Ataraxia. Saúl Carreras

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Название Ataraxia
Автор произведения Saúl Carreras
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878723280



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tarde sea el último escenario en el que deberíamos pensar a la hora de necesidad de diversión.

      Mi tío Antonito es una persona robusta, medirá un metro ochenta, y más o menos lo que tenía, como ventaja con nosotros, era el conocimiento del terreno, él nació, se crio y aún está en el mismo terreno y nosotros solo conocíamos lo que cronológicamente cada uno había vivido. Una mierdita. Para llamarlo de alguna manera.

      Él tomó la iniciativa y se adelantó, caminó hacia el lugar que nosotros tan alegremente habíamos elegido. Seguramente se parapetó en una zona a la cual nosotros no tuviésemos acceso visual y desde allí manejaría los tiempos.

      Con absoluta seguridad debo señalar que, tal vez, estaría estudiando su método recién ahora, o a lo mejor ya contaba con todos los recursos, para darnos una lección.

      Llegamos al lugar de siempre dispuestos a hacer lo que tanto nos gustaba, jugar en el agua.

      Quizá la posición del sol nos decía que la hora andaría alrededor de las tres de la tarde, la temperatura era de unos 40 grados aproximadamente. Recuerdo que nos sacamos el calzado (seguramente se trataba de alpargatas o alguna zapatilla “Boyero”) y nos metimos sobre un brazo que hacía la acequia, estábamos los cuatro chapaleando en el agua, ajenos a lo que sucedía a nuestro derredor y precisamente allí es donde radica el temor de nuestros padres al insistir que ese lugar era muy peligroso para nosotros. Pepe, por cierto, al ser mayor, se convertía naturalmente en el líder, y después, estábamos nosotros tres.

      No sé cómo sucedió, porque luego de un instante, yo me encontraba corriendo hacia la casa por causas que aún en esas circunstancias no lograba entender. Solo el miedo me impulsaba hacia delante.

      Ahora puedo definir con nitidez todo lo que sucedió.

      Antonito estaba ya en condiciones más que propicias para llevar adelante su plan, desde su posición, hasta podría ver nuestras caras de urgencias. Creyó que todo estaba en orden, y se dispuso a ejecutarlo.

      La voz fue como un gemido, grave, casi gutural, sonó como si viniera de lugares desconocidos, como si no tuviera cuerpo, penetró en nuestros oídos como un llamado de alerta, como un misterioso ente, al cual le merecíamos nuestro más sentido respeto.

      Creo que nos dijo algo así como “ahora los voy a comer” o algo por el estilo. Lo que sí sé, era que, en ese momento, no me interesaba para nada saber el texto de lo que esa voz nos trataba de comunicar.

      Corríamos los cuatro, Pepe, Carlos, Teresa, y yo, en ese orden.

      Algo sucedió, para que alguna pirueta del destino quisiera que la espina se haya encontrado en ese lugar, algo biológico hizo que la maldita espina se situara en ese lugar, donde yo con mi pie derecho, no tuve ninguna otra opción que servirle de techo, haciendo que toda su longitud me manifestara que, a partir de ese momento, debería afrontar la lucha con ciertas desventajas.

      Lloré por supuesto, por la voz, que aún retumbaba en mi cabeza, y por la maldita espina que minaba rotundamente mis mínimas posibilidades.

      Pepe, como buen líder, detuvo su corrida y viéndome, a lo mejor con mi orgullo de pie, pero con desigualdad de condiciones, me alzó en sus brazos y así llegamos a casa.

      No sabíamos cómo encarar el relato porque precisamente no sabíamos qué deberíamos relatar, algo nos había asustado mucho, solo que no sabíamos a ciencia cierta de qué carajo se trataba.

      Mamá nos escuchaba y como ella era la coautora del hecho, nos escuchaba con gran atención y a su vez tranquila porque sabía que toda conclusión que cada uno de nosotros llegáramos a sacar nunca llegaríamos a saber lo que ella y su hermano, nuestro querido tío Antonito, nos habían destinado a modo de lección.

      Esto, si bien es una anécdota, lo que sería interesante recalcar o resaltar es la forma en la que, más allá de toda pedagogía, se llevaban adelante los sistemas educativos, propios de cada hogar, donde a través del miedo generado reciben la compensación de haber logrado la tranquilidad de saber que al menos ese lugar no representaría a partir de entonces más motivos de preocupación.

