Benemérito Doctor. Pietro C. Alvero

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Название Benemérito Doctor
Автор произведения Pietro C. Alvero
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418587276



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el huevo de Calimero interrumpieron mi recorrido y me requirieron la documentación. Ese fue el momento exacto en el que comprendí la trascendencia de la decisión de presentarme a una academia militar: ¡la había cagado, pero bien!

      Tras el control rutinario, y sin medrar sonrisa fraternal, uno de los calimeros me acompañó dentro. Allí me encontré a un grupo de nerviosos quinceañeros que, como yo, aguardaban instrucciones de alguno de los uniformados que por allí se hallaban. Después de unas detenidas explicaciones para indicarnos los horarios y la férrea disciplina de aquel lugar, nos “invitaron” a acompañarlos al comedor para degustar la primera de las cientos de cenas que me esperaban allí. Finalizado el yantar, y tras una breve pausa para conocernos entre nosotros, nos mostraron los que iban a ser nuestros nuevos aposentos durante aquel año.

      – ¡Qué coño es esa trompeta! – preguntó desde la cama uno de los diez desdichados de mi camareta y al que, para proteger su intimidad llamaré Jacinto.

      – Pareces tonto – contestó una voz al fondo del habitáculo –. Es la corneta que indica el toque de silencio.

      – ¡Tonto será el marica de tu padre! – contestó la voz gangosa del Jacinto.

      Jodo petaca – pensé –. Ya se ha liado parda.

      – Pues sí, marica, marica, es un poco. Lo suficiente para ponerte el culo como una fábrica de donuts – contestó la voz del fondo.

      Lejos de lo que se hubiese podido esperar en cualquier otro contexto, la camareta entera, incluyendo al Jacinto, estalló en una sonora carcajada.

      – ¡¿No habéis oído el toque de silencio, gañanes?! – gritó una voz al fondo del pabellón –. Como pille a uno hablando o tocándose lo que no debe, no sale de aquí hasta que tenga más pelos en los huevos que en la cabeza.

      Con la risa contenida mientras me agazapaba cobardemente entre las sábanas para no ser descubierto por el Sargento de Cuartel, me dispuse a intentar conciliar el sueño en el que, durante los próximos tres años, iba a ser mi nuevo hogar.

      Los primeros días académicos transcurrieron de forma rápida y entretenida. Nos mostraron las instalaciones, conocimos a nuestros profesores y a nuestros mandos directos, y nos explicaron, con mucha determinación, por cierto, el férreo régimen disciplinario. Como podía esperarse de un lugar que tiene el lema “Todo por la Patria” en su fachada, allí no se andaban ni con tonterías ni con exquisiteces. Al inicio de cada año académico contábamos con un coeficiente de 10 puntos. Por cada falta cometida, además de la pena accesoria de arresto, se te iba descontando parte del coeficiente. Si este llegaba a cero, eras vilmente expulsado de la academia. El descuento, obviamente, dependía de la gravedad de la falta cometida. De esta manera, las acciones punitivas estaban catalogadas en cinco grados: primer y segundo grado correspondían a faltas leves, las cuales restaban un máximo de 0,5 puntos de coeficiente y no conllevaban confinamiento físico en el cuarto de arrestados, sino la imposibilidad de salir del acuartelamiento, incluyendo el fin de semana si tenías la mala suerte de que te coincidiese; las de tercer, cuarto y quinto grado estaban reservadas para actos más graves, los cuales se sancionaban con el descuento de un mínimo de 0,75 puntos – hasta un máximo de expulsión directa – y conllevaban pasar el exiguo tiempo libre del que disponíamos en el mencionado cuarto de arrestados, conocido con el eufemismo castrense de estudio de arrestados; estudio que, para más de uno, se convirtió en su segundo hogar.

      En este contexto, tanto físico como emocional, coincidimos doscientos cuarenta fulanos procedentes de todos los rincones del país, desde Galicia hasta Cataluña, pasando por Canarias o Baleares. Baste decir que, situada la academia militar en Calatayud, población de la provincia de Zaragoza, fui automáticamente conocido como el Maño. Era como si a un natural de China, en Pekín le llamaran el Chino; como si a un estadounidense, en Nueva York le llamasen el yankie; o como si a cierta parte de políticos se les conociese como gilipollas... una redundancia, vamos.

