En blanco y negro. Elisa Serrana

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Название En blanco y negro
Автор произведения Elisa Serrana
Жанр Книги для детей: прочее
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Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789563573145



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deformación, antes de que el médico dijera que la desgracia era irremediable. Tú me comprendes, ¿no es cierto?

      Comprendiéndola, y por no ver qué necesidad tenía la gente de atormentarla por mi causa, no se me ocurría otra forma de consuelo que la de no estorbar con mi presencia recordándole su desgracia. “Su desgracia” era yo. Me lo decía besándome, como quien besa un silicio, cuando yo no entendía que la gente necesitara desgracia para ser feliz, pero ella necesitaba de mí, y cuando me escondía me lo reprochaba con inmensa tristeza. Resultaba difícil cambiar tantas veces en un día mi actitud a sus deseos. Pero ella salía sola, perdiéndome entre los arbustos.

      Los recuerdos de mis primeros años no se dividieron en épocas sino en sensaciones.

      Una vez que estaba yo escondida entre unas matas de alcanfor, oí decir a la abuela:

      —¡Dios nos ampare! —lanzó una carcajada absurda, era imprevista en sus afanes como en sus alegrías—. ¿Qué se le ocurrirá a este demonio ahora?

      Desde entonces, José Luis y el demonio anduvieron juntos en mi mente. Nadie dejaba de mencionar al demonio antes o después de su nombre: “Déjame y ándate al diablo”, “Este demonio de niño”, “Chiquillo del diablo”, “Vete al infierno”. De ello provino que, en mi más intenso recuerdo, José Luis conservó el olor y el porte de demonio y el demonio tomó la hermosura y la gracia de mi primo. Por eso también un tiempo me atrajo y me aterró el demonio. Hasta que alguien me contó que el demonio había sido un ángel. Ahí se complicó más aún la imagen, porque José Luis no era casi nunca un ángel.

      —Claro —comentó la abuela—. Esa mujer no se acuerda de nosotros en todo el año y cuando en las vacaciones el chiquillo comienza a molestar recuerda que no se engendró solo, que necesitó de un padre. A propósito, ¿dónde se mete Luciano? Luciano… Luciano… —gritó despavorida—. Llega tu hijo.

      Abandonado por su mujer y con poco dinero, mi tío Luciano había llegado también a casa. Tía Clara consideró su presencia como una copia o una intrusión. Desde su arribo comenzó a desear partir, pero luego olvidó el motivo por el cual debía irse y se fue quedando. Tío Luciano no se dio por aludido de las mil reiteradas frases de sus hermanas, quienes, cada cual a su manera, insistían en que estaba bien que la casa paterna fuera un refugio de mujeres abandonadas (eso lo decía mi madre) o de mujeres que desean la vida tranquila del campo (esto lo decía mi tía), pero el caso de un hombre “es diferente”. Mi abuela, en general, no decía nada, porque si bien es cierto que alimentar a todos sus hijos le resultaba pesado, tenía en ellos una compañía adecuada y la casa volvía a ser la de otros tiempos. Aprovechaba la abuela para hacer recuerdos tiernos sobre su marido muerto y las hermosas épocas en que “estas niñitas” (mi madre y mi tía) eran chiquillas. Aunque estas no resultaban para mí tan niñitas, lo aceptaba, como otra de las mil cosas de la gente grande que uno acepta en la infancia. Mientras, mi tío Luciano hacía su vida entreteniéndose en atormentar a sus hermanas y a mí, para desentumecer un viejo deseo de sufrimiento ajeno.

      —Es bueno que también ese padre se acuerde de que tiene hijo —agregó tía Clara, terminando de comer un merengue que le deformaba la voz y le dejaba pegajosos los labios—. Es claro que si arman líos entre Luciano y ese chiquillo del diantre, me largo de aquí y me vuelvo donde Flora.

      Siempre amenazó con irse donde Flora, hasta el día en que supo que Flora se había casado. Debió sentir un gran alivio. Estaba por fin tranquila, como si hubiese tocado tierra, aunque la tierra vista fuese un islote desierto. Demostró su dignidad no volviendo a mencionar nunca más a su amiga y guardando un silencio muy poco suyo cada vez que mi tío la insultaba en su presencia o contando anécdotas de la pasada vida de Flora.

      —¿Qué va a ocurrírsele a este niño ahora? Porque en algo hay que entretenerse —dijo la abuela.

      —Hacer sufrir a la niña, eso lo entretiene —respondió mi madre.

