Benemérito Doctor. Pietro C. Alvero

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Название Benemérito Doctor
Автор произведения Pietro C. Alvero
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418587276



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yo en una de estas fantásticas guardias de interna cuando sonó el busca. El busca, por cierto, es el sobrenombre que tiene el teléfono móvil del médico de guardia, derivado de los antiguos buscas en los que aparecía la extensión del llamante y poco más. Si bien es cierto que el parecido entre este teléfono-busca y un terminal telefónico actual es que los dos te los pones en la oreja – a veces ni eso… –, cualquier librepensador, que al igual que de gilipollas, está el mundo lleno, opinará que ya nos podríamos dar con un canto en los dientes por disfrutar de una comunicación directa entre profesionales; quizá, absorto en su tontolabismo, ese mismo librepensador pueda afirmar que el hecho de dotar de un terminal telefónico con el afamado y adictivo juego de la serpiente pueda suponer un plus incomparable que permita disfrutar de las largas y tediosas noches ociosas hospitalarias.

      Lo dicho, mientras me encontraba de guardia de interna, con otros tres compañeros residentes más, y a cargo de todas las plantas no quirúrgicas del hospital, sonó el busca. La enfermera de la planta nos informó de que un paciente estaba presentando un dolor torácico. Ágilmente, mi compañero más veterano y yo mismo, nos dirigimos a la habitación. Las habitaciones del Hospital San Pedro cuentan con una gran ventaja respecto a la inmensa mayoría del resto del sistema público español, y es que son individuales. Sin embargo, al entrar en la habitación tuve la sensación de hacerlo en la línea 1 del tranvía de Zaragoza un domingo futbolero camino de La Romareda. No cabía un alma más. Niños jugando alrededor de la cama del pobre fulano; adultos chillando a través de sus teléfonos móviles; ancianos con sus sillas plegables en torno a la cama del desdichado; señoras con las fiambreras preparando la merienda... Cuando por fin logramos abrirnos paso – no se trata de ninguna exageración –, mi compañero más veterano se dirigió al concurrido auditorio explicando que, entre otras medidas, el paciente necesitaba oxígeno. Uno de los allí presentes, que lo escuchó pese a que llevaba el teléfono móvil en la oreja, nos inquirió a que nos diésemos prisa en ponérselo, a lo que rápidamente contesté, echando un guante a mi colega, que, de momento, el oxígeno ambiental era suficiente para él, y que la mejor forma de obtenerlo era que todos saliesen de la habitación. Tras unos instantes de desconcierto conseguimos negociar que íbamos a permitir que la esposa del paciente se quedase en la habitación mientras explorábamos al pobre convaleciente, pero que el resto de congregados debían salir del vagón – digo... de la habitación –. Con más pena que gloria fueron abandonando el habitáculo todos los invitados a la barbacoa hospitalaria: niños, preadolescentes, adolescentes varios, adultos, ancianos, señoras con fiambreras...

      Cuando, por fin, conseguimos que la habitación pareciera un entorno sanitario nos dispusimos a explorar al paciente.

      – Cuéntenos cómo es el dolor y cuánto hace que le ha empezado, señor Fernández – apellido ficticio, obviamente.

      – ¡Ay doctor!, es como si me apretasen con un puño – nos describió perfectamente.

      Tras unas preguntas protocolarias más, y teniendo claro que se trataba de un dolor anginoso, nos dispusimos a tomar las medidas oportunas para su resolución. Un buen rato después, y ya con el paciente más tranquilo y estabilizado, decidimos proseguir con el interrogatorio.

      – ¿Hay alguna medicación que tome actualmente de forma habitual?

      Después de una larga retahíla de fármacos contra el colesterol, la diabetes, la tensión arterial, algún que otro colirio, pastillas de hierbas de Teletienda y unos cuantos remedios pseudonaturales, nos confesó:

      – Bueno, y la pastilla “para hacel el amol”.

      ¡Cáspita!, pensé – realmente el pensamiento fue “coño”, pero me hacía ilusión introducir esta bella interjección –. Uno de los fármacos que están absolutamente contraindicados en personas con cardiopatías es el sildenafilo, más conocido popularmente por su nombre comercial, Viagra. Me parecía increíble que no se le hubiese hecho conocedor de ello al paciente y que, en sus noches lujuriosas, continuase tirando de pastilla azul para izar la bandera.

