Saudade. Susana García Nájera

Читать онлайн.
Название Saudade
Автор произведения Susana García Nájera
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418759475



Скачать книгу

huirán lejos. Ya nadie los apoya, ni el partido. No te preocupes tanto, por Dios.

      Pero demasiado bien sabían Dios y todos los habitantes de Cambados que, como la Guardia Civil diera con el enlace que escribía y llevaba el correo, el maestro iba a tener un problema muy gordo, tan gordo como ser fusilado por traición.

       Y tienes corazones que sufren

      largas ausencias mortales,

       viudas de vivos y muertos

      que nadie consolará.

      Antía se pasea a oscuras por la habitación como el lobo hambriento que esta noche es. La única carta que ahora le importa de verdad es la que está sobre el aparador y que ha leído tantas y tantas veces. ¡Qué error tan grande había cometido al haberse ido!, escribe Xaime. Las cosas no habían sido como le prometieron, pero, aunque vuelve sin dinero, tiene que dar gracias al Señor porque está vivo y eso es más de lo que muchos pueden decir, refiriéndose a aquellos que perecieron durante la singladura en barco o los que encontraron la muerte en alguna de las esquinas del barrio de las Barracas, el distrito donde vivían entre ladrones y maleantes. Pero vuelve. Vuelve, al fin y al cabo. Y lo hace con dos manos, le pone en la última línea de la carta; dos manos para trabajar y sacar a su familia adelante.

      Ante la llegada de Xaime, Antía le rogó a Zaquiel que volviera a su casa, a la casa del maestro que era propiedad del pueblo, y él así lo hizo. Solo por eso, porque ella se lo pidió, porque haría todo lo que le pidiera, como si le pide la luna, pero él, que es un hombre de bien, quiere hablar con Xaime y explicarle la situación. Decirle que, aunque nunca buscó enamorarse de Antía, simplemente ocurrió y ninguno de los dos pudo evitarlo por mucho que lo intentaron. Zaquiel quiere, por encima de todo, estar con ella y las niñas, a las que quiere y ha criado como si fueran hijas suyas en estos últimos años. Vivir en Cambados o en cualquier otro lugar, mientras estén los cuatro juntos. Antía piensa que Zaquiel es un iluso, un parvo, y por mucho que ella se encomiende día y noche a san Antonio, a san Benito y a la Virgen del Carmen, no puede evitar tener el peor de los presentimientos.

      Parece que la noche no tuviera prisa por escabullirse y, sin embargo, aunque todavía falta alguna hora para que salga el sol, el alba ya despunta con sus tonos rojizos y anaranjados.

      —Ojalá el tiempo se detuviera justo en este preciso instante —susurra Antía deleitándose en los colores mientras se acaricia la tripa que, en breve, se comenzará a abultar.

      Antía sabe que ya no va a dormir, así que, en mitad de la noche, se recoge la melena en una trenza, sale del dormitorio y se acerca al de las niñas. Arrima la oreja a la puerta y casi escucha la respiración acompasada de sus dos hijas, que duermen profundamente en medio del silencio infantil. Luego va a la cocina, se remanga, se ata el mandil que encuentra colgado del respaldo de una de las sillas y se dispone a preparar el pan. Pone agua a calentar y, en ese momento, Zaquiel abre la puerta de la entrada, asoma medio cuerpo y la busca con la mirada desesperada.

      —Necesitaba verte —le dice antes de entrar.

      Antía, sin hablar, corre a su encuentro y los dos se abrazan un largo rato hasta que les duele.

      —Me cuesta mucho dormir sin ti —susurra él sin soltarla.

      —A mí me pasa lo mismo.

      Zaquiel la mira como si la viera por primera vez y Antía baja la cabeza para esconder sus ojeras. Se suelta del abrazo y vuelve al hogar para retirar el agua ya caliente.

      —Tienes mala cara. ¿Te encuentras bien?

      —Ya te dije que no duermo mucho —responde sin mirarle a los ojos mientras cierne la harina de maíz con la levadura y va añadiendo el agua poco a poco.