      No medían consecuencias colaterales, sino que combatían los peligros día a día.

      Mis cuatro años no me avalaban, de ninguna manera, ante cualquier intento de autonomía. Era el más chico y contaba con el parámetro de mis hermanos, que me permitía encarar la vida con cierta ventajilla.

      El recuerdo me lleva despacito hacia la vivencia de los días en la casa de mis abuelos. Cuando llovía, el aire se llenaba de estados muy particulares en mí. Me hacía ver un poquito más adentro de las cosas y esa diferencia no me permitía compartir plenamente mis juegos, no los entendía, o no los quería entender, era muy extraño. El olor de la tierra mojada en ese lugar no lo olvidaré mientras viva, el olor al pan recién hecho no me lo olvidaré nunca, la ceremonia de la merienda, las travesuras a la siesta, como aquella tarde en que mientras nuestros abuelos y tíos dormían, nosotros quisimos quemar un panal de avispas que pendía desde un puntal del galpón que mi abuelo usaba para secar el tabaco, y provocamos un incendio parcial en el techo de este.

      Corría 1964, y en mi infancia, a mi modo era feliz.

      El campo, los animales, los juegos, todo era para mí en esa época una aventura y mis tíos alimentaban esa práctica con un amor único y necesario para mi desarrollo.

      Mi recuerdo me lleva a hurgar entre las respuestas que me dio la vida y me encuentro con un cúmulo de imágenes que me llenan de palabras y relatos.

      Una vez, acompañando a mi abuelo que estaba trabajando en el campo como siempre se lo podía encontrar en cualquier hora del día, yo debía contar solo con cuatro añitos no más, caminaba y le iba haciendo comentarios propios de mi edad, quizás por cansancio, por la temperatura de la tierra recién arada, en algún momento del relato me quedé a esperar a mi abuelo que terminara el surco y volviera por el próximo, y sucedió que sí, en efecto, volvió por el otro surco, solo que tuvo que despertarme, pues me había dormido en el suelo…

      Pequeñas perlas que desprendo de mi memoria y enmiendan en parte las etapas que no puedo traer.

      Otras de las cosas que me refieren libremente a mi infancia son las noches de los Reyes Magos… cuánta fantasía, cuánto de fábula tiene la vida y qué lindo es cuando en los niños se puede montar este escenario, es muy bonito para todos, fortalece los lazos de cualquier grupo humano, sin dudas.

      Esas noches tenían de todo, alegría por las vísperas, la tarea de juntar el pastito y el agua, con la ilusión de que los camellos puedan ser saciados en su sed y hambre.

      Nuestra inocencia nos permitía trazar estas posibilidades y qué bien nos hacían…

      Recuerdo que, luego de una de las noches donde los Reyes Magos debían pasar, me levanté y cerca de mi almohada había una pelota, era de plástico, hermosa, salgo al patio con mi ilusión de poder patearla, la tiro hacia el piso a modo de hacerla picar y, cuando estaba bajando en dirección a mi pie derecho, este precipitó el encuentro y tomándola de volea, y quizás dibujando en mi mente un arco imaginario, le entré de lleno, el resultado esperado sería el grito de la gente festejando el golazo… pero nada de eso pasó, nada de eso…

      En el jardín que mi abuela cuidaba y que daba a la calle, había en alguna oportunidad concebido junto a su marido (mi abuelo) la necesidad de tener una planta de naranja, un naranjo… Si has vivido en el campo o te has enterado a través de los libros que los naranjos desarrollan una espina muy puntiaguda, que antes de florecer están tan erguidas…

      Sí… es lo que estás pensando, mi volea que, si bien en mi mente tenía destino de red, sucedió que entre la distancia de mi chute al territorio del naranjo, solo hubo un llanto, que nació en el preciso instante en el que la pelota, luego de su recorrido que era seguido atentamente por mí mientras dibujaba una pirueta luego del remate, le entraba de lleno a una de ellas quedando suspendida y libre de toda intención de volver al juego o de ser nuevamente pateada por mí ni por nadie… (Otra perlita).

      Seguramente