      – Pero, a ver si me entero, señor Fernández... ¿usted sigue tomando esa pastilla? – preguntó en este caso mi compañero con la misma cara de póquer que debía estar poniendo yo.

      – Sí, claro. Nadie me ha dicho que no la tome – contestó de forma coherente.

      Su esposa, que escuchaba atentamente al lado, permanecía impasible. Cierto es que la libertad sexual ha ido ganando terreno poco a poco al tabú existente hace unos pocos años, pero me parecía, cuando menos curioso, que una señora de cierta edad no se ruborizase ante las afirmaciones explícitas de que su marido necesitaba cierta ayuda para poder atravesar el túnel.

      – Señor Fernández, le pregunté sin andarme por las ramas, ¿a usted no le han dicho que con sus problemas de corazón no puede tomar Viagra?

      En ese momento, el plácido anciano con el que habíamos tratado, se incorporó de la cama como si el Viagra le hubiese hecho efecto de golpe.

      – ¡Pero qué coño de Viagra ni su puta madre! Yo no necesitó ninguna pastilla azul para ponerme palote – nos gritó encolerizado.

      En ese momento, y a escasos centímetros de mi espalda, noté como la mujer, esta vez sí, se ponía como un semáforo prohibiendo el paso.

      – Pero señor Fernández... – balbuceé –, si usted nos acaba de decir que toma la pastilla “para hacer el amor”.

      – ¡Gilipollas! – me gritó. La del dolor de cabeza, joder... ¡el paraceramol!

      Lección aprendida: para hacer bien el amor no hay que venir al sur... hay que llevar en el bolsillo una buena caja de Gelocatil.

      CAPÍTULO 2

      La Jota

      Verano de 1989

      La Dolores – nombre pseudo cariñoso con el que encolerizo ocasionalmente a mi madre – había puesto todo el empeño para que su hijo se sacase el Graduado Escolar. Viuda desde hacía año y medio tras un trágico accidente laboral sufrido por mi padre, Jesús – en realidad, el nombre oficial del DNI era Jesús Gil, pero, obviamente, este dato era tomado por la inmensa mayoría como cachondeo –, la Dolores no había reparado en esfuerzos para que Pedro y Vanessa tuviesen las mismas oportunidades que el resto de los jóvenes de su edad; tanto en lo educativo como en lo social. Su pensión y su trabajo como asistenta de hogar le habían permitido sufragar aquellos caprichos que estos dos preadolescentes le habían exigido. De igual manera, había hecho lo imposible por dotarles de una educación que ella misma no había tenido.

      Ese verano no iba a ser una excepción. Mi hermana, la Vane, había sacado el cuarto curso de EGB con solvencia, como era habitual en ella. Se le presentaba un verano cálido, piscinero y ocioso, como el de la inmensa mayoría de los chavales de su edad. Sin embargo, no iba a ser ese mi duro destino. Una academia preparatoria para exámenes de septiembre se iba a convertir en mi segundo hogar – tal vez el primero, si tenemos en cuenta las horas diarias que iba a pasar allí metido...y sin aire acondicionado, por supuesto –.

      Tras un duro – y caluroso – agosto zaragozano, llegaron los exámenes de septiembre. El saco de asignaturas con el que había tenido a bien cargarme ese verano se componía de la friolera de cinco materias, entre ellas, por supuesto, Lengua, Matemáticas e Inglés. Para colmo, debía aprobarlas absolutamente todas, ya que, con una que dejase pendiente, volvería a repetir curso o, como el sistema educativo ochentero establecía, me debería matricular en la FP – Formación Profesional –, opción que, por aquel entonces, tenía la inmerecida fama de estar destinada a aquellos fulanos que no habían tenido el arrojo de superar el Graduado Escolar. Dolido en mi orgullo, me esforcé sobremanera en conseguir, en poco más de un mes estival, lo que no había obtenido en nueve académicos meses. No las tenía todas conmigo, para ser honestos, ya que la vagancia preestablecida durante mi periplo por EGB era un lastre difícil de soltar.

      – ¿Has pensado en presentarte al IPE? – me preguntó un día mi madre mientras me miraba inquisitoriamente, en el último intento de evitar lo inevitable.

      El IPE – Instituto Politécnico