Название | Fénix |
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Автор произведения | Rona Samir |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878720562 |
—¡Qué mierda hacía él aquí! ¿Acaso no te dije que no quería verlo? ¿No fui lo suficientemente claro la última vez?
—Es… es su padre –balbuceó tratando de sentarse de costado, cuando Edmundo le volvió a asestar una patada en el estómago.
Eleonor sintió el crujido de algo que se rompía en su interior, pero apenas gruñó de dolor, para no empeorar su situación. Solo deseó que la niña se hubiese dormido tras la puerta que no la protegería.
Edmundo de pie, enceguecido por la ira, solo atinó a tirar otra patada en el vacío cuando perdió el equilibrio al ser empujado desde atrás.
—¡Reverendo hijo de puta! –Los ojos de Lorenzo centelleaban de bronca, pero no tuvo la más mínima oportunidad cuando, recuperado, la mole de casi dos metros de Edmundo le cayó a puñetazos en la cara hasta desfigurarle los ojos.
A tientas tiraba golpes de inútil defensa, hasta que terminó en el suelo. Solo alcanzó a divisar el filo metálico que se le venía encima. Todo el peso del cuerpo de su contrincante estaba concentrado en ese cuchillo cuya trayectoria inevitable era simplemente demorada por los brazos cansados y poco entrenados para la violencia de Lorenzo.
La hoja se abrió camino, mientras su corazón se aceleraba golpeteando con desesperación, para luego apaciguarse lentamente y distenderse con el resto de sus músculos. Sus ojos dilatados se desviaron levemente hacia la derecha de Edmundo que seguía encima de él y exhaló ya sin fuerzas:
—Fénix.
La corriente de aire de la puerta abierta y las gotas cayendo violentamente sobre el piso del porche sobresaltaron a Eleonor que sintió su mejilla fría y húmeda.
Desde su posición en el suelo con la vista aún nublada, todo se veía de un extraño color rojo, que juzgó producto de algún derrame ocular.
Sin embargo, conforme reaccionaba, se dio cuenta de que el rojo estaba afuera, no dentro de sus ojos. Se extendía en forma de una laguna viscosa que se derramó desde su pelo cuando se sentó horrorizada, tratando de tapar un grito ahogado con su mano chorreante.
El cuerpo de Lorenzo yacía inerte bajo el peso de Edmundo que sentado encima a horcajadas y ladeado de costado permanecía totalmente inmóvil. Su lengua seguía pegada al paladar. Lo que fuera a decir quedó interrumpido por el abrecartas de bronce clavado en la unión craneocervical.
La madre se incorporó casi de un salto a pesar de su cuerpo dolorido, y dirigió instintivamente la mirada hacia la puerta de la habitación que estaba entreabierta.
El refucilo insonoro alumbró en otra dirección el sendero de pequeñas huellas de pies descalzos que atravesaban el porche mojado, y se diluían afuera de rojo carmesí a distintos tonos de rosa.
Doblada de dolor Eleonor las siguió hasta el umbral de la entrada, desde donde le llegó la visión iluminada con el resplandor de un segundo refucilo seguido de un estruendo ensordecedor.
Desnuda, de pie bajo la lluvia torrencial, su cuerpo pequeño y menudo emanaba una especie de vapor como el de brasas que se apagan.
Contra su pecho, sostenía con fuerza el fénix dibujado por su padre que se escurría en ríos de tinta negra cubriéndola como un manto protector.
2
Las voces tras la puerta llegaban como en marejadas. Más altas, más bajas, como si fueran dichas bajo el agua.
Le recordó ese verano en el que jugaba con su mejor amiga Laura en la pequeña pileta de lona verde que su padre había armado y llenado en el fondo de la casa, para sobrevivir al sopor de las siestas de verano.
—¡Ahora yo! –decía Laurita, corriéndose el mechón rubicundo de la cara que chorreaba agua clorada, y se sumergían a la cuenta de tres.
