Название | Fénix |
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Автор произведения | Rona Samir |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878720562 |
Viejo degenerado… dónde carajos me metí…
Cuando estaba leyendo los muchos títulos enmarcados en la pared, el hombre de la foto, con un look completamente diferente irrumpió en el sucucho–oficina.
El perfume penetrante y amaderado de su after shave fue lo primero en anunciarse. Luego él, esbelto y delgado, lo cual a su edad o bien era genético o fruto de largas caminatas.
Más bien lo segundo.
Su bronceado solo permanecía en la fotografía, igual que su falta de estilo. Ahora, perfectamente afeitado, peinado, y luciendo un traje gris oscuro de saco cruzado, con una impecable camisa blanca y corbata de seda con arabescos en gris perla de las que se venden en Macy’s de la Quinta Avenida, se acercó sin emitir sonido y quitándose la gabardina beige que llevaba sobre los hombros estilo capa, lo colgó del perchero de madera detrás de la puerta.
¿Qué clase de nombre es…?
—¿Qué clase de nombre es Spadafora Domingoni?
Aunque a esta altura dudó de si lo más extraño era el nombre o la forma en que se ponía, sin ponerse, el abrigo.
¡Qué rayos… mi loquero tiene complejo de Dr. Strange… vamos bárbaro, Mae..!
—La agente Mae Silva, presumo. Buenos días para usted también –dijo impasible.
Mae se disculpó a medias con la mirada, sin pronunciar palabra. Y no lo haría. Era demasiado orgullosa para ello.
—Por favor cierre del todo la puerta y tome asiento. –Bien, que tenemos aquí…una joven irreverente, sin modales, atractiva en cierto modo, pero peligrosamente encaradora. La clase de mujer que trae problemas en cualquier dependencia donde haya hombres.
La joven se dirigió a la puerta que cerró disimulando su mala gana, y tomó asiento frente al sujeto que la observaba por arriba de los cristales de sus anteojos de marco plateado.
El silencio infinito solo se rasgaba con el doble tic, toc, tic, toc de dos relojes de pared con péndulo que no coordinaban el segundero entre sí.
Se sintió incómoda e instintivamente se revolvió el cabello enrulado y rubio a fuerza de químicos, desviando la vista a los relojes en pugna.
—¿Están descompuestos? –preguntó meneando la cabeza en dirección a ellos.
—No –respondió lacónico Spadafora–. En tal caso uno al menos estaría en lo correcto, ¿no lo cree?
—O ambos podrían no tener nada que ver con el tiempo. “En tal caso” la medición es una convención caprichosa. No existe tal cosa –aseveró, solo espero que ahora no se le ocurra darme rompecabezas o estúpidas manchas de tinta para interpretar. Ya tuve suficiente de ello.
Spadafora simuló ignorar su comentario, pero tomó nota mental de cada palabra.
—He leído su legajo completo. Mi colega ha informado situaciones inquietantes –mientras lo decía se empujó los lentes con el dedo índice apoyado sobre el marco, y abrió una carpeta de cartulina de la que sacó una hoja impresa.
Ahora su dedo dibujaba círculos sobre el borde exterior de los labios finos y casi azulados, que revelaban algún tipo de enfermedad coronaria o pulmonar.
—Si bien respeto mucho la opinión del Dr. Mosqueira…
Mae se sobresaltó cuando Spadafora rasgó la hoja y la tiró al cesto de papeles.
—Confío más en mi propio criterio –continuó diciendo– y creo que arrancaremos por la foja cero. –La volvió a mirar por sobre los cristales.
—Claro, sí, como usted disponga –dijo aún sorprendida.
Lo que usted diga, Dr. Strange, usted es el extraño, yo solo quiero dejar el pasado donde pertenece, bien atrás. Para eso estoy aquí, ¿no? Para reescribir “mi legajo”.
—Sin embargo –ahora su voz adquirió un tono marcial mientras se quitaba los lentes y se recostaba sobre el respaldo– que quede claro que esta es su última oportunidad. No se tolerarán dentro de la fuerza actitudes como las informadas por sus superiores. Está a prueba, señorita Silva, y bajo mi estricta supervisión y responsabilidad. Tendremos una charla semanal, indeclinable.
—Pero…
Spadafora interrumpió.
—La única razón para que nuestra cita no se concrete es que uno de nosotros o ambos estemos muertos. ¿Está claro?
—No creo necesario que de momento nadie muera, es un poco extremo, ¿no le parece? –Y expuso una sonrisa torva que se esfumó al instante.
—Miércoles a las 10:30, agente Silva. Deje la puerta abierta al salir, por favor.
4
Liam, sentado en el pequeño sofá del dormitorio, con los codos apoyados sobre las piernas, y las palmas de las manos enmarcando su mentón, observaba desde la penumbra el rostro de su esposa que dormía.
A la luz de la luna nueva que entraba omnipresente por la ventana cuya cortina nunca se cerraba, a pedido de ella, su rostro se veía maravillosamente pálido. Le vino a la mente un poema de García Lorca que siempre le recitaba: “en el aire conmovido mueve la luna sus brazos, y enseña lúbrica y pura sus senos de duro estaño”. Y así yacía, lívida y casi ingrávida, como si se hubiera ido de su cuerpo, como si la luna se la hubiera llevado junto con el niño de la fragua.
La ama. De eso no tiene dudas.
Para él, un hombre pedestre y pragmático, acostumbrado quizá a causa de su trabajo a hundirse en el lodo, a ver el lado oscuro y malvado del ser humano, Sarah ha sido como ese haz de luz blanca en medio de las tinieblas de una noche interminable.
No le dio alas; él no puede volar; pero lo tomó entre las suyas y lo llevó a lugares que jamás hubiera imaginado.
Y aun así, aquí estaba, como tantas otras noches, insomne, sintiéndose que algo faltaba, que algo en sus vidas no cuadraba. Como si su cuerpo se hubiera vuelto repentinamente demasiado pesado, convirtiéndose en un lastre que los arrastraba a ambos en espirales descendentes.
Ni siquiera sabría decir cuándo empezó. En principio parecía contenta con su trabajo en la Biblioteca de Shut Bay. ¿Qué más podría pedir una amante de la poesía y de la literatura? Pero siendo honesto consigo mismo, no había sido su primera opción. De hecho, él la había convencido de tomar ese puesto de técnico responsable de Colección que quedó vacante cuando la octogenaria Matty Mendelson se olvidó un día de respirar, así como venía olvidando otras cosas como tomar los medicamentos, o el camino de regreso a casa.
Quizá él se convenció a sí mismo de que Sarah era feliz allí. Quizá ella lo convenció de que así era.
Sentado en la penumbra, estancado como un hombre hecho de barro que se ha secado, no podía definir si era él quien no encajaba, o simplemente lo era todo el resto.
—Vida… ¿qué sucede?, ¿por qué estás despierto? –preguntó estirando los brazos por sobre su cabeza y volviendo a refugiarse bajo el acolchado al sentir el frío argénteo de la escarcha que atravesaba los vidrios de la ventana.
—¿Recuerdas cuándo nos conocimos?–Liam se incorporó y se metió en la cama acurrucándose como un ovillo nariz con nariz.
—¡Claro que sí! –dijo con una sonrisa cómplice–. Entré en el primer bar del pueblo,