Название | Fénix |
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Автор произведения | Rona Samir |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878720562 |
“Y si te muestro mi lado oscuro,
¿me abrazarás esta noche todavía?”.
Pink Floyd. The Final Cut
1
La primera vez que tuvo que morir, aún era pequeña y frágil.
Hudson es bastante grande si lo recorres de a pie. Las calles en cruz segmentan los diecinueve modelos de casas del barrio de trabajadores marítimos de clase media, construidos con moldes sucesivos en la década de los setenta.
Cada vecino intenta darle su impronta ya sea con coloridos frentes, o revestimientos de piedra o de ladrillos rojos, o con esmerados jardines, en un intento de diferenciarse.
Lo cierto es que la utilidad del esfuerzo solo se materializa al completar la dirección con una indicación extra tal como “vivo en la amarilla con el portón de reja verde” o “es la única de puerta roja de la cuadra, no puedes perderte”.
Esa mañana, los colores de los frentes pasaban raudamente desdibujados como acuarelas efímeras, mientras pedaleaba con todas sus fuerzas por las veredas irregulares de cemento.
Era consciente de la sensación de ardor en los músculos de sus piernas, pero no le importaba. Era libre de ir donde quisiera. Donde su imaginación la llevara. Las ruedas del “cometa plateado”, como la había nombrado, fueron sus primeras alas.
A diferencia de las otras niñas del barrio, en mejor posición económica que les permitía tener su primera bicicleta desde muy chicas, ella recién ahora estaba disfrutando del mejor regalo, aunque tardío, de su infancia.
Técnicamente no era nueva, pero lo era para ella. Su abuelo los había visitado llevando como solía hacerlo algunas hortalizas frescas de su huerta, y como siempre había apoyado la gran y corpulenta bicicleta sobre la pared lateral junto a la puerta de la cocina. Entregó los vegetales envueltos en papel de diario a su madre, pero esta vez se tomó un tiempo extra en desarmar el canasto de enrejado metálico dispuesto frente al manubrio, donde a veces paseaba también a su perro pekinés Rafael.
Cuando terminó, ante la mirada atenta de su madre e inquisidora de su parte, el anciano solo se dio vuelta y le hizo un gesto con las manos hacia la bici. “Es tuya”, apenas articuló. No era un hombre de grandes palabras. Pero sí de gran corazón. Ella se quedó inmóvil, incrédula por unos instantes hasta que reaccionó. “¡¿Gracias, abuelo, en serio, me encanta!! Pero… ¿Qué harás tú?”. Su abuelo le respondió que tenía la otra más vieja que aún funcionaba, levantando los hombros y meneando la cabeza, en señal de lo obvio.
Bastó que ambos adultos entraran a la casa, para que después de una rápida inspección, la montara y saliera a los tumbos hacia el paredón del fondo ida y vuelta hasta tomarle la mano. Agradeció mentalmente a su amiga Cecilia, que le había enseñado a andar cuando le prestaba la suya, aunque una tarde hubiera terminado de cabeza en un zanjón. No había sido su culpa, la bici no era de Cecilia, sino de su hermano. Por eso tenía ese maldito caño atravesado que le dificultaba hacer pie. Pero su “nueva” bici no lo tenía. Era perfecta. Ese día fue tan feliz que aún recuerda haber improvisado una canción cuyo estribillo decía “mi abuelo es un ángel que cayó del cielo”.
Tras recorrer unas cuadras, cortó camino por la avenida Otto Bemberg y dobló en la 158 para tomar un desvío autoimpuesto. Lo mejor que tenía el recorrido era pasar sobre el puente del arroyo Plátanos, donde terminaba el gran campo frente al colegio de las monjas María Ward.
Siempre aminoraba la velocidad en ese tramo para escuchar el ruido del agua, y observar los árboles llorones que tocaban el curso ondulante con sus hojas lánguidas.
Retomó nuevamente su objetivo cruzando las vías del tren y desembocando por el camino más corto y directo. A medida que se alejaba, el olor a cebada de la maltería se fue haciendo más tenue hasta que desapareció por completo.