Con ambas caras enfrentadas, deformes por el agua, improvisaba una palabra de burbujas que ascendían por su rostro.
Segundos después, en la superficie, arriesgaba:
—¡Cachavacha! Dijiste Cachavacha.
—¡Sííí!, ¿cómo supiste?
—Ahora es mi turno… –Y no alcanzaba a decir nada bajo el mundo submarino, porque notaba las pequeñas burbujas que se formaban en las casi nulas pestañas de Laura, y estallaba en carcajadas. Ambas salían del agua riendo y tosiendo con las gargantas irritadas, y los ojos enrojecidos.
Extrañaba esas tardes de compartir un único par de patines de rueditas naranjas con Laurita, rengueando estúpidamente, y de aprender a andar en bici o practicar besos en los troncos de los árboles con Cecilia.
Ahora era una niña solitaria y reservada, sentada frente a la puerta del doctor Schteimberg.
Su vista se perdió en la perspectiva del largo pasillo con tan solo tres puertas. La última parecía a la distancia una puerta minúscula. La mitad de la pared hacia abajo estaba pintada de un color dorado oscuro y el límite era una guarda de papel con arabescos bordó y dorado sin brillo, que se interrumpía en el hueco de cada puerta. En el último tramo, la guarda se había despegado y una punta que colgaba del revés con el pegamento seco se balanceaba cada vez que alguien pasaba.
Lo que falta acá es una mesa de cristal con la galleta que diga “cómeme”… o tal vez deba empequeñecerme con el contenido de la botella y después de llorar mares de lágrimas poder salir por aquella puerta más pequeña.
Se distrajo mirando sus pies que hamacaba involuntariamente, y pensó que era extraño que esta vez su madre no la hubiera amenazado con la frase sempiterna que pronunciaba cada vez que se ponía esas zapatillas celestes, sus favoritas por cierto.
—¡Ahhh, no! Yo contigo así, no voy. Te cambias esas zapatillas rotas y mugrientas.
Siempre le había sonado tonto que su madre no dijera “conmigo no vienes” en lugar de “contigo no voy”. Como si el liderazgo, la decisión de ir a cualquier parte fuera de ella, tan solo una niña, y no de un adulto.
¡Carajo! Debería haberme traído el libro de Alicia que está tan bueno. Esto es un bodrio…
La puerta finalmente se abrió, pero su madre con cara enjuta y el doctor siguieron aún cuchicheando en el umbral por unos minutos.
Cuando Eleonor se dio vuelta y le hizo un gesto para que se acercara, sintió las mismas náuseas del examen de ingreso a la preparatoria unos meses atrás. Aún podía recordar el olor penetrante del after shave del profesor Melker, y el ruido de las hojas rasgadas por los lápices negros 2B de puntas afiladas.
—Estaré aquí afuera esperándote, cariño –le dijo su madre exactamente igual que aquel día.
Se hundió en la silla frente al gran escritorio antiguo de nogal del Dr. Schteimberg, y se sintió perdida entre muebles gigantes. Quizá bebí demasiado de esa pequeña botella…
—Me dijo tu madre que eres una niña muy avispada. Que te gusta mucho leer y pintar, y que tienes una gran imaginación. Y… ¿has pensado qué quieres hacer cuando seas mayor?
—¿Pintora? –dijo ella encogiéndose de hombros indolente.
—Esto no es un examen, pequeña, no hay respuestas correctas o incorrectas. No debes responder con una pregunta. Solo debes decirme lo que sientes, lo que anhelas. ¿Okey?
Se acomodó en su lugar tras asentir brevemente con la cabeza.
—Ahora bien, cuéntame qué es lo que más disfrutas, qué es lo que te hace feliz.
—Jugar con mis amigas, leer y hacer cosas con mi padre…
—¿Qué cosas haces con él?
Pensó que el doctor y ella serían desenterrados