente, la demanda para participar en esos fines de semana era desmesurada y, en un primer llamamiento, solo podían acceder aquellos que hubiesen aprobado todas las asignaturas y tuviesen un coeficiente digno. Pese a mi drástico cambio de comportamiento y estudiantil, tampoco me encontraba esta vez entre los elegidos. El sargento docente de la asignatura de Dibujo Técnico, decidió que los borrones permanentes que yo dejaba en las láminas DIN-A 4 con los rotring eran merecedores de un suspenso – otro que me tenía manía –. Hacía muchos años que en una primera evaluación no obtenía las calificaciones de ese año y, sin embargo, me tocó arrastrar Dibujo Técnico hasta la siguiente, por lo que disminuían sobremanera mis posibilidades de descender por las blancas nieves aragonesas. No obstante, y fiel al apodo por el que se me conocía en la academia, el cabezón, no me amilané ante la adversidad y conseguí, con perseverancia – y cabezonería –, disfrutar de los dos últimos fines de semana de la temporada invernal descendiendo, como dice la jota... en lo alto del Pirineo.
Corría marzo de 1992 – flamante año olímpico, por cierto – cuando tanto mi cerebro, como mi joven y lozano cuerpo, se habían integrado completamente en el día a día castrense. Mi actitud rebelde inicial, a base de correctivos