      —¿Qué tal las niñas?

      —Te echan de menos.

      —Yo también a ellas.

      —No hacen más que preguntar por ti. No entienden.

      —Yo tampoco.

      —Ya lo hemos hablado.

      —No puedo, de un día para otro, vivir separado de ti y de las niñas.

      —Xaime puede llegar en cualquier momento y es mejor que no te encuentre aquí.

      —Para mí no es mejor.

      —¿Y qué quieres? ¿Que no le deje entrar?

      —Pero yo...

      —¿Que le diga, desde la puerta, que hay otro hombre que ocupa su lugar? —le pregunta Antía elevando el tono de voz—. Te olvidas que Xaime es mi marido y el padre de mis hijas.

      El agua ardiendo salpica el antebrazo de Antía provocándole una fuerte quemazón. Zaquiel se aproxima.

      —¿Te duele?

      —Un poco —responde ella.

      Él moja un paño en agua fría y se lo pone sobre la piel roja presionando con cautela. Antía le mira con dulzura mientras lo hace. Le duele más haberle gritado que la propia quemadura. Nunca discuten. Nunca. Él es dulce y ella ha aprendido a serlo gracias a él, pero ahora trata de ofenderlo para que se mantenga alejado de la casa. De ella. Antía recuerda muy bien el carácter de Xaime y lo que le puede hacer a Zaquiel si lo descubre allí. Por eso, si tiene que gritarle una, dos y cien veces más, lo hará. Aunque en realidad lo que quiere decirle es aquello que tantas veces le ha susurrado al oído, y es que él es el único padre que sus hijas han conocido y el único hombre al que ella ha amado, ama y amará el resto de su vida.

      —No quiero que te haga daño —dice ella acariciándole la cara con la otra mano.

      —Por eso hay que hablar con él. Cuanto antes.

      —No, hazme caso. Tú no sabes cómo es. Además, necesitará tiempo. Son muchos años los que lleva fuera. No le puedes soltar así de repente que tú y yo...

      —Pero es que, si no lo hago yo, lo hará cualquier persona del pueblo. Tú lo has dicho muchas veces: a la gente le gusta hablar y yo no soy de escurrir el bulto.

      —Lo sé.

      —Soy un hombre que asume su responsabilidad.

      —Todavía no sabe que sus padres murieron en estos años. Si además le decimos que tú has estado viviendo aquí, conmigo y las niñas, se va a volver loco e irá a por ti. Te querrá matar, y si a ti te pasara algo, yo te juro que...

      —¡Antía!

      —Por favor, Zaquiel, dime que no hablarás con él aún. Por favor, por favor... —suplica ella.

      —Está bien, niña —le responde él viendo su cara pálida y delgada como nunca antes la había visto—. Está bien. Lo haremos como tú digas.

      Ambos permanecen en silencio, demasiado cansados para seguir hablando. Ella mueve y remueve la mezcla que va espesando y finamente retira la cuchara de madera. Amasa ya solo con sus manos delgadas pero fuertes. Sigue trabajando la masa, ahora con los puños, y, a cada golpe, unas cuantas lágrimas se le escurren y se ahogan en el pan, y Antía piensa que, como sigan cayendo, el sabor del pan será harto amargo. Sin dejar de amasar y con las fuerzas justas para pedirle lo que le tiene que pedir, se seca la cara con el trozo de su camisón remangado y comienza a hablar:

      —Creo que deberías irte por un tiempo.

      —Ya me fui.

      —No a tu casa. Me refiero a irte del pueblo. Una temporada.

      —Irme...

      —Tengo un mal presagio.

      —¿Y adónde voy a ir?

      —No lo sé. Además, la Guardia Civil no hace más que preguntar por ti.

      —¡Ya ves tú! Ahora les ha dado por mí, hasta que se cansen y pregunten por otro. No tienen pruebas de nada.

      —Como si les hiciera falta...

      A