      Mi tío se volvió hacia mí, lo sentí cercándome de ojos. Me hundí contra los ladrillos del corredor.

      —¿A ti te molesta que un hombre te maltrate? —siempre decía esas frases raras con curiosa entonación—. Si sigues las huellas de tu tía, le tomarás el gusto rápidamente —rio con ácido en la garganta—. No te disgusta nada, creo yo; más bien te gusta que ese demonio de niño te maltrate; los he visto, lo sigues como un perro faldero esperando sus retos, sus improperios, sus dulces y aduladoras palabras —se exaltaba con voz extraña—. Los he visto. Le dice linduras a esta chiquilla solo para burlarse, solo para aprovechar su buena voluntad, y ella feliz…, feliz…, ella…

      Yo no escuchaba. Me acostumbré a cerrar los oídos, así como otros cierran los ojos. Me gustaba transformar las palabras, embellecerlas y creer de repente que me estaban diciendo lindas frases de cariño. Así logré evitar los ataques de mi tío y lo vencí, cosa que a José Luis le costó mucho más tiempo y más amarguras. Es cierto que él era su hijo. Pero, además, era rebelde y su primera y más terrible dificultad, me parece a mí, fue aceptar las frases odiosas de su padre y acostumbrarse a su cada vez creciente olor a alcohol. Además, no aprendió a evitarlo. Yo conocía desde lejos sus pasos y me era fácil esconderme bajo los arbustos antes de encontrar su presencia.

      —Como no es de los más sacrificados el chico, seguro que tomará un auto en la estación y deberemos pagárselo —insistió mi tía, que recobraba su sentido común cuando la estimulaban.

      —Deberemos…, qué frase…, deberemos; como si tuvieras con qué pagar. Pordiosera, eso eres, pordiosera de todo. Yo le pagaré el taxi. Para eso tiene un padre. Para algo es mi hijo; a alguien tenía que salir dispendioso y altivo…, a alguien… —pareció poco convencido de su encono y su voz decayó sin objeto. Nadie lo escuchaba.

      Ese año esperé a José Luis anhelante. Recordaba su voz alta y aguda, algo quejosa y cruel, de cuando en cuando triste, como si luego de pellizcarme los brazos y las nalgas hasta hacerme gritar, creciera de repente sintiéndose hombre. Pero no deseaba ser hombre, tampoco quería continuar siendo niño, y ese era otro problema en sus deseos y tendencias. ¿Volvería a atravesar cuerdas en el camino para hacerme caer? A mí me divertía el juego. Sentía un terrible miedo al comienzo, pero al oír a todos mis primos reír con alegría, reía yo también. “Parece una garrapata en la tierra”, chillaban antes de tenderme alguna otra celada. Les gustaba jugar conmigo y me enorgullecía servirles de diversión: me sentía única y pretexto para otras barrabasadas, muñeca y juguete diferente que se amoldaba a sus gustos y seguía sus emociones.

      Oí antes que nadie el ruido del automóvil; era tan viejo el taxi del pueblo como el auto de la abuela, que permanecía encerrado y cubierto de polvo en el garaje; gemía desde la última subida como si viniera empujándose. La portezuela se abrió antes de estar detenido, pero los pasos demoraron un momento en dirigirse a la casa. José Luis había pagado y traía él mismo su maleta. Me tendí de espaldas en el suelo para que me viera al pasar; puse cara de estar tocando el sol y sonreí bobamente a la atmósfera como si no lo viera. Pensé que se detendría a saludarme, pero siguió de largo. Lo oí mascullar ante la abuela y supe que ella lo estaba besando. Evitó que mi tía le rozara el rostro con sus labios, pero estrechó a mi madre con calor. Luego, abochornado, sumiso, se sometió a las preguntas de su padre. Como siguiera ignorándome, me acerqué despacio hasta la puerta del dormitorio que la abuela había destinado para él.

      —¿Qué hacías allí botada como perro?

      —Nada.

      Para que José Luis me buscara, volví a esconderme. A veces permanecía en mi pieza hasta muy tarde y otras me echaba bajo la mesa del comedor, donde tocaba los ladrillos que tenían caminos en todas direcciones por donde transitaban las hormigas.

      —No sé cómo no la pican —decía mi abuela al pasar—. Lo más bien que se las arregla con esos bichos, porque son como ella, terrestres. En cambio, las moscas…

      —En todo caso, es un juego inmundo —decía mi madre.

      —Mírala cómo escupe en el suelo —chillaba mi tía riendo a carcajadas.

      —No