      Otro dato importante a mencionar, por si todavía no había quedado claro, era que todos los sufridos asistentes a la juerga castrense éramos varones. El bucle vital de mi masculina trayectoria volvía a dar un giro inesperado. En la preadolescencia, y teniendo en cuenta que gran parte de la misma la pasé en un colegio religioso, tuve la desdicha – o la fortuna – de pertenecer a la última promoción masculina del centro. Con la supuesta llegada de la democracia a la educación, el curso posterior al mío abrió las puertas a la unificación de géneros en las aulas, eso sí, de forma progresiva y solo desde ese año hacia adelante. En un alarde democrático sin parangón, el principio de irretroactividad de las leyes que figura en la Constitución Española fue aplicado sin paños calientes y no permitieron el acceso de las mujeres a cursos superiores hasta que, año a año, fuesen promocionando. Esa injusta situación hacia mi varonil persona fue restaurada con mi incorporación al colegio en el que realicé el bachillerato, donde, esta vez sí, compartí aula y recreo con el género femenino – sobra decir que fue lo único que compartí –.

      Así que, de nuevo, otra patada en la entrepierna sacudía mi testosterona. Siendo justos, y teniendo en cuenta que era 1991 y que todavía seguía intacto para los varones el servicio militar obligatorio – la mili de toda la vida –, el hecho de que una academia militar estuviese formada solo por hombres era, hasta entonces, una normalidad. De hecho, solo había que leer el primer requisito de la convocatoria oficial para el ingreso al Instituto Politécnico del Ejército: “ser español y varón”. Sin embargo, hacía ya tres años que el gobierno había aprobado mediante Real Decreto el acceso de la mujer a las Fuerzas Armadas, aunque la ejecución del mismo se estuviese realizando de forma paulatina. De esa manera, la Academia General Militar, también sita en Zaragoza, había admitido a las primeras tres mujeres de sus filas en 1988, situación que no había llegado, todavía, ni a todos los cuerpos ni a todas las instituciones del ejército.

      Finalizaba la primera semana de lo que se había convertido en mi nueva vida y esperaba, impaciente, a que llegase el merecido viernes y poder sentir la libertad que, voluntariamente, había decidido rechazar ingresando en aquel cortijo.

      La plaza que había elegido con el número de acceso obtenido era Electrónica. Por lo que, si todo iba según lo previsto, cursaría en la academia los dos cursos de Formación Profesional de Primer Grado y el primero de los tres que conformaban la FP de Segundo Grado. Finalmente, y tras los tres años en el IPE, estaría en disposición de obtener el empleo de cabo especialista del Ejército de Tierra. En este caso, y si uno se decidía a continuar la carrera militar, se deberían añadir los dos cursos finales en otra academia, la Academia General Básica de Suboficiales en Talarn, Lérida, en la que tras ese periodo formativo se obtendría el empleo militar de sargento especialista. Pero eso ya era otra película.

      Durante el transcurso de aquella primera semana nos separaron por especialidades y, a su vez, por secciones, la forma castrense de referirse a las clases. Mi sección estaba formada por cuarenta lechones, uno de cada padre, y colocados por un estricto orden alfabético. Como no podía ser de otra manera, los diez jovenzuelos con los que me había tocado compartir camareta me acompañarían también en el aula durante aquel año.

      Como compañero de pupitre me habían asignado al Jacinto, aquel fulano que la primera noche estuvo a punto de inaugurarla a bofetadas con otro compañero. El Jacinto era, por explicarlo de una manera sosegada, un espécimen digno de estudio. Para aquel personaje, de quince años recién cumplidos, no parecía existir ninguna disciplina, por muy castrense que fuese, que le amilanase. Para colmo, no solo iba a ser mi compañero de litera de abajo, sino que se había convertido igualmente en mi compañero de pupitre. Estaba condenado a llevarme bien con aquel pendejo... o a asesinarnos mutuamente.

      Una mañana nos encontrábamos congregados en la sección cuando el Sargento de Oficina entró en el aula para entregarnos unas fichas. En las mismas debíamos cumplimentar la información personal básica, junto con algún dato relativo a la profesión de nuestros progenitores. Las fichas, con un hueco para la fotografía, iban destinadas al Capitán de Compañía – algo así como el jefe de cada curso – y tenían el fin de mantener actualizada la información académica y disciplinaria de cada alumno. Por el reverso había una cuadrícula numerada en la que se iría descontando