Название | Route 66, Fila7 |
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Автор произведения | Francisco Sepúlveda |
Жанр | Изобразительное искусство, фотография |
Серия | |
Издательство | Изобразительное искусство, фотография |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788416110940 |
En esta escena no aparece Holliday. Tampoco los Clanton. Y no es por casualidad. Solo están presentes las buenas gentes del pueblo, que desean una vida en paz. En un proyecto de vida como éste, Holliday y los Clanton no tienen cabida.
El pueblo construye una iglesia (la civilización en medio del caos y representación de la colectividad), baila, se divierte y olvida por un buen rato a sus malhechores. Es significativa en este sentido la frase del diácono que abre el baile: “¡Viva la alegría!”. Con gente de la calaña de los Clanton o, por diferentes razones, Holliday, no sería posible esta alegría porque solo llevan consigo vicio, muerte y destrucción.
Sin embargo, el pueblo, pacífico por naturaleza, no se rebela contra ellos, sino que es su propia pulsión autodestructiva la que ponen fin a su criminal trayectoria.
Este punto y final a sus andanzas tiene lugar en el mítico duelo en O.K. Corral.
Es el momento de señalar que esta historia ha sido llevada al cine en numerosas ocasiones (me vienen cinco a la memoria) y en esta ocasión Ford contaba con la ventaja de que conoció personalmente a Wyatt Earp y oyó la historia de sus labios. Sin embargo, se permitió licencias tales como que Holliday muriera en dicho duelo, cuando en realidad murió tiempo después de tuberculosis.
El duelo tiene un tono documental. Se inicia con una increíble toma de Clanton en que su rostro agachado (está durmiendo de pie, apoyado en un madero) va pasando de la penumbra a la claridad. Está amaneciendo. El sol le despierta y grita a sus hijos que se preparen.
Por su parte, los hermanos Earp y Holliday también están preparando sus armas y municiones. Al terminar de armarse, se dirigen hacia O.K. Corral.
Debo decir que, siendo muchas las veces que he visto la película, el duelo es la parte que menos recuerdo. Volviéndola a ver recientemente, compruebo que está rodado con la habitual precisión en la planificación de Ford.
Sin embargo, nunca logro retener sus imágenes con nitidez. Y considero que es por dos razones: en primer lugar, porque sabemos perfectamente de antemano cómo va a terminar; en segundo lugar, porque éste no es un western de tiros.
Obviamente, como en todo western que se precie, ha habido disparos a lo largo de la historia que se nos narra. Pero es la psicología de los personajes y sus interrelaciones lo que constituye el tuétano del film.
Lo que en verdad representa el espíritu de esta película fabulosa es la conjunción de dos ideas del Oeste (línea temática que Ford desarrollaría más complejamente en “El hombre que mató a Liberty Valance”). Una, la representada por Holliday y los Clanton, su impunidad y sus bajas pasiones. Otra, la representada por Wyatt y Clementine, que simbolizan la decencia, el progreso y la estabilidad de la comunidad.
Y, en medio, la comunidad misma que, no acostumbrada a resolver sus conflictos de manera violenta, espera agazapada el resultado del enfrentamiento.
Pero es que Ford, para redondear la maravilla, reviste este fondo de una fascinante envoltura visual, con un buen puñado de imágenes que quedarán incrustadas para siempre en la memoria del cinéfilo: el potente arranque; los hermanos cabalgando bajo la luna volviendo a la caravana y encontrando muerto al pequeño; Wyatt caminando en la penumbra después de decirle a Clanton que es el nuevo sheriff; Wyatt controlando Tombstone mientras hace equilibrios en una silla; todas las formidables tomas de la barra del saloon; la increíble escena de la operación de Chihuahua, maravillosamente iluminada y planificada; la ya referida secuencia del actor borracho o la despedida entre Wyatt y Clementine, que deja un poso de esperanza para Tombstone mientras Wyatt desaparece por el horizonte.
Quedando clara la maravilla estética que representa, temáticamente hablando podemos concluir que “Pasión de los fuertes” es una película plena, puesto que abarca drama, comedia, acción, romance, y un fino estudio antropológico y social.
Una película instalada en el terreno del mito.
Un cine tan bueno que habría que verlo de rodillas.
LA NOCHE DEL CAZADOR
de Charles Laughton
(1955)
TÍTULO ORIGINAL: “The night of the hunter”
GUIÓN: James Agee, sobre la novela de Davis Grubb
MÚSICA: Walter Schumann
FOTOGRAFÍA: Stanley Cortez
PRODUCTORA: United Artists
INTÉRPRETES: Robert Mitchum, Shelley Winters, Lilliam Gish, Peter Graves, James Gleason.
Son muchas las caras que tiene el miedo. No es de extrañar, ya que se trata de una emoción rabiosamente subjetiva. A pesar de la existencia de temores universales (por ejemplo, a la oscuridad), cada mente tiene su propio demonio, al igual que cada corazón tiene su propia congoja.
De niño, yo tenía un sueño recurrente en el que aparecía en una silla de ruedas en el pasillo de mi casa en mitad de la noche. La silla avanzaba a pesar de mis intentos por detenerla y apearme, y me trasladaba al salón donde me esperaba, flotando en el aire, una bruja inmensa vestida de negro, con su escoba, su sombrero y hasta su grano purulento en la nariz.
No llegué a conocer nunca el desenlace del encuentro, pues siempre que llegaba a esa altura de la historia me despertaba sobresaltado y empapado de un sudor helado.
Ese era mi miedo. Simple, infantil, pero mi miedo.
Con la edad adulta, nuestros temores van adquiriendo complejidad. El trabajo o la falta del mismo, la familia, las relaciones amorosas, la búsqueda del bienestar, los hijos, la lucha diaria por la vida, nos sumergen en un mar de preocupaciones que derivan en unos temores muy alejados de los que habitan en la mente ociosa del niño. ¿Hay algo más simple y más típico que el miedo a las brujas? ¿O a los ogros? Y, a pesar de su simpleza, ¿hay algo más terrorífico?
Charles Laughton conocía la respuesta, y con esa base nos regaló una película fascinante en la que no solo escarba en la raíz del miedo, sino que le da la vuelta a las reglas de la narración cinematográfica, creando una auténtica obra maestra atípica, turbia e intemporal, de una belleza formal pocas veces igualada en la Historia del Cine americano.
Situémonos. Charles Laughton era un prodigioso actor británico que, después de deleitar al mundo con varias interpretaciones para la eternidad (no dejéis de verlo en “Testigo de cargo”), se embarcó en la siempre arriesgada aventura de dirigir una película. Para ello se basó en una gran novela de Davis Grubb que contaba la historia de un falso predicador que recorre el Sur de los Estados Unidos en la época de la Depresión, embaucando a viudas con el objeto de desplumarlas y asesinarlas.
La película comienza precisamente con uno de estos asesinatos. Unos niños encuentran el cadáver de una mujer en un cobertizo. Acto seguido, en una toma aérea, vemos un coche que avanza por un camino. Al volante se encuentra un hombre de buena planta, con traje y sombrero negros, que mantiene un diálogo con Dios a través del que nos damos cuenta de que ha sido el causante del asesinato (información que también nos suministra la amenazante música que escuchamos cuando este personaje entra en escena). De igual modo a través de sus palabras nos percatamos de su perturbado estado mental, pues se erige en la mano ejecutora de la ira del Señor. Este hombre es el autodenominado predicador Harry Powell (Robert Mitchum). Ya tenemos al ogro.
Powell va a dar con sus huesos en la cárcel por un delito