Название | Saudade |
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Автор произведения | Susana García Nájera |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418759475 |
Estrella se preguntó, mientras le daba la espalda a su marido y se alejaba por el corredor, retocándose un maquillaje que seguía perfecto, si aún le quedaría alguien por quien llorar. A veces nos hacemos preguntas aparentemente sencillas sin saber lo peligrosas que resultan las respuestas. En el mejor de los casos, es preferible no saber.
A la mañana siguiente trasladó sus cosas al piso recién reformado que olía todavía a cola adhesiva para papel pintado.
Seis días más tarde ocurrió el terremoto que cambiaría su vida para siempre.
***
La felicidad es más rara que un cuervo blanco, decía su abuela. Y Teresa piensa que esa frase no tiene ningún sentido porque los cuervos blancos no existen y, además, no sabe por qué se ha acordado de esa tontería en ese preciso momento. Supone que, una vez más, es a causa del embarazo. Su médico dice que es normal.
Está de pie frente a una maleta vacía y la mira como si esa puñetera tuviera la culpa de todo. No consigue comunicarse con su hermana. Ni le coge el teléfono ni es capaz de devolverle todas las llamadas que le ha hecho desde que ocurrió el terremoto. Y es que su hermana es un caso. Es increíble lo egoísta que puede llegar a ser, piensa Teresa mientras abre y cierra cajones sin coger nada de nada. Vuelve a la cómoda, donde está el móvil, y marca el número que ya se sabe de memoria. En cuanto escucha el mensaje de apagado o fuera de cobertura, una punzada de angustia le taladra el estómago.
Menuda semana que lleva: su madre, que insiste en no volver a casa, que se queda en el piso, que ahora ese es su hogar; su padre, que no quiere ni hablar del tema, solo trabajar y trabajar..., cualquier día le da un ataque al corazón; Jorge, que no hace más que preguntar: ¿qué tal estás, mi amor? ¿Qué tal estás, mi cielo?; y ella que no es capaz de entender lo que está pasando a su alrededor y, ni mucho menos, lo que le está pasando a ella misma. Ayer, sin ir más lejos, le chilló a una dependienta del Zara y acabó llorando dentro del probador. No podía dejar de llorar, pero es que ninguna prenda de toda la ropa que se probó le sentaba bien. Hoy le parece una exageración. No se siente a gusto con nada. No se siente a gusto con nadie. Su médico dice que es normal, lo del mal humor y lo de la tristeza. Mientras mira la maleta aún vacía, piensa que ya podría haberse esmerado más y haber comprado alguna prenda, porque ahora mismo todo lo que tiene le queda estrecho. Vuelve a llorar. Su médico dice que es normal. Llora porque piensa que el terremoto ha sido por su culpa, como un castigo de Dios, como les solía decir la abuela Antía a su hermana y a ella. Un castigo que tiene bien merecido por ser tan banal, porque siempre lo ha sido y siempre lo será, porque, a su pesar, sigue pensando en la ropa que descartó y dejó hecha un gurruño en la esquina del probador y no en su hermana.
Patri sigue sin responder, vete tú a saber dónde estará. Y ella que pulsa rellamada de nuevo y de nuevo le salta el mensaje del contestador en italiano.
En algún momento descolgará el teléfono, piensa Teresa. Es imposible que no lo haga.
Responderá.
Es Patricia.
Y otra vez llora. Su médico dice que es normal. Como también sus largos soliloquios que no le llevan a ninguna parte y en los que se lía y al final se olvida de qué estaba hablando al principio. Cierra los ojos, se tapa la cara, quiere quitarse de la cabeza las imágenes del terremoto que hace unos minutos ha visto por televisión. Son terribles. No se imagina que su hermana pueda estar en medio de todo ese caos. Eso pasa en otros sitios, a otra gente, se dice, pero, claro, Patricia está en esos otros sitios y Patricia, desde hace mucho tiempo, forma parte de esa otra gente.