Recorrió al menos treinta cuadras por la avenida Mitre que por ser feriado estaba tranquila con sus comercios cerrados y escaparates sin iluminar, hasta la 14 donde volvió a girar hacia el sur, con dirección al río.
Todo este zigzagueo tenía un motivo. Había evitado particularmente tomar la calle que bajaba más directo desde la esquina de su casa, lo cual le hubiera ahorrado mucho tiempo, pero no quería otro encuentro desagradable con ese tipo extraño y solitario al que todos apodaban despectivamente “el Sapo” Gabriel.
Ya habían pasado varios meses, pero el recuerdo de esa tarde calurosa le provocaba aún una mezcla de temor y repulsión.
Le había avisado a su madre que estaría persiguiendo mariposas en el terreno baldío a escasos cien metros. El pastizal estaba alto y se había internado tanto que ya no se veía su casa desde allí. Las “Tarambanas”, como las habían apodado a las pequeñas y marrones de alas redondeadas, saltaban aquí y allá en el medio del olor dulzón y del sopor. Los perros llegaron primero, luego el viejo desgarbado con su boca como teclado de piano destartalado y sus pantalones excesivamente grandes y sucios, fruncidos con un cinto de cuero escamado.
—Allí –dijo señalando con su mano huesuda y renegrida por el sol–, allí hay más lindas.
Al ver que ella dudó sin atinar a nada insistió:
—Si vienes te mostraré algo. –Y se pasó el dorso de la mano por la boca que apestaba a alcohol.
—No puedo, debo pedirle permiso a mi madre –se apresuró a decir y se sintió exactamente como sonaba con esa excusa: estúpida. Sin embargo ya había intuido el peligro y prefería pasar por ello a no pasar en absoluto.
—¡Pero no! Es aquí nomás… ven. –Y estiró su brazo dando un paso hacia el frente.
En un acto reflejo de supervivencia, se había dado la vuelta y mientras se alejaba a toda marcha seguía excusándose.
—Ahora vengo. Primero le preguntaré a mi madre.
Por supuesto que jamás preguntaría, ni mencionaría en su casa el episodio, o no tendría más permiso de salir.
El encuentro la volvió más alerta, aunque el hedor de la boca lasciva la siguió inquietando durante muchas tardes de verano.
En un día normal, el bullicio de la avenida se termina al distanciarse dos cuadras, pero esa mañana de agosto el silencio era casi absoluto en toda la ciudad. Los pocos sonidos llegaban de lejos amortiguados, y los únicos habitantes del planeta, además de ella, eran una anciana cojeando con un bastón que justo entraba en su casa, y un perro lanudo que paseaba a una mujer, y que cruzó la calle sin siquiera preocuparse en mirar.
Conforme avanzaba, las casas raleaban y eran reemplazadas por terrenos baldíos apenas delimitados por postes viejos quemados por el sol y alambres caídos.
Tras la última vivienda, atravesó el campo donde se erguía un enorme e imponente ombú que le recordaba los baobabs de El principito, y finalmente divisó la torre circular de ladrillos cubierta de musgo.
Allí estaba, esperándola con su susurro metálico que siempre le contaba historias.
Se detuvo pero no se bajó de la bicicleta. Solo se quedó allí, cubierta por la sombra del alto y delgado molino de viento, con los ojos cerrados y la respiración agitada.
De tanto en tanto, la brisa parecía cambiar de dirección, la cola timoneaba y las aspas chirriaban levemente acomodándose con nuevos sonidos.
Este era su lugar sagrado, su refugio. Se sentía en paz y equilibrada. No importaba que la vida pareciera a veces una pesadilla, este momento de ensoñación era lo más tangible y real que poseía.
Cuando minutos más tarde se levantó ese viento cargado de estática y de olor a tierra mojada, ella simplemente se dejó ir, perdiéndose, dejando de ser ella para convertirse en un personaje de su ficción.
La intensificación de los aromas y el traqueteo cada vez más rápido de las aspas del molino le recordaron