Es normal el corte de comunicaciones, porque las señales se caen por la acción del terremoto, como la rotura de las tuberías, los tendidos eléctricos y las cañerías de gas. Por eso ocurren los fuegos que vemos por la televisión cuando sucede algo así. Se lo ha dicho por teléfono un tal Enzo, el secretario consular en Roma. Le ha resultado un hombre pretencioso pero con bastante seguridad. Nadie tiene cobertura, les ha contado, pero en cuanto se restablezcan las líneas comprobarán que, al igual que ustedes tratan de hablar con su hermana, ella está intentando, con el mismo afán, comunicarse con ustedes.
Teresa se toca el bajo vientre porque le duele. Es un dolor agudo, raro. Es como si le estiraran de una piel que no tiene, de unos huesos que no tiene y de unas ganas que tampoco. Está en ese momento del embarazo en el cual la gente no se atreve a preguntar, por si no lo estuviera, pero lo está. Vaya que sí lo está. Y mucho, como de cuatro meses, y ha engordado ocho kilos. Si se tratara de unos kilitos de más, tendría fácil solución, pero esto, ¡esto!... No sabe qué hacer con esto y de nuevo llega la culpa.
Teresa sale del dormitorio y se dirige a la cocina, cierra la puerta despacio, como para no ser oída, aunque está sola en la casa. Abre la ventana para evitar que el humo se extienda por la estancia y se enciende un pitillo. Le quedan dos en la cajetilla. Aspira la primera calada.
—Cuando me fume estos dos pitillos, no volveré a fumar más —promete a pesar de que no hay nadie que la escuche, pero Teresa siente que, al decirlo en voz alta, su nivel de compromiso es más real.
Segunda calada.
—O quizá sí lo haga, es peor la ansiedad; me lo ha dicho el doctor Bernal: «Es mejor fumar tres o cuatro cigarrillos al día que la misma abstinencia» —dice imitando la voz ronca y canalla de su ginecólogo.
—Demasiada abstinencia en mi vida. —Y esta última frase la dice sin darse cuenta, con una risa que acaba en mueca, y escupe hacia el patio una hebra de tabaco demasiado seca.
Tercera calada.
—Cuando termine estos dos cigarros ya no compro más. O quizá me compre una nueva cajetilla y fume en ocasiones especiales. Fumar tres o cuatro al día no es malo. Me lo ha dicho el doctor Bernal.
Cuarta calada.
—Fumaré a escondidas, no quiero que Jorge se entere.
Su hermana vuelve a su cabeza y se le instala otra vez ese nerviosismo que por unos minutos el tabaco había calmado. Ahora no desea ser Patricia por nada en el mundo. Sería la única vez.
Quinta calada.
—Cuando todo esto pase, habrá que prepararse para la gran epopeya de cómo la gran Patricia sobrevivió al terremoto y, conociéndola, no se habrá salvado porque no llegara el terremoto a su casa. Seguro que sí, que sí llegó, pero logró librarlo y, a su paso, salvar a una decena de ancianos despeinados y niños en pijama. Es Patricia.
Sexta y última calada.
Mejor no, séptima calada y otra última hasta apurar el cigarrillo ya sintiendo el filtro arder en sus labios. Envuelve la colilla apagada en papel de cocina y la empuja hasta el fondo del cubo con los restos de la basura. Cierra la ventana y pulveriza la estancia con el ambientador olor «ropa planchada». Se lava los dientes durante tres minutos, que es el tiempo de cepillado que recomienda su dentista. Patricia, un minuto; Patricia, dos minutos; Patricia, tres minutos.
Vuelve al dormitorio y se enfrenta de nuevo a la estúpida maleta. Se mira en el espejo de cuerpo entero. Le han desaparecido las curvas. No está aún gorda, pero no tiene cintura. El pecho le ha crecido demasiado, igual que el culo y las piernas. Y los mofletes. Dios, ¡cómo los odia! Cuanto menos come, más le crecen, y no sabe cómo pararlo. Si pudiera hacerlo, si pudiera evitar que aquello creciera más, lo haría. Lo intentó en una ocasión, pero sin darse cuenta, y Jorge se volvió loco. Fue un accidente, le dijo a su marido. ¿Fue un accidente?, le respondió él con otra pregunta. ¿Fue un accidente?, se preguntó ella a solas. No supo qué responderse.
Vuelve a pulsar otra vez la tecla de rellamada y a escuchar el estúpido mensaje: «Il numero selezionato è sbagliato oppure la linea è fuori servizio».